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    Profeta cósmico

    El sueño de Jodorowsky, en HBO

    La historia del cine también está hecha de historias de fantasmas. De películas que nunca se hicieron o que quedaron inconclusas. De construcciones incompletas. Don Quixote, de Orson Welles, Napoleón, de Stanley Kubrick, algunos de los casos paradigmáticos. La versión de Superman de Tim Burton, de los últimos en llegar. Hay más cadáveres. Decenas de criaturas amorfas que apenas pueden moverse, embriones de producciones con escaletas y pruebas de castings congeladas que reviven de la mano de otros realizadores, con nuevo título, nueva forma, nuevo género, o sencillamente nunca regresan. La de Dune es una de esas historias.

    Una época: 20.254. Un lugar: toda la galaxia. Así lo expresa un antiguo afiche a dos colores del filme, que se promociona como escrito y dirigido por el guionista de cómics, narrador, dramaturgo, actor, psicomago y cineasta Alejandro Jodorowsky, largometraje que jamás llegó a estrenarse. Mejor dicho: que jamás llegó a filmarse. Al menos de la forma convencional. Al menos, no de forma completa.

    Jodorowsky’s Dune, de Frank Pavich, traducida por El sueño de Jodorowsky, está programada para exhibirse el lunes 25 a las 22.45 horas en la señal de cable HBO, con sus respectivas repeticiones.

    “Mi ambición con Dune fue tremenda”, dice Jodorowsky, director de El Topo (1970) y La Montaña Sagrada (1973), películas esotéricas, místicas, de culto. “Quería crear un profeta, algo sagrado”, insiste con una calma de veterano chamán que ya atravesó la conciencia del sí, se compró un yogur y al regreso, sin despeinarse, le ganó un picadito de fútbol a Buda y lo dejó de cama. Ante la cámara de Pavich, el autor de libros como Yo, el Tarot y La danza de la realidad, que también llevó al cine (fue su regreso como director después del terrible golpe que significó haber perdido a Dune), Jodorowsky dijo que su intención con este proyecto cinematográfico fue crear una “película que provocara las alucinaciones del LSD sin tomar LSD”.

    Entonces, Jodorowsky estaba en un gran momento. Sus extrañas y fascinantes —y para mucha gente incomprensibles— películas El topo (western metafísico que fascinó a John Lennon) y La montaña sagrada (surrealismo, misticismo, esoterismo en una historia de iniciación) lo habían colocado en la estantería de los inclasificables y fascinantes. Se lo consideraba un visionario. Un ejemplar extraño que venía de Chile, de hacer algo que llamaba “movimientos poéticos”, de fundar un grupo teatral, de hacer poesía y mímica con Marcel Marceau. Había escandalizado y hechizado con Fando y Lis (1968), obra absurda por la que incluso hubo gente que quería quemarlo. Sin embargo, en Europa, “Jodo” era un rey. O mejor: un místico.

    Principios de 1974. Jodorowsky llevaba tiempo estudiando la Cálaba y las enseñanzas de G.I. Gurdjieff. En el cine sentía que le devolvía el diálogo místico a  las películas y a la experiencia artística que significa acercase a las salas. Se aproximaba al acto mágico, en palabras de Alan Moore, como el acto capaz de manipular símbolos, palabras o imágenes, para conseguir cambios en la conciencia. Por eso se sentía capaz de hacer una película “que provocara las alucinaciones del LSD sin tomar LSD”. Y cuando el productor Michel Seydoux, su distribuidor en Francia, lo convocó para hacer una película, su respuesta fue clara:

    –¿Cuál?

    –La que vos quieras –respondió Seydoux.

    –¡Dune! –se entusiasmó Jodorowsky.

    Lo curioso es que el cineasta quería adaptar la inmensa novela de ciencia ficción de Frank Herbert, publicada en 1965, Premio Hugo y Premio Nébula, una de las sagas más importantes de la literatura fantástica… sin haberla leído. Simplemente porque un amigo le había hablado maravillas del desmedido libro de más de 700 páginas (en su edición en español). Luego de leerlo, el entusiasmo aumentó. Y rápidamente escribió el guion. En el documental se sugiere que la película quedaría larga: No se menciona cuánto. Se sabe que Jodorowski escribió con mucha libertad, que aplicando la regla del minuto por página, Dune, su Dune, podría durar unas escalofriantes 12 o 14 horas.

    Con ingenio infinito, mientras el chilenofrancés adaptaba la obra de Herbert, fue buscando aliados. No habló de equipo. “Necesito formar ‘guerreros espirituales”, dijo. Dune necesitaba guerreros. Necesitaba compromiso espiritual. Se reunió con Douglas Trumbull, supervisor de efectos especiales de 2001: Odisea del espacio (1968) y La amenaza de Andrómeda (1968) y le pareció una persona tan llena de sí misma y tan técnica, tan robotito, tan escasamente espiritual, que le dijo au revoir, Doug. Fue al cine y vio Dark Star (1974), de John Carpenter. Se fijó en los créditos. Los efectos especiales eran de Dan O’Bannon. A vos mismo te quiero, Dan. Lo llamó, le dijo que tenía un trabajo para él, la película más grande del mundo, que se mudara a París.

    Antes de que terminara 1974, ya tenía 15 millones de dólares libres para adaptar una obra de más 700 páginas y un supervisor de efectos especiales con el que no pasaría vergüenza. Lo que vendría después sería todavía mejor e increíble. Una verdadera selección de titanes entre los que se encontraban Orson Welles, Salvador Dalí y Mick Jagger, H.R. Giger, Christhopher Foss, el famoso historietista Jean “Moebius” Giraud, la cantante y modelo (y musa de Dalí) Amanda Lear, el popular actor de televisión David Carradine (Kung Fu), el grupo británico Pink Floyd y la banda francesa Magma, y su hijo Brontis Jodorowsky, de 12 años entonces, sus “guerreros espirituales”.  

    Podía hacerlo. Había una energía extra a su alrededor. Jodorowsky tomó a Moebius como cámara. El dibujante fue siguiendo las órdenes del director, quien leía el guion y le indicaba plano a plano cómo era cada escena. Así se formó un storyboard sumamente rico, que en parte es recreado en el documental como una animación. Es lo más cerca que se puede estar de ver la película que hubiera sido. El inmenso storyboard se integró a la carpeta de producción, en realidad un libraco de varios kilos, dos ejemplares de Thomas Pynchon de tapa dura y figuras plegables, que Jodorowsky y Seydoux enviaron a los más grandes estudios de Hollywood.

    Una noche, entusiasmado, el realizador le mostró el libro al cineasta danés Nicolas Winding Refn. Lo recorrieron página a página. El libro contiene más que los storyborads. Winding Refn no tiene ningún empacho en decir que es una de las pocas personas en el planeta tierra que “vio esa película”. Esa noche el director de Drive (2011) y Valhalla Rising (2009) no supo cómo controlar la exaltación. “Y puedo decir que era increíble”. Otro realizador, Richard Stanley, sin el prestigio y la legitimación del danés y cultor de la chanchada de la clase B, es otro de los privilegiados: “Dune es probablemente la película más grande jamás hecha”.

    Razones: además de los dibujos de Moebius, que muestran secuencias enteras, movimientos de cámara, acción, diálogos, todo en función del fluir de la película, también están los bocetos de los personajes, su vestuario, sus características, y las ideas que el chileno inyectó en la historia. Él quería que el profeta fuera la película, no una sola persona; quería que la iluminación llegara a todos los protagonistas, al planeta Arrakis, a Dune, influenciado por su lectura de la Cábala y la alquimia, por lo que cambió el final de la novela, entre muchos aspectos.

    En el libreto-megalibro, con 3.000 dibujos solamente del gran Moebius, también se incluye el diseño enfermo del suizo H.G. Giger, que todavía no había trabajado en cine, todavía no había llegado a delinear la monstruosidad de Alien (1979), para el planeta Harkonnen, los diseños para el Barón Vladimir Harkonnen, el delirio de grandeza hecho carne, un hombre de 300 kilogramos que se mueve con un traje hecho de burbujas antigravitacionales, que tiene un doble robótico con el que mantiene una relación simbiótica y con el que vive en un edificio que parece de carne y metal, una edificación gorda y con lengua. Las insectiles naves espaciales de Christhopher Foss, que flotan como abejas en el espacio, a años luz de los flemáticos y elegantes transbordadores mayordomos de 2001, el enorme y desproporcionado palacio de oro artificial, los trajes surrealistas y escenarios salidos de la mente colectiva que Jodorowsky había creado para esa película.

    Una mente colectiva que había logrado contratar a Welles para el papel a cambio de que el chef de su restaurante favorito de París le cocinara todos los días a cualquier hora. Trato hecho. Así lo cuenta Jodorowsky. Con Dalí no fue tan fácil. Para el emperador solo había un rostro posible: Salvador Dalí. El encuentro entre ambos relatado por Jodorowsky es notable. Y lo más interesante: Dalí acepta el papel. Pero quiere ser el mejor actor pago de la historia. Por su trabajo quiere recibir: 100.000 dólares. Por hora. Y algunas condiciones más: “No voy a leer el guion, voy a decir lo que yo quiero. Mis ideas son mejor que las tuyas”. Jodorowsky, como con Welles, también se las ingenia. Más adelante, en una fiesta, ve a Mick Jagger. También lo quiere, pero ya viene demasiado bien: Welles, Dalí, Pink Floyd, demasiado bueno para ser verdad. Sin embargo descubre que el muchacho de ojos azules se le acerca. Lo primero que atina a decir: “Te quiero en mi película”.

    La música antes iba a estar cargo de Gong, Mike Oldfield y Tangerine Dream, pero Jodorowsky pensó que lo apropiado era Pink Floyd. Se vieron en Abbey Road mientras grababan The Dark Side of The Moon. El director no sabía lo que estaban haciendo; durante la entrevista, Waters, Gilmour, Mason y Wright comían hamburguesas y papas fritas. No fue una buena reunión. “Les estaba ofreciendo participar en una gran película y ellos ahí, comiendo papa fritas”, recuerda Jodorowsky, que se fue dando un portazo. Fue Gilmour el que se disculpó. Le pidió una copia de La Montaña Sagrada. Quedaron en hablar luego. Y hablaron. Y acordaron en que los Floyd harían casi toda la música. Otra parte, la dedicada a los personajes del planeta Harkonnen, estaría a cargo de Magma.

    Sin embargo, el súper libro seguía circulando y en ningún estudio aparecían señales de querer financiar semejante mamotreto. Sí, sí, es buenísimo, decían, pero es muy largo o muy caro o Jodorowsky es muy poco convencional y tiene todo ese cuelgue místico/surrealista que no se entiende un pomo. Y así. En total fueron cinco años de preproducción que culminaron cuando en 1982 vencieron los derechos de la obra, que rápidamente fueron adquiridos por Dino de Laurentiis. En 1984 ya estaba en cine el gran tropiezo en la carrera de David Lynch, la adaptación cinematográfica del libro, que fue un desastre por donde se la mire.

    Lo que sugiere el documental, y que no es en absoluto descabellado, es que gran parte del material que fue usado para crear la atmósfera de Dune, luego influenció, por usar una expresión amable, en otras películas de ciencia ficción. El material, que era vasto, circuló por los estudios. La película ya estaba cancelada, Lynch ya había realizado su versión, espantosa, y no había mucho de qué hablar.  Independientemente de que los “guerreros espirituales” O’Bannon, Foss, Giger y Moebius terminaron colaborando en la creación de Alien, cierto espíritu y cierta estética de aquel sueño de Jodorowsky se refleja en algunos títulos, como el propio Alien o Prometheus (2013). Incluso películas muy poco estimulantes o desafíos kitsch como Amos del universo (1987) y Flash Gordon (1980) tienen diseños que recuerdan a lo hecho por Moebius en el vestuario de la Casa Atreides y del universo de la saga Dune.

    De hecho, el mismo Jodorowsky, en asociación con Moebius, trabajó en El Incal, un cómic notablemente influenciado por aquel proyecto. De aquello, algo quedó. Del cuerpo desmembrado brotaron nuevos proyectos.

    El sueño de Jodorowsky va más allá del interés de un grupo de freaks de ciencia ficción. Es un documental acerca de un anciano carismático, un hombre que ha vivido con intensidad y poesía. Que ha construido un personaje encantador y complejo y que además es un narrador nato, un artista que habla, con naturalidad y humor, de su mayor fracaso artístico. Y al hacerlo habla de otras personas, algunas de esas personas también aportan lo suyo, y de este modo el documento se vuelve un viaje divertido, amable y curioso sobre los procesos creativos en general y la década de los 1970, su contexto. Con historias y anécdotas sabrosas, Jodorowsky también habla del ego, de la conexión con el espíritu; habla de su idea del arte, hace alguna monada para la cámara y suelta semillas, notas al pie para algún libro fantasma sobre el lado b de la historia del cine, que quizás esté escribiendo, y que hable, en definitiva, de que fallar también es una forma de cambiar de senda y darle otro sentido a lo ya empezado.

    El sueño de Jodorowsky (Jodorowsky’s Dune.) Estados Unidos-Francia, 2013. Dirección: Frank Pavich. Lunes 25 de mayo, 22.45 en HBO. Repeticiones: Lunes 1º de junio a las 11, viernes 12 a las 11, miércoles 17 a las 16.25.