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    Poeta de la línea 23

    Paterson, de Jim Jarmusch, en la Muestra de Cine Radical

    Todos los días laborables tiene la misma rutina: camina tranquilamente hasta su trabajo con la vianda, disfrutando del paisaje circundante aunque este sea solo de calles comunes, edificios anodinos, plazas y parques como los que podría haber en cualquier pequeña ciudad. Este hombre que se llama Paterson, de la ciudad Paterson, en Nueva Jersey, sube al ómnibus, se sienta en el asiento del conductor y se prepara para el viaje, al mismo tiempo que antes de arrancar intercambia unas palabras con un compañero indio que también es conductor y siempre tiene algún problema con la mujer, con un tío, con una sobrina. Cuando el indio finaliza su resumen diario, le pregunta a Paterson cómo está él:

    —Bien, bien —contesta Paterson.

    Y emprende su camino a cargo del ómnibus de la línea 23, que recorre la ciudad.

    Paterson, el hombre que vive en la ciudad del mismo nombre, es poeta y tiene por costumbre viajar con una libreta en la que hace sus anotaciones: cómo se adormece un rostro de trazos benignos contra una ventana, la conversación entre dos adolescentes, el movimiento diario de los transeúntes, los vehículos que atraviesan un puente y se detienen en el semáforo, las vidrieras soleadas de los comercios, las fachadas de las casas. Parece un papel escrito a la medida —como todos los papeles perfectos— de Adam Driver, que luce totalmente relajado, abierto a los sentidos y a la amable cadencia que nos regala la vida si sabemos llevarla, como se lleva esta maravillosa película que solo la podía haber escrito y dirigido Jim Jarmusch.

    “De niños aprendemos las tres dimensiones: largo, ancho y profundo, y luego descubrimos la cuarta, que es el tiempo”, dice la voz en off de Paterson. Y los versos, como hojas sueltas que sobrevuelan la vereda o notas que escapan de un pentagrama, se estampan visualmente en la película.

    Cuando Paterson vuelve a casa, también hay otra amable rutina: le pregunta a su esposa (interpretada por la iraní Golshifteh Farahani) cómo ha sido su día —y siempre le da para arriba con sus proyectos, que van desde el diseño de cortinas hasta ser cantante folk; y su mujer le devuelve el cumplido: “Eres un gran poeta”—, cenan juntos en armonía, saca a pasear a su perro bulldog y se toma una cerveza ocasional en el boliche del barrio, donde el cantinero juega al ajedrez consigo mismo.

    Paterson (2016), la película, se exhibe en Cinemateca Pocitos dentro de la Muestra de Cine Radical (en realidad, lo más radical que tiene es cuando el ómnibus se rompe) hoy jueves 9 a las 21 y mañana viernes 10 a las 20.55.

    El pulso cotidiano, el tiempo de todos los días, un tema que sabe abordar como nadie Jarmusch (1953), quien fue a la Universidad de Columbia para ser poeta después de haber crecido en Ohio (“la mejor forma de crecer en Ohio es irse de Ohio”, dijo una vez) y antes de convertirse en cineasta con su primer largo en 1980, Permanent Vacation, que costó la friolera suma de… 12.000 dólares.

    A partir de allí, y luego de mucho cineclubismo (nouvelle vague, Ozu, Mizoguchi) y de la imprescindible literatura beatnik (Ginsberg, Burroughs, Kerouac), su carrera se afirmó como uno de los más originales directores independientes con Extraños en el Paraíso, Bajo el peso de la ley, Mystery Train, Una noche en la Tierra, El camino del samurai, Flores rotas y Solo los amantes sobreviven, todos ejemplos de un cine de historias sencillas, pocos elementos y un máximo de significados.

    Y Dead Man, un western en blanco y negro cuya inspiración viene de los versos de William Blake.

    Porque Jarmusch es, antes que nada, poeta. Se detiene y observa, o mejor dicho: filma. Puede ser un pantallazo a los barrios sucios y marginales de Nueva York. Puede ser la visita a todas tus exnovias. Puede ser una noche de borrachera en Memphis, donde no pasa nada aparte de que estés borracho. Puede ser un taxista que habla sin parar. Puede ser un cine donde dan una película de karate y solo ves a los espectadores comiendo pop y escuchás las patadas en la banda sonora. Puede ser un vampiro encerrado con sus guitarras eléctricas de colección en su casa de Detroit. Puede ser un ladrón que pone su propia música en los autos robados. Y lo más asombroso de todo: puede ser que tu vecino arme meticulosamente un velero en su azotea como si fuese un barquito en una botella.

    Y las pinceladas deben ser líricas, puras, luminosas, así la escena en que Paterson descansa en el banco de un parque con su libreta de apuntes y se sienta junto a él otro poeta, un señor japonés que viste traje y corbata y tal vez sea un ejecutivo, pero en su fuero interior seguirá siendo un poeta. El diálogo es inexorablemente Jarmusch:

    —¿Un conductor de ómnibus en Paterson? Ajá —dice el japonés.

    —¿Ajá, qué? —responde risueño Paterson, mientras ambos hablan de William Carlos Williams, contemplando una pequeña cascada que cae en Paterson, la ciudad.

    Este poeta conductor de ómnibus está inspirado en un notorio hartazgo de Jarmusch por la fiebre incontinente de los celulares y sus múltiples mensajes, que vuelven a los transeúntes unos zombis incapaces de levantar la vista y observar el espacio que queda fuera de la pantallita, que es el resto del universo. “No es que esté contra estas cosas”, dice Jarmusch, “pero me tienen cansado. Tengo un iPhone y consulto Internet, pero no puedo perder tiempo en eso porque debo escribir historias, filmar y hacer la música de mis películas, y también quiero leer literatura y pensar”.