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    Planes para Venezuela pos-Maduro

    En la novela de Ernest Hemingway El Sol también se levanta, de 1926, a un personaje se le pregunta cómo cayó en la bancarrota. “De dos formas”, replica. “Primero gradual y luego repentinamente”.

    Esta es una buena descripción del colapso de la economía venezolana. El régimen del presidente Hugo Chávez gastó mucho más allá de sus medios, precisamente cuando el precio del petróleo iba en descenso y los ingresos fiscales se estancaban, para luego comenzar a decaer, como consecuencia de la contracción económica. De manera que Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, se endeudaron todo lo que pudieron, hasta que en 2013 los prestamistas privados dejaron de prestar.

    En los últimos dos años, el declive ha adquirido una velocidad vertiginosa. Ahora, cuando la imprenta es la única herramienta de financiamiento disponible, el Fondo Monetario Internacional anticipa que la inflación llegará a 1.000.000% en 2018; la contracción del PBI eclipsa las de la Gran Depresión, la Guerra Civil española, y la reciente crisis griega; el 87% de los venezolanos viven en la pobreza, y varios millones han abandonado su país.

    “Primero gradual y luego repentinamente” también puede describir el eventual término del régimen. Si bien nadie en Venezuela o en el exterior puede tener certeza sobre el modo en que Maduro dejará el poder, cada vez parece más claro que sí lo va a dejar.

    La incertidumbre acerca de lo que pasaría el día siguiente es una de las razones por las cuales Maduro se ha mantenido en el poder. No se puede responsabilizar a los atemorizados ciudadanos de clase media que creen el dicho favorito de reyes y dictadores: après moi, le deluge. Sin embargo, está comenzando a surgir una visión de lo que sería Venezuela pos-Maduro, y ello debería acelerar la desaparición del régimen.

    Por sobre todo, la Venezuela pos-Maduro debería ser democrática. Lo que empezó como un régimen populista, aunque elegido democráticamente, en los últimos años ha degenerado en un autoritarismo clásico. Las instituciones venezolanas, desde el Tribunal Supremo de Justicia hasta el Consejo Nacional Electoral y el Banco Central, han dejado de tener autonomía. La Asamblea Nacional (el Parlamento unicameral), en la que la oposición tiene una mayoría de dos tercios, ha sido despojada de la mayor parte de sus atribuciones. Las elecciones presidenciales que se realizaron en mayo, que ratificaron a Maduro, fueron una farsa, como lo afirmaron sin ambages un gran número de democracias a través del mundo.

    Mucho tendrá que cambiar en los ámbitos político y económico para garantizar la libertad de los venezolanos. No hace falta tener un título de la Universidad de Chicago ni seguir las huellas de Adam Smith para darse cuenta de que el colapso de la producción en Venezuela obedece en gran parte a la intromisión cada vez mayor por parte del Estado, la que ha hecho prácticamente imposible producir. Maduro parece empeñado en poner en práctica su propia versión de la máxima de Ronald Reagan: si se mueve, ponle un impuesto; si se sigue moviendo, regúlala; y si deja de moverse, nacionalízala. Hoy día, el gobierno posee 457 empresas, muchas de ellas poco más que cascarones vacíos. La joya de la corona del Estado venezolano, la gigantesca petrolífera Pdvsa­, produce un tercio de lo que producía en 1998, cuando fue elegido Hugo Chávez, el antecesor de Maduro.

    Restituir los derechos de propiedad y reformar esta red de controles y regulaciones será una tarea jurídica y política colosal, más parecida a las transiciones que ocurrieron en Europa Oriental y en la ex Unión Soviética que a los episodios previos de estabilización y reforma en América Latina. No obstante, una de las lecciones de las reformas promercado de la región en los años 1980 y 1990 parece relevante: la privatización debe ir acompañada de competencia genuina. De no ser así, el resultado podría ser un estancamiento económico (los monopolios pueden obtener altas ganancias sin innovar) y una violenta reacción política (los votantes que están conscientes de esto se alteran notable y rápidamente).

    Asimismo, es preciso evitar el capitalismo de compadres de muchas economías poscomunistas. Cuando los administradores a quienes se encarga la restitución de bienes a sus dueños originales terminan por ser los dueños de esos bienes, el cambio meramente reemplaza una elite corrupta por otra, en lugar de devolver poder a los ciudadanos.

    Otra prioridad para los líderes de la Venezuela pos-Maduro será asegurarse de que el Estado haga lo que se supone debe hacer. El Estado venezolano tiene cerca de tres millones de empleados y, según un cálculo, más de 4.200 instituciones. Sin embargo, fracasa rotundamente a la hora de cumplir sus tareas más básicas, entre ellas, proporcionar educación, salud y seguridad.

    Tomemos la salud: las clínicas y hospitales públicos se están derrumbando y carecen de medicamentos (cuyas importaciones apenas llegan a un tercio del nivel de 2012). Los resultados de una encuesta dicen que el 79% de las instalaciones ni siquiera tiene agua corriente. Estas precarias condiciones se han traducido en la reaparición de enfermedades latentes desde hace mucho tiempo, como malaria, difteria, sarampión y tuberculosis.

    O consideremos la seguridad, que ha colapsado de tal forma que Venezuela se encuentra al borde de ser un Estado fallido. Abundan amplias zonas tan alejadas de la ley que ni siquiera las fuerzas policiales y, en algunos casos, el Ejército, se atreven a entrar en ellas. En los grandes centros urbanos, la tasa de asesinatos se ha elevado de tal manera que ha colocado a Venezuela dentro de los primeros lugares de los rankings mundiales de homicidios por debajo solamente de El Salvador y Honduras, y muy por encima de Brasil, Colombia y México.

    Un plan

    Venezuela va a necesitar un Estado más reducido pero mucho más fuerte, enfocado en aquellos ámbitos en que la acción gubernamental es irreemplazable. ¿Cómo financiar la reforma de gran alcance que será necesaria? Y, ¿cómo financiar la indispensable recuperación económica?

    El país se encuentra enormemente endeudado (la proporción entre la deuda pública externa y las exportaciones es la más alta entre todos los países para los cuales tiene datos el Banco Mundial) y ha agotado sus divisas. En consecuencia, el total de importaciones per cápita llega al 15% del nivel de 2012, lo que acarrea una escasez no solo de alimentos y medicinas, sino también de los repuestos necesarios para volver a poner en marcha los camiones y la maquinaria del país.

    Un plan que permita a Venezuela importar y funcionar nuevamente como una economía normal ha de tener por lo menos tres componentes. Primero, la comunidad internacional debe reconocer sin demora que se necesita una sustancial reducción de la deuda, en lugar de dilatar la solución del problema por años, como lo hizo con Grecia. Segundo, se necesitará un programa del Fondo Monetario Internacional con préstamos para financiar la balanza de pagos, de cuantía no muy diferente de los que acaba de obtener Argentina. Y, tercero, será necesario un componente de donación, que los expertos venezolanos estiman en US$ 20.000 millones, para cubrir las necesidades humanitarias de emergencia y para evitar el error de Argentina de permitir que la deuda externa se acumulara demasiado rápidamente justo después de una reducción de la deuda.

    El gobierno de Venezuela ha emprendido una guerra contra su propio pueblo. Lo menos que puede hacer la comunidad internacional es ponerse, con generosidad, del lado de las víctimas. Al hacerlo ayudaría a evitar que Venezuela se transforme en un Estado fallido, y de este modo minimizaría el impacto sobre la estabilidad regional y global de la crisis humanitaria del país y de las masivas salidas de refugiados —por no hablar del creciente tráfico de drogas y lavado de dinero.

    La transición de Venezuela a la democracia y a la economía de mercado estará llena de peligros y dificultades, y exigirá mucho sacrificio. Los líderes de la nueva Venezuela deberían reconocer esto y hacerse eco de Winston Churchill cuando prometió “...esfuerzo, sudor y lágrimas”. Ese esfuerzo compartido engendrará un futuro nuevo y mejor. Más temprano que tarde, el Sol también se levantará para todos los venezolanos.

    (*) Andrés Velasco fue ministro de Hacienda de Chile durante el primer gobierno de la presidenta socialista Michelle Bachelet y es Professor of Pro­fessional Practice in International Development en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de Columbia University, Estados Unidos

    © Project Syndicate, 2018. (Especial para Búsqueda)