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No es nada agradable lo que le pasa al abogado Sebastián Roberti (Ricardo Darín) durante una jornada bastante complicada en que tenía asuntos importantes que resolver. Uno de ellos compete a su profesión, porque tiene un urgente caso en Tribunales que significa mucho para él y para el estudio donde trabaja. Claro que antes tiene que atender otro asunto, porque cuando va a buscar a sus dos hijos para llevarlos al colegio, su ex mujer Delia (la española Belén Rueda) le urge a firmar unos papeles que la autorizan a viajar a España con los chicos y eso lo priva a él de verlos no se sabe por cuánto tiempo. El día se presenta agitado desde la mañana: el celular que suena impertinentemente para que se apure a llegar a Tribunales, la ex mujer que exige la firma sin ninguna garantía, los chicos que lo adoran y tal vez lo pierdan (y él a ellos), la hora que avanza y hay que llevarlos al colegio, todo junto y sin pausa.
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El pulso se acelera, el teléfono sigue sonando, hay que correr y sobre todo no firmar ningún papel. Ella no se va a llevar a sus hijos así nomás, y los niños salen para el colegio con el jueguito de siempre: quieren saber si bajando por la escalera desde el séptimo piso le van a ganar al papá la carrera si él va por el ascensor, el viejo y querido ascensor de jaula que todavía funciona en algunos apartamentos lujosos de las grandes ciudades, como venerable reliquia del pasado pero a su vez como símbolo de reminiscencias parisinas, de elegancia y de categoría. El juego es divertido y él siempre los deja ganar, pero cuando llega a la planta baja ni rastro de los chicos.
Al principio cree que es una broma, pero mientras recorre los recovecos de la casona, revisa el garaje y hasta interroga a los vecinos, se niega a creerle al portero (Luis Ziembrowski) que ellos nunca llegaron abajo. La tensión crece, la ex esposa lo trata de irresponsable, el maldito celular sigue sonando (“Sí, en media hora estoy ahí”) y la angustia ante un posible secuestro crece y crece. Pero es imperioso que el celular quede libre ante un posible llamado de los supuestos secuestradores, y hasta el jerarca policial que vive en el cuarto piso (Osvaldo Santoro) termina por convencerse de que en realidad se trata de un secuestro. Como abogado, Roberti tiene muchos enemigos. ¿Cuál será? Y el maldito teléfono sigue sonando (“Sí, sí, tengo un problema, pero en media hora estoy ahí”). Esa media hora se transformará en un día para no olvidar.
¿Cuántas películas se han visto sobre secuestros en los últimos años? No solo por rescate en dinero sino por extorsiones políticas, por chantaje industrial, por venganza personal, para hacer callar a un testigo, para detener una investigación peligrosa. ¿Qué más se puede agregar? Nada, salvo una vuelta de tuerca ingeniosa y personajes reales que hagan interesar al espectador más que la trama misma. Séptimo tiene algo de eso y adolece de la falta de otras cosas. En primer lugar está bien narrada. La cámara funciona como un testigo más, que se acopla al protagonista para mostrar solo lo que él ve y transmitir la angustia que él siente. Pero además juega con los escenarios en forma notable, no solo con esa vieja casona de apartamentos del Barrio Norte, a la que muestra por dentro y por fuera como un personaje más, sino que la propia ciudad de Buenos Aires, enorme e indiferente, recibe tomas aéreas de muy buena factura técnica. En el aspecto formal, la película es un artículo de primera clase.
Pero además tiene a Ricardo Darín, el fenómeno actual del cine argentino, capaz de ponerse la película sobre los hombros y convertirla en un éxito por su sola presencia. Darín es realmente bueno y es un plus que esté ahí, porque todo lo que hace parece sincero y todo lo que dice suena auténticamente sentido. Teniendo todo eso a favor, es una pena que el libreto no esté más trabajado y que el asunto se desbarranque en las últimas escenas que, para peor, dejan algunos cabos sueltos que en una intriga de suspenso resultan imperdonables. Todo había funcionado hasta ahí, pero para que una película de este tipo resulte memorable tiene que tener un final ingenioso (como el de “Nueve reinas”, por nombrar un título argentino). Acá no lo tiene, pero resulta igualmente un entretenimiento absorbente, dirigido con autoridad por el español Patxi Amezcua, que hubiera necesitado empero un libretista más exigente que Alejo Flah. ¿Ninguno vio “En manos del destino” de Alfred Hitchcock? ¿Y “Búsqueda frenética” de Roman Polanski? A los maestros no es necesario copiarlos: basta con aprender de ellos.
“Séptimo”. Argentina-España, 2013. Dirigida por Patxi Amezcua. Escrita por Amezcua y Alejo Flah. Con Ricardo Darín, Belén Rueda, Luis Ziembrowski, Osvaldo Santoro, Guillermo Arengo, Jorge D’Elía, Andrea Carballo. Duración: 105’.