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    Ochenta años y diez mil quilómetros

    El tiempo y el espacio superpuestos en el escenario de la Zavala Muniz. Cuatro generaciones de una misma familia. Desde 1960 a 2039. Dos geografías muy lejanas, Inglaterra y Australia, unidas por la historia grande y también por este relato, poblado de paraguas. Un diluvio constante se precipita literal y metafóricamente sobre estos nueve personajes. El sonido de las gotas es el común denominador, el sonido omnipresente que ambienta la acción. En una trama construida con materiales nobles —la buena síntesis entre información y misterio de quien sabe manejar la pluma—, el dramaturgo y guionista de cine australiano, Andrew Bovell, con experiencia en Hollywood, desgrana una historia desordenada en sus tiempos, pero con las claves necesarias para que el espectador arme las piezas del rompecabezas en tiempo y forma. When the Rain Stops Falling, su título original, estrenada en Australia en 2008 y representada en capitales del teatro mundial como Londres, París, Madrid y Nueva York (mejor obra nueva del año según la revista Time), es el primer texto de Bovell en Uruguay. Y por lo visto, habrá que ver las que vengan. De hecho, el fin de semana pasado se estrenó, en una única función, otro de sus éxitos, Las cosas que sé que son verdad, con dirección de Félix Correa, en el Auditorio Nelly Goitiño, que volverá en 2022.

    A cargo de este montaje, brillante en todos los rubros, desde el texto (traducido por el español Jorge Muriel) a las actuaciones y la puesta en escena, está Fernando Toja, un veterano de las tablas uruguayas, que dirigió por primera vez al elenco oficial a fines del siglo pasado (El plauto) y que cuenta en su haber con una veintena de recordados montajes como Ah, machos, Murga madre, La última tentación, El Polilla y Dandy, la ópera tanguera de Horacio Ferrer estrenada en forma póstuma en el Sodre.

    Por lo general, es la Comedia la que elige su repertorio y encarga la puesta en escena a directores de su propio elenco o a referentes del medio independiente. En este caso fue al revés: fue Toja quien propuso esta obra al elenco en 2019, para la temporada 2020. La buena impresión que causó la primera lectura bastó para que la compañía pública diera el sí, con prioridad para su estreno inmediato. Por razones obvias, quedó para este año.

    Cuando deje de llover comienza con un monólogo a cargo de Juancho Saraví, quien interpreta a Gabriel York, el último eslabón de esta cadena familiar que se inicia en Inglaterra en los años 60 y termina en Australia en 2039. El hombre está a punto de encontrarse con su hijo, Andrew (Chepe Irisity), a quien abandonó con solo siete años. A continuación se cuenta, en una cascada de escenas breves, la peripecia de los ancestros de Gabriel, desde que su abuelo, Henry Law, debió huir de Inglaterra al continente oceánico debido a un gravísimo hecho de violencia que le hubiera costado la cárcel. Su pulsión natural, contra la que lucha en vano, es mucho más fuerte que su débil voluntad. Conforme transcurre la acción, queda meridianamente claro que esta es una historia sobre cómo deben lidiar con su memoria los descendientes del autor de un hecho aborrecible. Sin moralejas ni moralina, esto se trata de cómo entre las limitaciones humanas, las miserias, la imperfección y la vulnerabilidad, puede colarse la luz.

    La mano experiente de Toja logra que uno se olvide de la comicidad natural que Saraví vuelca en el 99% de sus trabajos. Con solo dos apariciones, en los extremos de la obra, el drama se muestra en él con naturalidad y amargura en su composición. Las muecas, risotadas y movimientos espasmódicos, que suelen ser su fuerte, quedan en el olvido, y así demuestra, por si hacía falta, que es un gran actor.

    El reparto, sólido y compacto, acompaña en bloque. Carla Moscatelli, actriz que viene demostrando sus quilates en la gran pantalla y convocada de apuro para sustituir a Claudia Rossi casi sobre el estreno de la obra (razones de salud), deja la sensación de estar en la Comedia desde hace años. Pablo Varrailhón exhibe la desnudez de la aberración que funciona como motor de la obra, la culpa, el remordimiento y la incapacidad humana de corregir una perversión, que inexorablemente prevalece y vuelve a aparecer cuando una noche oscura, encuentra al mundo con la guardia baja. A su lado, Natalia Chiarelli encarna el rostro de la humillación y la condena a la oscuridad. Andrés Papaleo y Florencia Zabaleta componen con frescura y gracia a los personajes más jóvenes, que viven un romance fugaz en un balneario australiano. Lucía Sommer y Lucio Hernández contagian, respectivamente, la hondura de la resignación y la lealtad del compañero.

    A través de un virtuoso juego lumínico-espacial, la puesta explota con eficacia el potencial visual (con fuerte impronta cinematográfica) de esta historia. Todo lo que se ve y se oye está a la altura: la escenografía de Margarita Grasso y Enrique Badaró, el vestuario de Soledad Capurro, ayuda clave para asociar los personajes, las luces de Sofía Ponce de León y Eduardo Guerrero, y la música de Fernando Ulivi. Termina la obra con todos los personajes sentados a esa gran mesa que une 80 años y diez mil quilómetros y queda en el aire la sensación de haber visto una obra mayor, de las mejores de la temporada.