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A sus 45 años, el profesor John Ronald Reuel Tolkien era celebrado por su genio, su vasto conocimiento sobre mitologías y una capacidad creadora sin igual para los relatos. Puertas adentro, su afán por la revisión constante de sus escrituras de ficción lo tenía paralizado y le impedía avanzar en lo que todo libro y obra artística necesita: un punto final. Fue una de sus exalumnas, que trabajaba como traductora para la editorial londinense Allen & Unwin, quien lo alentó a que publicara uno de sus tantos textos. Así, en 1937, El Hobbit, la primera novela de Tolkien, vio la luz. Para 1938 era un best seller en el Reino Unido y en Estados Unidos.
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Ochenta y cinco años después del primer contacto de los lectores con la travesía de Bilbo Bolsón fuera de la Comarca, la obra literaria Tolkien volvió a convertirse en un fenómeno de la cultura de masas, aunque bajo otro formato.
Desde el jueves 1º se encuentran disponibles, en Prime Video, la plataforma de streaming de Amazon, los dos primeros episodios de Los anillos de poder. La serie, la primera que lleva a los personajes de El Señor de los Anillos a la televisión, es una de las grandes apuestas en la industria del streaming de 2022, y nada barata. Con un presupuesto estimado entre 500 y 700 millones de dólares por su primera temporada, la producción es hoy promocionada como “la serie más cara de la historia”.
Los anillos de poder también forma parte de una de las carreras de caballos (¿o dragones?) más reñidas de dos grandes conglomerados del entretenimiento. No es casualidad que llegue semanas después de la otra gran apuesta fantástica del 2022: La casa del dragón, la serie derivada de Game of Thrones lanzada el 21 de agosto a través de HBO.
Desde sus estrenos, ambas ficciones han sido sujetas a comparaciones inevitables, tanto por su naturaleza narrativa como por el contexto de la industria en las que fueron creadas.
Ambas surgen como las sucesoras de dos franquicias de éxito inédito. La trilogía de películas de El Señor de los Anillos encabezada por el cineasta Peter Jackson y estrenada entre 2001 y 2003 es, hasta hoy, una de las sagas cinematográficas más laureadas de la historia, mientras que a Game of Thrones, emitida entre 2011 y 2019, se la puede reconocer como la última ficción que dominó el consumo cultural alrededor de la televisión.
Con los límites entre el streaming, la televisión y el cine cada vez más difusos, la “pantalla chica” ha sabido replicar parte del éxito establecido por la taquilla cinematográfica. Si entre 10 de las películas con mayor recaudación en la historia solo una, Titanic, no pertenece a una propiedad intelectual en otro formato, no asombra que empresas como Amazon y HBO hayan apostado a la segura: ficciones que apelan al asombro y al impacto pero, sobre todo, reconocibles de antemano por sus posibles espectadores.
Los nuevos vistazos de la Tierra Media de Tolkien y el mundo imaginado por el escritor George R. R. Martin, creador de la saga literaria de Game of Thrones, son también prueba del encanto que un género como la fantasía, y, en especial la fantasía de aventuras, continúan teniendo hasta el día de hoy.
En su libro Fantasía de aventuras: claves creativas en novela y cine (Editorial Ariel, 2009), el académico español Antonio Sánchez-Escalonilla sintetiza la definición de este género híbrido como una “aventura protagonizada por héroes que llevan a cabo un viaje de exploración en un mundo secundario de fantasía o bien mantienen un encuentro con seres fantásticos, al tiempo que perciben lo maravilloso en cuanto extraordinario”.
Para el autor, la consolidación de la fantasía de aventuras —en la que Los anillos de poder se enmarca de manera más apropiada que La casa del dragón— sucede gracias a una evolución en conjunto que el género atravesó tanto en el cine como en la literatura durante el siglo XX. Resultado de dos géneros muy populares y reconocibles, como lo eran la fantasía y la aventura, su desarrollo dramático resultó más que atractivo para el público. Sánchez-Escalonilla establece el auge de las novelas de aventura y de los relatos fantásticos durante la última década del siglo XIX.
Sin embargo, el autor ve al teatro como uno de los espacios más populares para los mundos fantásticos, y nombra a Peter Pan, creada por el británico James Barrie y estrenada en 1904, como “el primer relato de envergadura en que se manifiesta una fusión clara de fantasía y aventura a través de sus núcleos esenciales: maravilla y exploración”.
El cine también comenzó a trasladar su interés por la fantasía y el misterio, y entre 1903 y 1939 hubo varias adaptaciones de Alicia en el País de las Maravillas y La Isla del Tesoro. La literatura no vería una nueva explosión del género hasta más adelante, entre 1940 y 1950, con el éxito de la obra de Tolkien y su colega, el profesor y escritor C. S. Lewis, creador de las Crónicas de Narnia. Para finales del siglo XX, el autor reconoce un equilibrio en el interés de ambas disciplinas, el cine y la literatura, por las fantasías de aventuras.
Dos décadas después del hitazo de Jackson, Los anillos de poder surge como una producción con más de un desafío por delante. En términos creativos, la serie se encuentra en un lugar peculiar por las limitaciones para adaptar la obra de Tolkien. Los creadores y supervisores de la serie, J. D. Payne y Patrick McKay, la ambientaron en la Segunda Edad dentro de la cronología de la ficción (las películas suceden en la Tercera Edad, miles de años después de la serie), pero solo pudieron acceder a la trilogía de libros originales, y los apéndices escritos por el autor, como fuente principal de su adaptación. El hecho ha resultado pertinente para los fanáticos más acérrimos, pero para otros es solo un fan fiction de gran presupuesto.
En sus dos primeros episodios, Los anillos de poder ha sabido relucir su costo. El director español J. A. Bayona construyó dos horas de encanto audiovisual que saben explotar el potencial de sus locaciones en Nueva Zelanda y combinarlos, de manera estupenda, con los efectos visuales. Hasta ahora, el puntapié de la serie radica en la presentación de una galería de personajes, con la elfa Galadriel (Morfydd Clark) como la clara heroína protagonista, y un conflicto fácil de resumir: el mal se avecina y debe ser frenado. Cuando la acción lo amerita, lo extraordinario entra por los ojos y los oídos. En sus escenas menos inquietas, mantiene la tendencia de la ficción televisiva en avanzar la trama mediante escenas de diálogos sin tanta proeza visual.
Si bien La casa del dragón se perfila como un fantasía de tintes medievales orientada a los conflictos internos entre una familia cuyo reinado comienza a desmoronarse, en ambas series se puede reconocer una afición por mantener algunos de los rasgos más reconocibles de la fantasía de aventuras. La trama de ambas se propulsa mediante la acción y el alcance de un objetivo difícil, y el elemento maravilloso resulta crucial al momento de establecer una transformación en los protagonistas. También hay en ambas la exploración de un mundo mágico que resulta extraordinario incluso para sus personajes, que tienen rasgos heroicos pero que están lejos de ser héroes establecidos.
En ese sentido, y con un manejo muy diferente del retrato de la violencia (La casa del dragón parece más sanguinaria que su antecesora), ambas producciones tratan lo fantástico y lo mítico como un terreno en el que un público general, de jóvenes y adultos, puede sentirse bienvenido. Según lo escribió Lewis en 1956 en su artículo A veces los cuentos de hadas dicen mejor lo que hay que decir, la fantasía “tiene un gran poder: el de generalizar sin dejar de ser concreta, el de presentar de forma atractiva clases enteras de experiencias y dejar de lado lo irrelevante”. En su mejor versión, opinaba Lewis, la fantasía que relatos como Los anillos de poder y La casa del dragón capturan “logra ofrecernos experiencias por las que nunca hemos pasado y, por lo tanto, en lugar de ‘comentar la vida’, puede sumarse a ella”.