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    Plata o plomo

    Narcos, la serie de Netflix sobre la vida de Pablo Escobar

    Un día escapaba con su sicario más cercano. La Policía lo tenía casi cercado. Era el delincuente más buscado de Colombia y uno de los criminales más poderosos y sangrientos del mundo. Ocupaba el séptimo lugar en la lista de más ricos de la revista Forbes. Su grupo facturaba miles de millones de dólares por año. Ese día, las idas y vueltas de su monumental peripecia delictiva lo llevó a una encerrona. A muerte. Si lo agarraban, estaba frito. El “Popeye” contó la anécdota en la cárcel, donde estuvo 23 años por cientos de asesinatos encargados por “El Patrón”, el gran líder del Cártel de Medellín en los años 80 y principios de los 90. Andaba por el monte con radio portátil y auricular. El calor arrasaba y las balas se escuchaban cerca. Y le dijo a Popeye en un momento del sudado escape: “Pope, gol de Colombia, Pope”. Y se puso a festejar. Así de fanático y temerario era el increíble, carismático y tremendo delincuente Pablo Escobar Gaviria (Antioquia 1949-Medellín 1993).

    Ficción o realidad, no importa. Como esta hay muchas, una línea muy delgada que se estableció desde su muerte en el imaginario colombiano. La anécdota no está en Narcos, la serie de 10 capítulos sobre su vida estrenada y distribuida por Netflix en agosto pasado, con tanto éxito que ya se graba la segunda temporada. Es que por ahora, la parte futbolera de Escobar queda en el debe. Lo demás, está todo. O casi, porque no hay película o documental que aguante la tumultuosa y novelesca vida y muerte del mayor narcotraficante del siglo XX. La historia está muy bien narrada. El actor principal es Wagner Manicoba Moura (Bahía, 39), brasileño, bastante parecido al original. Enorme actor con antecedentes en la película Tropa de elite, del mismo director de Narcos (José Padilha), además cantante y periodista. Tan buen actor que uno no puede creer que en un rostro se junte tan sutilmente la razón y el odio desenfrenado, el afecto y la violencia, la inmoralidad absoluta con la actitud humanitaria o el amor hacia algunos, muy pocos, seres humanos. Da todo: el Escobar más joven y emprendedor, el maduro, el sórdido, el ricachón, el libertino, el de gustos excéntricos, el padre de familia, el capo de una banda casi inmanejable de asesinos y psicópatas. El que se fuma un porrito ante los atardeceres maravillosos de Colombia y sueña junto a su inseparable primo un futuro de grandezas para él y su país. Porque además era patriota. Facturaba tanta plata que era imposible lavarla y gastarla. Se le ocurrió enterrarla por toda Colombia; hasta allí llegó la historia y la locura. Es creíble y hasta simpático y, por qué no, querible. Por momentos. Eso es lo bueno.

    La serie no miente ni hace trampas. Lo que fue, es. El mismo Escobar, un psicópata de aquellos. El que mató miles y miles de colombianos. El que destripó gente. El que quiso ser diputado, pagó para serlo, llegó y fue expulsado del Parlamento. El desclasado, el que sintió el golpe y en represalia mató al juez de turno y a los que siguieron y a políticos y figuras de la alta sociedad colombiana. El que se acostaba con una periodista famosa. A los pobres los defendía y reclutaba como sicarios. Les hizo un barrio entero en Medellín. Se llamó “Medellín sin tugurios” pero todos lo conocen como “el barrio de Pablo Escobar”. Hizo más de 50 canchas de fútbol en lugares donde había baldíos inmundos. Construyó escuelas. Y una cárcel, donde negoció su rendición durante un tiempo. Inédito. Se llamó La Catedral. Dentro, lujos de todo tipo, juegos, chicas cuando quisieran, bebidas y comida de primer nivel. Fuera, un cerco vigilado por sus propios hombres, disfrazados de militares. Un poco más allá, una casa entre las montañas donde estaba su familia y él podía mirarla con binoculares. La excusa fue que en una cárcel común lo podían matar.

    Todo está en la serie. Atentados, acuerdos y desa­cuerdos con los gobiernos de turno, la formación del grupo Los Extraditables para evitar ser enviados a Estados Unidos. Aunque los buenos son dos yanquis de la agencia antinarcóticos de Estados Unidos, la serie está centrada en este asesino, complejo, mostrado al desnudo. Por momentos, Escobar fue el dueño de Colombia, al punto que ofreció pagar la mitad de la deuda externa si se le permitía volver al país. Estaba en Panamá con toda la dirección del cártel porque la cosa se había puesto complicada. Al amparo del inefable dictador Manuel Antonio Noriega, los narcos vivían en el derroche, el ocio y el lujo más extremo. Dirigían desde allí el tránsito de droga hacia el mundo. Pero Escobar quería volver a Colombia. Extrañaba, era su lugar, su mundo, su vida. “Más vale muerto en Colombia que preso en Estados Unidos”, era el lema de Los Extraditables.

    Había estudiado Economía. Su madre era maestra y su padre campesino. Tenía olfato para los negocios desde que iba al colegio y vendía exámenes a los compañeros. Un psicópata con dedicación a algunos valores trascendentes, sobre todo religiosos, solidario con los más pobres, con el pueblo desposeído de su país, que le temía y a veces lo idolatraba. La combinación más perfecta entre Dios y el Diablo. Todo esto está en Narcos, en la tierra del sol, de la violencia, de la selva, de la cocaína, de las mujeres, de la música y del fútbol.

    De fútbol hay algunas escenas. Se muestra, por ejemplo, una represalia del capo a otros narcos. Esperó un partido de barrio donde se juntaban varios delincuentes. Esperó a que empezara el partido, once contra once y pelota al medio. Antes del primer gol y la primera moña, caen los sicarios de Escobar con ametralladoras y limpian a diestra y siniestra. Veinte de un saque, algunos se escapan. Todavía no aparecen aquellas anécdotas mediáticas que ocuparon páginas de diarios y espacios televisivos con un Escobar siguiendo a su amado Atlético de Medellín, cuadro campeón de la Libertadores y del que se cuentan compras y ventas de jugadores, jueces, cuadros enteros. Historias de amenazas como la que denunció el juez uruguayo Daniel Cardellino en un partido internacional del Atlético. Le ofrecieron 20.000 dólares o plomo. “Plata o plomo”, era la frase preferida de Escobar.

    O las excentricidades de su famosa Hacienda Nápoles, donde su mujer (La Tata) organizaba fiestas temáticas o llevaba al Chavo del Ocho para festejar el cumpleaños de su hijo, Juan Pablo Escobar, el mismo que con otro nombre (Sebastián Mallorquín) vive en Argentina y vende remeras con la cara de su padre impresa, escribe libros, hace documentales y pide perdón a las víctimas. Aparece en la serie, es un gordito bonachón que en un momento le dice al viejo patriarca que quiere ocuparse de sus negocios. Ese hijo que a los trece años tenía un montón de motos de altísima velocidad y vivía en un apartamento para él solo con espejo en el techo. En la Hacienda Nápoles había varios lagos, casi dos mil empleados, tres zoológicos con animales africanos y autos de todo tipo y color. Escobar organizaba partidos de fútbol. Pero no entre solteros y casados. Entre sus jugadores preferidos de la selección colombiana y otros, como los argentinos, muy preciados por él. Primeras figuras que Escobar invitaba y pagaba. En la tribuna, apostaba con Gonzalo Rodríguez Gacha (“El Mexicano”), su rival del Millonarios de Colombia, segundo jefe del cártel, famoso por arreglar todo a los tiros, fanático de la cultura azteca y los misiles. Escobar daba premios por goles vistosos, de buena factura. Historias cinematográficas que seguramente integren la segunda temporada, ya en proceso. Y la tercera y la cuarta.

    La serie optó por algunas escenas reconocibles y otras no tan obvias, menos increíbles y fascinantes, pero igual de efectivas. Esas pequeñas escenas que hacen a la gran historia. Hay una en La Catedral, cuando al capo le llenan la cabeza con una supuesta traición de dos hombres cercanos, compadres, criados juntos y a los que les encargó la operativa del negocio. Todavía no mostró furia ni rencor ni dio ninguna orden contra sus supuestos amigos traidores. Un jugador lo empuja y lo tira al suelo. Lo humilla sin querer, en el típico fragor de un juego intrascendente. Se hace un silencio. Todos lo miran y temen por su vida. El capo está por estallar. Saben por el momento que pasa. Algunos increpan al agresor. Estarían dispuestos a matarlo allí mismo si el jefe se los manda. Escobar está en el suelo. Lo mira con odio, pero contenido, dominado, con la frialdad del asesino. El agresor le pide disculpas y lo ayuda a levantarse. Escobar lo perdona. Escena siguiente: mata a palazos a uno de los traidores. Allí mismo, bajo el sol ardiente de La Catedral, la sangre le salpica la cara, le enchastra la ropa. De las pocas escenas con personaje desatado, el propio rostro de la maldad. No importan las opciones, lo que todavía no se dijo o lo que nunca se dirá. En Narcos hay muchísimo para apreciar y aplaudir y una historia tan increíble como sórdida y espeluznante. En el límite justo, equilibrada, entretenida, seria, bien filmada. Y claro, lo mejor (y lo peor) es que pasó de verdad. Y no hace tanto.

    Narcos, 2015. Serie sobre la vida de Pablo Escobar. En Netflix o Cuevana (gratis). Dirigida por José Padilha. Con Wagner Moura y Boyd Holbrook.