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    Obras maestras: los cuentos de Dino Buzzati

    Kafka a la italiana
    Por Ch.

    Tienen todo: son punzantes, te transportan a otra dimensión, por lo general, muy irónica y con humor, onírica, pesadillesca, fantástica. Y son cuentos breves, no más de seis o siete carillas. Por ejemplo, El pelmazo, un tipo que va de oficina en oficina y ni siquiera Dios se lo quiere encontrar porque te fastidia con sus pedidos, con sus interminables súplicas, chácharas y demandas. Así describe Dino Buzzati el aspecto de este sujeto: “Decente traje gris. Camisa blanca limpia pero en pésimas condiciones. Una desagradable ‘r’ nasal de timbre levantino. Zapatos, regular”. Inmediatamente nos remite a todos los pelmazos que nos rodean en nuestras vidas, tipos que con su mera presencia ya nos incordian.

    O El ascensor. El narrador se toma el ascensor en el piso 31 de un rascacielos. Unos pisos más abajo sube una hermosa mujer, a quien el narrador ha visto en alguna oportunidad. Otros pisos más abajo entra un señor de unos 50 años. El descenso entonces adquiere una fase de impasse, parece que no hay movimiento, que los pisos apenas se dejan atrás. Las miradas se cruzan de un modo leve, vergonzoso. Y Buzzati vuelve a acertar en la diana: “En ningún otro lugar del mundo como en el ascensor, las caras de las personas que no se conocen asumen una expresión absolutamente estúpida”.

    Al pelmazo lo vemos, lo padecemos. En el ascensor nos exponemos a la idiotez silenciosa y tal vez a un viaje fantástico. Pero hay otras cosas invisibles, como en Dulce noche. Una pareja descansa en una apacible villa con un hermoso jardín. Sin embargo, la mujer está inquieta, algo siente, algo intuye y le pide al marido que eche un vistazo al jardín, que allí puede haber alguien. El marido abre los postigones y lo que ve es una hermosa noche de luna llena, con esa luz de blanco marfil inconfundible que lo baña todo. Nada de nada, querida, duérmete ya. Entonces Buzzati se dedica a desentrañar esa engañosa tranquilidad y desata la furia que no vemos ni escuchamos: el insecto que es devorado por un insecto mayor, el aguijón del bicho que desgarra el vientre del caracol, la lechuza que de un plumazo decapita al ratón y todo ese ecosistema de cosas que copulan, rumian, matan y se abren paso en un salvaje mundo imperceptible.

    Todos estos relatos se pueden encontrar en tres libros editados por Acantilado: Las noches difíciles, El colombre y Sesenta relatos. Por lo general, historias extraordinarias, de tinte surrealista y con clara influencia kafkiana (fue la cruz de Buzzati, hasta en telegramas se lo recordaban), pero también hay relatos autobiográficos o llanamente realistas como Los dos conductores, que expone el inevitable diálogo banal de quienes trasladan en el coche fúnebre los féretros al cementerio y que se encuentran alejados por completo del dolor de los familiares que integran el séquito que viene detrás.

    Buzzati en su estudio de Milán, años 60. Foto: Archivo Giorgio Lotti

    Dino Buzzati (Belluno, 1906-Milán, 1972) es considerado con toda justicia uno de los grandes escritores del siglo XX en gran parte gracias a El desierto de los tártaros (1940), elogiada por Jorge Luis Borges y por cualquiera que la haya leído, con esa fortaleza anclada en el desierto que espera un inminente ataque que nadie sabe a ciencia cierta si alguna vez ocurrirá. Lo ominoso por excelencia. El tiempo como una sustancia líquida sin recipiente en una novela plagada de sugerencias que vuelve a demostrar que lo bueno y breve es dos veces bueno.

    Su primer libro fue Bárnabo de las montañas (1933), también recibido con elogios. Lo curioso es que el propio Buzzati se consideraba, antes que escritor, periodista, de ahí tal vez la furibunda eficacia de sus cuentos. Los artículos de Buzzati, ya sean sobre alpinismo y montañas, sobre la vuelta ciclista italiana o sobre lo que sea, son estupendos y también se pueden conseguir en recopilaciones en español para el sello Gallo Nero, como El Giro de Italia y Los indómitos de la montaña.

    Fue educado en un ambiente refinado y culto, su padre era profesor de Derecho Internacional y su madre fue la última heredera de una familia aristocrática veneciana. Después de recibirse de abogado —y además de ser artista plástico, amante de la música y fanático del alpinismo— trabajó casi toda su vida como corresponsal del Corriere della Sera, diario que lo llevó a conocer Tokio, Nueva York, Jerusalén y Praga, entre otras ciudades. Precisamente la fortaleza Bastiani de El desierto de los tártaros, a la que llega el oficial Giovanni Drogo, está inspirada en el tiempo que Buzzati vivió en el desierto de Abisinia (hoy Etiopía) en 1939, cuando lo nombraron corresponsal de guerra.

    Se casó en 1966 con una modelo italiana de 19 años; él tenía 54. Como todo genio, ocultaba la verdadera procesión que va por dentro y antes de morir de cáncer de páncreas a los 65 años declaró: “Doy gracias por los innumerables temores, decepciones, expectativas dolorosas, enfermedades, por haberme impedido, en suma, la posibilidad de ser feliz para que la existencia me parezca cada vez más ingrata; y para que aprenda a dejarla sin excesivo pesar”.