En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, por los próximos tres meses tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Por dónde empezar… ¿La ómicron que se lleva al mundo por delante? ¿Las larguísimas filas de autos en la carretera del balneario para un desesperado test? ¿Los músicos que no vinieron a esta 26º edición del Festival Internacional de Jazz de Punta del Este por haber contraído el maldito bicho? ¿El ambiente de resignación debido a los contagios inevitables? ¿Hasta cuándo con esta desgracia?
¡Registrate gratis o inicia sesión!
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Nada de eso. Contra viento, Covid, marea y lluvia (que impidió la primera jornada de música el martes 4), el encuentro anual en la finca El Sosiego se hizo entre el miércoles 5 y el sábado 8 de enero como en todo este cuarto de siglo que lleva de vida. Y fue, una vez más, impresionante. Porque el tesón de su organizador Francisco Yobino no parece detenerse ante nada, porque las ausencias de Grant Stewart y Vincent Herring no se notaron ante la positividad de los usurpadores de cuerpo y porque el jazz en esos verdes y ondulados campos de Punta Ballena suena y seguirá sonando como nunca. Notas azules y vacas. El contrabajo, el piano, el atardecer y los pájaros. Hasta el imprevisto rebuzno del burro detrás del escenario, disonante, cacofónico y en tres etapas, tenía una respuesta sincopada de los saxos y las trompetas. Todo es placentero, armónico y cool. La delicada iluminación de los árboles cuando cae la noche. La luna, el cielo estrellado. La breve charla en los intermedios de cada concierto con amigos que aman el jazz y que a pesar de ponerse al día con sus vidas no dejan de apuntar la presencia de un músico que pasa por allí y que la rompe. El respetuoso silencio del público —silencio en serio— cuando el baterista emplea las escobillas para acariciar los parches y los platillos en una balada. Como dice el cartel que se extiende allá arriba sobre el escenario y que cada tanto ondea con el viento: “Quien ama la música, ama la vida”.
Me dicen: “Benito González”. No tengo ni idea de quién es. “Ahora vas a ver qué pianista este venezolano”. Sube al escenario un tipo gordito con cara de ser el encargado de tomar el consumo de luz o de laburar en la ferretería del barrio o en la pescadería y presenta a sus compañeros de trío: un tal Hamish Smith, contrabajista de Nueva Zelanda, al que le pedirías la cédula para entrar al cine a ver una película para mayores de 18 años, y el baterista Juan Chiavassa, de Venado Tuerto, Argentina. Es gracioso: el simpático gordito de la pescadería, el menor de edad y el batero de Venado Tuerto. En un partido de fútbol de campito decís: a esos tres les ganamos, fija. Junten los puntos geográficos distantes y hagan algo si pueden. Se miran entre ellos: uno, dos, tres… Impresionante. Puro fuego. Arrancan allá arriba y no bajan. Una hora dentro de la centrifugadora que reproduce el Big Bang. La gente delira con semejante entrega. Por donde sea pululan el clásico movimiento de piernas que no podés evitar y los aullidos de placer que brotan de distintos puntos del auditorio. Eso es el jazz, m’hijo, y hace mucho bien a la salú. Y será la constante de este festival.
Ahí va Eric Alexander entre la gente con su latita de cerveza. Alto, rubio, trajeado y con inmaculados zapatos negros. Tiene aspecto de altanero y lo es. Sabe lo que toca, lo que vale. Es de los mejores saxofonistas tenores de la actualidad. Sube al escenario y ya está sonando con su presencia. Vale la pena seguir sus movimientos. Es de los que ejecutan el solo y después da vueltas por el escenario, se detiene detrás del pianista, le dice algo, se queja del sonido, hace señas, un guiño al baterista, habla con el trompetista Jeremy Pelt y siempre lo sigue la cámara de una fotógrafa que también está en el escenario. Es consciente de que está en su mira, posa para ella. Tremendo concierto. Al día siguiente vuelve con el rostro rojo como un tomate. Demasiado tiempo en la piscina del hotel sin protector solar, tal vez estuvo hablando con la fotógrafa, flirteando con ella, vaya uno a saber. La fotógrafa lo vuelve a seguir por el escenario. A pesar de la insolación el tipo la vuelve a romper. El último día lo vemos de nuevo en el escenario, donde también está la fotógrafa tomando fotos a la banda. Él parece ser siempre el elegido en las tomas, le tira sonrisas fugaces a ella, le habla mientras la música suena a tope. En cierto momento la fotógrafa hace un gesto con el brazo para alejarlo. En la jerga corriente: le echa flit. Entiéndase bien: este asunto no afecta para nada la maravillosa música, solo le da un toque romántico al asunto. Eso también es el jazz, m’hijo.
Allá va Paquito D’Rivera, el director musical del festival, el que estuvo en todas las ediciones desde la primera en enero de 1996. Toca con los Amigos del Sosiego, en dúo con el pianista Alon Yavnai, con su estupendo quinteto, con el músico que sea. Sube al escenario como si fuese un músico de la Cruz Roja y siempre es ovacionado. Labura todos los días desde el saxo alto, el clarinete y el soprano, presenta a los músicos, cuenta anécdotas: “Una vez estábamos en casa ensayando con el chelista chino Yo-Yo Ma, un hombre como ustedes saben vinculado a la música clásica, aunque yo creo que por su virtud para entender la música latina en realidad se llama Yo-Yo Martínez. Bueno, también estaba Alon Yavnai con nosotros. Entonces Yo-Yo Ma se acerca y me dice al oído: ‘Oye, qué buen pianista este chico’. Y le respondí: ‘¡Ni se te ocurra, yo lo vi primero!”.
A los 73 años siempre recuerda al gran John Birks, más conocido como Dizzy Gillespie. Fue su mentor y también el mentor de muchos músicos. Paquito tal vez ya no sople con el ímpetu de la juventud, pero los grandes músicos no necesitan hacerlo porque han alcanzado algo mucho más preciado: swing inamovible y sonido propio. Ya sea interpretando Libertango de Piazzolla, A Night in Tunisia de Gillespie o My Little Suede Shoes de Charlie Parker, Paquito es un genio. En el jazz se puede lograr swing con pocas notas y suavemente, como lo hace el pianista Tardo Hammer, o con muchas y con intensidad, como es el caso del argentino Hernán Jacinto, que venía al festival con pantalones cortos junto a su mamá y ahora demostró en el escenario que es un consumado pianista. Pero swing hay que tener, de lo contrario eso no es jazz, m’hijo.
Ya lo he dicho muchas veces: disfruto de este festival no solo en la primera fila. También desde las sillas más lejanas o haciendo la cola en la parrilla para comprar vino y choripán. Incluso en el baño, sí, en el baño químico desde donde escucho la polenta que tiene el trompetista Jeremy Pelt y balanceo mi cuerpo de veterano intentando no derramar.