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Volvió con lo mejor, un cine hecho desde las entrañas. Cuando la inteligencia no es capaz de sorprender, cuando sentís que el tiempo en el que estás viviendo ya no es tu tiempo, las entrañas se transforman en un grito, en un llamado de atención y, por lo general, si estamos hablando de creación, en algo profundamente auténtico.
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Y para que pudiera dar forma a algo auténtico, Pedro Almodóvar eligió al personaje Salvador Mallo, un director de cine que ya ha pasado su buen momento, que no tiene ganas de escribir, ni filmar, ni salir a la calle, que vive de recuerdos y de aquella movida madrileña de los años 80 en la que él fue uno de sus artífices culturales.
Salvador vive solo y encerrado en su gran apartamento de la calle Pintor Rosales, como dicen los españoles, una zona pija, de embajadas, donde está la gente con muchas pelas. Pero a raíz de una propuesta de la Filmoteca, una de sus principales películas, Sabor, que fue restaurada, se volverá a presentar en público (el afiche es una boca con una frutilla, más Almodóvar no se puede pedir). Y si es posible, con la presencia del director y un debate posterior. Salvador dice que le ha costado reconciliarse con esta obra rodada 30 años atrás, en gran medida debido a que el principal actor (Asier Etxeandia), un yonqui que vive en El Escorial, no había dado con el papel.
Salvador tiene problemas de columna, dolores de cabeza, zumbido en los oídos. Una acertada secuencia de anatomía universitaria da cuenta de esto. Ha pasado los 60 (Almodóvar va por los 70), toma una tortilla de medicamentos y su existencia aparece suspendida, como si eso fuese posible, en el fondo de una piscina, un útero adormecedor y blindado en el cual se refugia. Se nutre de sus recuerdos de infancia, de sus primeras pasiones y gran amor (Leonardo Sbaraglia) y también de la muy próxima figura de su madre (interpretada de joven por Penélope Cruz).
Salvador, como Almodóvar, no oculta su homosexualidad ni sus adicciones. Alguna vez lo declaró el propio Almodóvar, elogiando los melodramas de Fassbinder: “Comparto con él su amor por los hombres y la cocaína”.
Fellini había depositado su alter ego en Mastroianni para filmar su película más personal, Fellini 8 ½. Más allá de la distancia entre ambos realizadores, el cineasta italiano hacía desfilar su mundo alucinado y poético ante los ojos de Mastroianni, que era casi un espectador, mientras que Almodóvar centra la acción y todo el peso de la película en su personaje.
Dolor y gloria (España, 2019, 113 minutos) tiene las características básicas del cine del manchego, oscarizado al mejor guion original gracias a Hable con ella. Los colores chirriantes del apartamento de Salvador, con rojos intensos en los muebles y en las pinturas; el gusto por el melodrama, aunque asordinado en este caso, melodrama al fin; el empuje de esas mujeres tan particulares en su filmografía, que cantan, trabajan, ríen, rezan y también sufren y lloran; la necesidad de reconstruir el momento del deseo iniciático, ese que determina tu identificación sexual; la predilección por filmar en interiores y casi prescindir de los exteriores (son muy pocos los planos generales). Y a eso hay que sumarle una sabiduría y un ajuste mayor que el de sus últimas películas, olvidables como Julieta o Los abrazos rotos, artificiales como La piel que habito o directamente insufribles como Los amantes pasajeros. Y un final emocionante, que vuelve a echar luz a todo lo que vimos antes.
Este nuevo Almodóvar, más autobiográfico, al menos más cercano a sí mismo, no es un drama ni una comedia. No hay intencionalidad para buscar el humor (está allí, espontáneo, con el toque justo), ni sobrecarga en el costado dramático, que son vicios comunes. Dolor y gloria (el título es bastante pedorro) está en el sitio de las proporciones apolíneas, como Carne trémula, tal vez el mejor Almodóvar de toda su carrera.
El niño que fue este cineasta, embelesado con los cromos de las estrellas de cine. El niño que se hizo a sí mismo en un ambiente modesto, rural. El niño que enseñó a leer a un albañil, que también despertó su deseo sexual en una escena estremecedora. Ese niño, muy bien interpretado por Asier Flores, se extiende a la presencia de Banderas y le posibilita un trabajo monumental, de una finísima naturalidad que potencia sus silencios y los hace tan significativos como sus parlamentos. Hay que verlo bajar de un taxi lentamente, cuadro a cuadro, debido a sus crónicos dolores de espalda. Banderas fue reconocido en Cannes 2019 como mejor actor. El festival también distinguió la música de Dolor y gloria con un premio para Alberto Iglesias como mejor compositor.
“Es difícil interpretar a una figura real”, dijo Banderas. “Más difícil es hacerlo si esa figura está viva”, agregó. Y redobló la apuesta: “Y todavía peor si esa figura, además de estar viva, te da indicaciones”.