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    Patear el tablero propio y evitar el principio del fin

    Sebastián Teysera cuenta parte de la historia de La Vela Puerca, que el sábado 2 tocará por primera vez (en solitario) en el Estadio Centenario

    Es una clásica casa montevideana, estilo italiano, en el barrio Palermo. Se abre la puerta de madera y la reja y aparece la sonrisa de Manolo, el histórico todoterreno que trabaja con La Vela Puerca desde sus inicios. En los pasillos y habitaciones se acumulan equipos, consolas, parlantes y cables. Kilómetros de cables enrollados. De una puerta aparece el Cebolla, una sonrisa mayor aún que la de Manolo, con su pelo largo, recogido hacia atrás, como siempre y que ahora se va encaneciendo. Se llama Sebastián Cebreiro, pero ese nombre es anecdótico. De la escalera que lleva al sótano aparece Sebastián Teysera, el Enano para la gran familia puerca. Mi semilla es aquella tierna balada cannábica. También es el nombre del estudio de grabación y sala de ensayo de la banda. Un sitio magnético, donde a cada golpe de vista aparece algo atractivo: los ladrillos en relieve de un lado y las maderas irregulares del otro para facilitar la absorción del sonido, el pequeño espacio que arma cada músico sobre las alfombras, con atriles, pedaleras, guitarras, bajos, instrumentos de viento, teclados, un piano vertical y otra maraña de cables. Pegada con cinta en paredes y piso, la larga lista de canciones (que no sería sensato revelar) que La Vela tocará el sábado 2 en el Estadio Centenario, frente a la Olímpica.

    Durante la sesión de fotos Teysera comparte apenas una ínfima porción de un anecdotario infinito. Desde la historia del nombre de la banda, apelativo del dueño de un restaurante a uno de los miembros del grupo por su habitual colgadera cannábica (“¡vos sí que sos vela puerca, eh!”), a cómo un pesado cilindro de hierro pasó de ser el disco de freno del Fiat Panda de Teysera a la base de la jirafa de su micrófono: “Se me salió en el repecho de Coimbra, ¡clank! Casi me mato (ríe)”. “Mejor hablamos más tranqui acá en el bar de la esquina, hay mesas en la vereda”. Allá vamos.

    —¿Tenés presente tu primer recuerdo musical?

    —De chico pasaba mucho tiempo en lo de mis abuelos, con mis primos. Cuando me despertaba estaba la radio prendida. Tengo ese recuerdo: rayos de luz que se cuelan por la persiana entrecerrada, el polvito suspendido en el aire y escuchar, aún en la cama, medio somnoliento, Aquí está su disco, clásicos del melódico internacional o de música tropical, aquel “sí, ¿para pedirte un tema?”. Tengo clara la sensación de niño de concentrarme en la música. Esa música que, te guste hoy o no, corre por tus venas. Y en mi casa mis viejos escuchaban mucha música en vinilo, Zitarrosa, Los Olimareños. Vengo de una familia de músicos de academia. Aunque no se dedicaron, mi bisabuelo, mi abuelo, mi padre y mi hermano chico, todos fueron a conservatorio. Mi viejo y mi tía estudiaron 15 años de piano en el conservatorio Kolischer. En casa estaba lleno de instrumentos, guitarras, tambores, cuatros, acordeones... ¡y me dediqué a destruirlos! El único que no se formó como músico fui yo y soy el único que vive de la música (ríe). Cada tanto, cuando afino mi piano, le mando afinar el piano a mi viejo.

    —Comenzaste tocando la batería e incluso la tocaste en shows de La Vela, como uno a beneficio de Claudio Taddei. ¿Cómo surgió lo de la bata?

    —La bata vino por Manolo, mi amigo de siempre, que es parte de La Vela. Él me enseñó. Me gusta tocar la guitarra y el piano, que es el instrumento más completo, pero si tuviera que decir en dónde me puedo considerar un instrumentista, es en la batería. Pero hay que dedicarle mucho tiempo y yo... no tengo la paciencia ni el tesón para ser un buen instrumentista de nada. Toco de todo pero no toco nada. Por eso me dedico a componer canciones. Todo me sirve para componer. Y soy el cantante casi sin querer, porque un día faltó el vocalista de Tranvía 35, la banda en la que tocaba la bata, y me pusieron a cantar a mí. Era un toque en la casona de Pereira, una casa vacía donde se hacían fiestas muy salvajes. Estaba por empezar a cantar y veo que un flaco se quería afanar el micrófono. Le salté encima y le dije: “¡Pará, dejame cantar y después vemos si te lo robás!”.

    —Igual vos le sumás la composición y el carisma en el escenario...

    —Sí, la actitud la tenemos (ríe). Con el Cebolla siempre decimos que no somos cantantes, somos cantores. Contamos cosas cantando. Cantante es Pavarotti. Y lo más importante, cuando sos cantor, es la credibilidad en la interpretación. La honestidad al pararte ahí arriba de decir: soy esto. Eso es lo que la gente recibe y celebra. No tenés por qué cantar bien.

    —Hay cantores que educan su voz y se transforman en cantantes, como Emiliano Brancciari...

    —Pah... yo la deseduqué (ríe). Jamás fui a una clase de canto. Le doy mi voz a lo que la canción me pide. A veces me joden porque en algún concierto de 35 temas me quedo sin voz al final del concierto. ¡Menos mal! Quiere decir que lo di todo. Si cantás 35 temas y bajás con la voz impecable... mmmmm... no te creo (ríe). Esa es mi postura.

    A ustedes los marcó fuerte el punk español de los 80. ¿Algún disco en especial?

    —Revolución, de La Polla Records. Lo tenía en vinilo. Me voló la cabeza. Nunca había escuchado punk en castellano, la tapa con el dibujo ese con gente dada vuelta, uno vomitando. Tiene grandes canciones como No hay jabalíes en Urbasa, Chica Ye-Ye. Era una chica muy ye ye, que se masturba con el pie (ríe). Esperaba que se fueran mis viejos y cuando quedaba solo lo ponía al mango. Lo gasté tanto que le rompí la púa al tocadiscos.

    —Después te hiciste muy amigo de varios rockeros españoles...

    —Sí, con Fernando Madina, de Reincidentes, somos muy amigos. También con el Drogas, de Barrikada, con Cuchi de Marea. La primera época de La Vela tenía mucho de aquel rock español, también de Mano Negra. Había mucha rabia en ese rock, después de 40 años de dictadura franquista tenían mucha bronca para sacar. Y durante años tocamos en vivo nuestra versión de Radio Crimen, de La Polla. Una vuelta, en un toque con Bersuit Vergarabat en el Teatro de Verano, el Pelado Cordera la escuchó y se lo contó a Santaolalla. Ahí nos conoció y empezó el camino que después nos llevó a grabar con él como productor.

    —Otro momento clave, el primer toque, un 24 de diciembre de 1995 en la vereda del bar El Tigre...

    —Preparamos ese concierto durante un par de meses pero no teníamos ni idea si seguiríamos o no, ni qué pasaría después. Hasta ahí llegábamos. Mi amigo Marcelo Cross (rockero de culto de aquel tiempo, con su banda Cross) lo grabó en un casete y de ahí salieron las tres canciones completas que mandamos al concurso de Control remoto (el programa musical de Alfonso Carbone en Canal 10) que ganamos. Otro golpe de suerte fue que Mauri Tedeschi lo grabara en video (está subido a YouTube). No conozco una banda de aquella época que tenga su primer concierto filmado entero. Un iluminado. Después de ese toque me fui seis meses de mochilero a Europa y me desconecté de todo. Al volver me entero que estábamos entre los finalistas. ¡Ni me acordaba! (ríe)

    Ganaron el concurso y el premio era grabar el disco...

    —Claro, ahí fue que nos juntamos y dijimos: “Bueno, ya nunca más va a ser lo mismo esto. Asumámoslo”. Hasta ahí éramos una banda de amigos que nos juntábamos a aporrear instrumentos en un garaje para divertirnos. Pero sacar un disco es otra cosa, porque si pasa algo con el disco el grupo tiene que decidir si te vas a poner a la altura de la situación y asumir la responsabilidad del compromiso. Y si no pasa nada con el disco, seguís en el garaje asumiendo frustración. Lo grabamos y pegamos.

    —¿Mano Negra, Los Cadillacs y Abuela Coca fueron los principales referentes para ese ska-rock inicial?

    —Había visto en VHS el toque de Mano Negra en AFE y pude entender cómo se podían unir el punk y la fiesta. Pero el flash fue sobre todo Abuela Coca. Cuando los vi por primera vez, en el Atenas, fue muy fuerte ver a la gente flotando, disfrutando en un concierto en Uruguay. La gente no disfrutaba en los conciertos. Paaaaah, fue increíble. Los Cadillacs no tanto. Cuando nació La Vela yo escuchaba Blue Öyster Cult, Led Zeppelin, Deep Purple y Rush. Nada que ver. Pero no podíamos tocar Zeppelin. Y ninguno de la banda escuchaba ska. Conocíamos Madness, Skatalites, pero no era nuestra idiosincrasia el ska. Escuchábamos Beatles, Stones y reggae, y si lo acelerábamos un poco quedaba medio ska.

    —¿Y se dieron cuenta de que el ska armaba la fiesta?

    —Exacto, y era algo que descaradamente podíamos tocar.

    —¿Después de años de oscuridad puede que la sociedad también quería festejar más y ustedes justo venían con ese plan?

    —Ah, yo creo que sí. Teníamos ganas de pasarla bien y de que todos disfrutáramos. Nosotros y la gente. Y eso no quiere decir ser superficiales. De ahí lo de festejar para sobrevivir (nombre que después usaron como título de un disco en vivo). No porque estés bailando y gozando tiene que ser algo banal. Puede ser profundo e intelectual y festivo, para arriba. ¡Y basta! Ese disco fue profesor de muchas cosas para nosotros. Nos puso en situación de tomar el toro por las guampas y responder al desafío. Teníamos que aprender a tocar bien la guitarra, el bajo, los caños. Nos pusimos a ensayar con horarios. Fue una transición entre la amistad pura y un vínculo de compañeros de trabajo, donde empezaron a pesar cosas como las llegadas tarde o quién se lo toma más en serio. Fue el momento más frágil a nivel humano, y era lógico. Yo laburaba con mi viejo corriendo seguros... pero nunca alcancé ninguno (ríe). Unos cuantos en una compañía de créditos. Todos trabajábamos en cosas que no nos gustaban y queríamos vivir de la música. Después que nos acomodamos todo fluyó.

    —¿Qué aprendieron con Claudio Taddei, el productor de Deskarado ?

    —Andrés Sanabria nos aconsejó que trabajáramos con un productor, pero no teníamos ni idea de lo que hacía un productor. Pobre Claudio, le sacamos canas verdes. Lo primero que hizo fue escuchar los demos de los 13 temas. Y nos dijo: “Me encanta, superfresco, está buenísimo. Ahora, ¿por qué cada canción tiene dos solos de guitarra?”. Nos miramos: “Y... porque tenemos dos guitarristas”. Y respondió: “Ok, son 13 temas, 26 solos de viola en un disco de 32 minutos, ¿No será mucho?”. Eso es un productor artístico.

    —También tuvieron que estar a la altura cuando los fichó Santaolalla para su sello Surco y pasaron a estar en el mapa del rock latinoamericano. ¿Empezaste a sentir la presión de componer?

    —Fue todo muy rápido. Deskarado salió en marzo del 98, firmamos con él en marzo del 99 y volamos a grabar a Los Ángeles. Sentí esa presión, pero Gustavo me dijo una cosa fundamental que me liberó: que como compositor iba a hacer canciones horribles, más o menos y buenas. Que hiciera canciones sin buscar la perfecta, porque nunca sabés cuál es la buena, y porque nadie hace una canción buena si antes no hace una canción de mierda. Para cada uno de esos discos (De bichos y flores y A contraluz) hice 40 canciones y quedaban 12. Y no me frustraba saber que un montón eran feas.

    —Después vinieron los mil teatros de verano, los Velódromos, el ritual de los Sporting en Navidad, el camino lento y bien planificado para llegar a ser una de las bandas más populares en Argentina, y abrir esa puerta a otras...

    —Argentina siempre significó para nosotros la utopía de vivir de una banda de rock. Había que intentarlo. Y empezamos a ir seguido. El Fonam nos dio una buena mano. Y dormíamos arriba de los escenarios y en el piso de la Cacciola. Después fue Salón Pueyrredón, Marquee, Cátulo Castillo, Cemento, Obras, Luna Park, los estadios de Ferro y Atlanta, y después a todo el país. Es cierto que son el mejor público del mundo. El problema es que si vas a otros países después de Argentina la pasás mal porque en ningún lugar volvés a tener ese fervor.

    —Después vienen unos años, a partir de El impulso , un disco más rockero y algo más oscuro, en el que bajan un par de cambios, bajan el ska, bajan la fiesta, y mantienen la popularidad y bajan la ansiedad por seguir creciendo. ¿Fue adrede?

    —A contraluz ya tenía algo de esa transición. Ya sentíamos la necesidad de patear nuestro propio tablero. Ver cuál era la real relación que teníamos con la música. Seguir repitiendo la fórmula era el principio del fin. Lo pateamos, coqueteando con el suicidio artístico. Dejamos tranquilo al ska. Escribía mis inquietudes a través de personajes, le sacaba el culo a la jeringa, y empecé a hacerme cargo y escribirlas en primera persona, que es como desnudarte un poquito. Y ahí se te amplía el espectro lírico. Y pensás menos en la cruel batalla de la hoja en blanco.

    —¿Has perdido mucho con ella?

    —Es una guerra en la que no gana ni pierde nadie. Siempre es un empate. Ganás en un verso y perdés en el siguiente. Ganás en una estrofa y perdés en la otra. Borrás y volvés a empezar. Si me tranco me muevo, me voy 20 días para algún lado tranquilo a destrancarme.

    —Vivir en el campo te ayuda...

    —Para nada, no puedo escribir en mi casa. Siempre hay algo para hacer. Uy, tengo que pintar aquello, mirá el pasto qué largo que está ¡la puta que lo parió! (ríe). Me voy a la playa, donde no tenga más nada que hacer que escribir.

    —Hace unos años, en una nota, decías que te encantaba manejar solo de Montevideo al Cerro del Burro (Playa Hermosa), donde vivís. Que era un momento de relajación, de introspección, en el que te concentrabas en la música. ¿Lo seguís disfrutando?

    —Sí, especialmente en la época de los demos, cuando estás empezando a construir las canciones, me concentra mucho escuchar una y otra vez las tomas. Voy viendo qué se puede poner, sacar, mejorar, acá mejor tocar esto en vez de esto otro. En el auto, manejando en modo automático, se me ocurren ideas que muchas veces quedan en el disco.

    Ahora llega el primer Centenario en solitario. ¿Qué los mantiene unidos?

    —Valorar lo que tenemos, y cómo lo conseguimos. Viajar para atrás para entender cómo llegamos hasta acá. Estar constantemente evitando el principio del fin. Sacar un disco cada dos años porque el mercado lo demanda, principio del fin. Repetir fórmulas de éxito, principio del fin. Tocar el ritmo de moda porque a la gente le gusta, principio del fin. Llevar las canciones a ámbitos como casamientos o fiestas de 15, en el que no las podamos defender porque no nos sentimos cómodos, principio del fin. Actuar solo por dinero, principio del fin. Y ojo con volver a pegar fuerte a esta edad (ríe). ¡Hay que bancar eso después, dejame tranquilo!

    —Vas a cumplir 50. El cuerpo pasa facturas. ¿Alguna vez llegaste al límite?

    —No, por suerte no. Siempre supe parar a tiempo, desde todo punto de vista. Porque no saber parar es otro principio del fin. Por eso desde hace mucho tiempo hacemos una bajada más tranqui en la mitad del show. El descanso del guerrero. Cuando en las giras te dicen que subís en cinco minutos y vos pensás: ojalá fueran diez, alarma, es el momento de parar.

    —Principio del fin...

    —Claro, y parar lleva un tiempo, porque esta es una máquina grande. Y ahí acordamos: “gurises, ahora no, pero el año que viene nos tomamos cinco o seis mes”. Sabemos que esto no va a durar toda la vida, en algún momento se va a acabar.

    —¿Tenés planeado un proyecto solista?

    —Me gustaría hacer un disco solista con algunas canciones que me van quedando que no cuadran en la banda. No para tocar sino para disfrutar de la composición y de grabar en ese plan. Pero un proyecto armado, con gira y todo no. Algunas de esas canciones están en Wild Gurí, un proyecto alternativo con amigos de otras bandas.

    —No has tenido hijos. ¿Te gustaría?

    —Sí. Siempre estuvieron las ganas. No se ha dado. Cero estrés. Puede que se dé. Si vienen, bienvenidos, serán tratados maravillosamente. Lo que tengo claro es que si tengo un hijo, tengo muchas buenas historias para contarle.

    Vida Cultural
    2022-03-24T01:07:00