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    Reencuentro con la poeta olvidada

    Poesía (1946-2009), de Orfila Bardesio: a diez años de su muerte, su familia publica una delicada edición

    Hace diez años que murió y su nombre regresa ahora como un eco lejano. Orfila Bardesio perteneció a la generación del 45, ese grupo de escritores e intelectuales que gravitaron en el pensamiento y en la identidad nacional, tal vez como ningún otro. Fue una generación que tuvo mujeres poetas destacadas, entre ellas, Idea Vilariño, Amanda Berenguer o Ida Vitale. Entre ellas estaba Bardesio, pero su nombre quedó relegado y fue una lástima, porque al leer sus libros recopilados en Poesía (1946-2009) aparece una escritora de variados registros y de una sensibilidad exquisita, capaz de escribir versos cargados de misterio, cadencia y belleza, como el que dice: La intensidad del horror / devora el esqueleto del que te niega.

    “Es un momento que no podíamos dejar pasar”, cuenta a Búsqueda Cecilia Fernández Bardesio, hija de la poeta, al hablar de la edición de su obra que ella, con ayuda de sus hermanos, impulsó en el aniversario de su muerte. Tuvo especial cuidado en esta publicación (editada por Yaugurú) que se presenta en dos tomos reunidos en una caja. En sus portadas, la foto de Orfila, originalmente en blanco y negro, es un llamador para abrir los libros y empezar a leer. Con su cabello negrísimo, sus ojos grandes y su tez muy blanca, era una mujer “bella y talentosa”, como la define su hija.

    La foto la conservaba la familia e incluirla en la portada fue una idea de Clara Fernández, una de sus nietas, pero ya había aparecido en una edición bilingüe publicada en Alemania. “No era la foto que mamá prefería porque está muy maquillada, y eso a ella no le gustaba tanto”, dice su hija.

    Orfila (Montevideo, 1922-2009) fue una poeta precoz. Comenzó a escribir en la adolescencia y publicó su primer libro, Voy, a los 17 años, y el segundo, La muerte de la luna (1942), a los 20. Estos títulos no aparecen en la recopilación de la familia, una decisión que así explica su hija: “Por más que tuvieran valor, ella no los consideraba importantes. Entonces, empezar una publicación de su obra con libros que ella no reconocía como los más valiosos no nos parecía lo más sensato. Queríamos respetar su voluntad. Ella consideraba el comienzo de su obra importante con Poema, de 1946, por eso decidimos incluir los libros desde esa fecha hasta 2009”.

    En el prólogo que aparece en el primer tomo, Luis Bravo señala que en varias críticas de la época se consideró a Poema como su “primera obra madura”. Entre otros, Jules Supervielle le dedicó un soneto a ese libro, e Idea Vilariño lo reseñó en la revista Clinamen y lo consideró “un verdadero acontecimiento poético”.

    Esta recopilación, que incluye una entrevista de Bravo a la poeta y una semblanza de Héctor Rosales, presenta también las primeras portadas que tuvieron sus libros, publicados en ediciones económicas, aunque con intervenciones de artistas plásticos como Alceu Ribeiro, Augusto Torres, Daniel Batalla o Nelson Romero.

    “Ahora, releyendo sus poemas me di cuenta de que su obra es muy buena y que por eso había que publicarla, para que los lectores no se la perdieran. Si en su momento no tuvo el reconocimiento que debía es porque los parámetros con los que se juzgaba cambiaron. Papá siempre decía que el mejor crítico es el tiempo, que los figurines de moda pasan. En esa tónica es que llegó el momento para que su poesía pueda ser valorada en su real dimensión. Sin esta recopilación esto no hubiera sido posible”, dice Cecilia, su hija.

    Orfila tuvo una poesía de temática variada que fue religiosa, panteísta, surrealista o erótica hasta llegar a los de temática más cotidiana o a su último libro La canción de la Tierra, de contenido ecológico. Para su hija, que la poeta y su familia vivieran durante 17 años en Treinta y Tres influyó para que quedara “fuera del ruedo” y no tuviera reconocimiento.

    Orfila se casó con el también poeta Julio Fernández. La pareja primero tuvo una librería en la calle Garibaldi, que se llamaba Albatros, y se la había comprado el padre de Julio. Pero no les fue muy bien con el negocio. En 1957 tenían dos hijos, Gabriel y Cecilia, entonces Julio decidió presentarse al concurso de Secundaria para dar clases de Idioma Español. Por su parte Orfila decidió dar el concurso de Literatura. Por el puntaje que obtuvieron podían elegir horas de clase en Treinta y Tres o en Santa Clara del Olimar. “Mi madre fue a la Onda y le preguntó a un chofer a dónde le convenía ir a vivir. El chofer le dijo que a Treinta y Tres, entonces nos mudamos para allá. Yo tenía dos años, y nos quedamos hasta la muerte de mi padre en 1974”, cuanta Cecilia.

    En Treinta y Tres tuvieron una vida sencilla, en una casa muy grande, con fondo, quinta y gallinas. “En mi casa todo era extremo, brillante u horrible. Yo me di cuenta cuando ya era bastante grande que los cánones de mi familia no eran los del resto. El primer valor era el talento creador, el más importante, lo que no tenía precio. Esa fue la herencia que recibimos con mis hermanos”.

    Los hermanos heredaron algún componente creativo. Gabriel, el mayor, fue profesor de Literatura; Cecilia es arquitecta y el hermano más chico, José, es músico y vive en Alemania. “El que me sigue a mí salió más concreto, es ingeniero agrimensor. Pero de adolescente tuvo un profesor de Cosmografía que le enseñó a guiarse por las estrellas. Entonces no era tan concreto, se hizo agrimensor porque lo atraparon las estrellas”, dice Cecilia.

    La casa de Treinta y Tres se identificaba con “la casa de la cultura” y era visitada por músicos y poetas que iban a la ciudad. En su momento todos los adolescentes habían sido alumnos de Orfila y de Julio. Ahora en la casa hay un jardín de infantes que lleva el nombre Julio Fernández, que era poeta infantil. “Fuimos a la inauguración con mis hijos y los niños recitaban sus poemas y habían hecho dibujos a partir de ellos. Ahí me di cuenta de que en ese jardín siempre iban a leer sus poemas. El proyecto del año que viene es publicarlos con dibujos de los niños”.

    Cecilia recuerda a su madre como una persona muy afectuosa que la sorprendía con regalos inesperados, por ejemplo, cuando tuvo la primera menstruación. “En esa época nadie hablaba de esas cosas, pero ella lo hacía naturalmente. Nunca me hizo agujeros en las orejas para las caravanas y se preguntaba por qué había que depilarse las piernas.

    “Teníamos una casa en Barra del Chuy. El terreno lo había comprado mi abuelo y nosotros hicimos la casa. Un día le pregunté cómo lo habíamos pagado y me dijo: ‘Yo junté todos los libros que tenía y eran primeras ediciones y se las vendí a un coleccionista’”. Así vendió, entre otras, la primera edición de Los cálices vacíos, de Delmira Agustini.

    Julio Fernández murió muy joven, a los 42 años, en 1974. Entonces Orfila se mudó con sus dos hijos mayores a Montevideo. Los menores que iban al liceo quedaron al cuidado de una vecina mientras se instalaban. “Venir a Montevideo significó más que nada el trauma de la muerte. Alquilamos una casa chica y fue un gran cambio después de vivir en una tan grande. Cuando pudimos vender la de Treinta y Tres nos fuimos a un apartamento en la calle Julio Herrera y mamá ya estuvo mejor”. Orfila siguió dando clase en el Liceo 14 y escribiendo, pero le costó vincularse con el ámbito literario.

    Cecilia señala uno de los tantos cuadros que tiene en su living y dice que es de Gustavo Serra, uno de los artistas plásticos que visitaban a Orfila en su casa de Montevideo. Hay otro de Daniel Batalla, otro artista de Treinta y Tres. “En casa siempre había gente joven y yo sentía que la valorizaban más que los de su propia época. Venían a casa y a mamá le gustaba hablar con ellos. También la visitaban otros poetas como Héctor Rosales o Luis Bravo. Selva Casal era su amiga y también la visitaba”.

    La voz solitaria

    El poeta Enrique Fierro consideró a Orfila y a Concepción Silva como dos voces “solitarias” en la generación del 45. Y en su prólogo, Bravo analiza la situación de estas poetas que no estaban en sintonía con su época. “Sus registros son, cada una a su manera, los más irracionalistas de su entorno”, dice, y explica que esa “disidencia” con lo realista o racional “se pagaba caro” en la crítica de poesía. Por su parte, Rosales la consideró como “la poeta más aislada de la generación del 45”.

    Una primitiva o tiene palabras / que decir a los hombres todavía, dice el poema A lo lejos que integra el libro Uno de 1955, de contenido surrealista. Pero su poesía también pasó por todos los “estados”. Susana Soca la consideró como una “poeta mística”, después de leer La flor del llanto, y Orfila dijo que estaba “completamente loca” porque a ella le gustaba “la sensualidad de las cosas”.

    Tal vez no fuera mística, pero en la entrevista que tuvo con Bravo, publicada en 1996 en el semanario Brecha, contó que tuvo una etapa “alucinada” en la que estudió varias versiones de la Biblia e incluso le dedicó un libro a Juan Pablo II cuando lo hirieron en Castengandolfo.

    En la misma entrevista, habla de las poetas que la influyeron: Delmira Agustini, Juana De Ibarbourou, María Eugenia Vaz Ferreira. “Pienso que hay un aspecto existencial, que no digo que sea dominio de la mujer, pero donde entra muchísimo la intuición de lo femenino que se anda más por las entrañas que por la inteligencia”, dijo y explicó que quería escribir el libro de “la felicidad y del placer sexual”, que se concretó en Ciervo radiante.

    Su último libro, La canción de la Tierra, está dedicado a sus nietos, que son siete, como símbolo del futuro. Comienza con el poema Llanto vegetal que dice: Se han puesto a llorar los sauces / se han puesto a tener pena por el agua quieta / y aunque el verde los cubra con pañuelos grandes / no los consuela.

    “Ella quiso que la tapa fuera azul, porque de ese color se ve la Tierra desde el espacio. El libro se publicó en abril de 2009 y ella murió en octubre. José, mi hermano, tocó la guitarra en la presentación y ella leyó sus poemas. Es un himno a la vida, una despedida sin despedirse, como si la vida fuera eterna”, recuerda Cecilia.

    A diez años de aquella presentación, la poesía de Orfila regresa para que no se la olvide. O para que los astros escuchen la canción de la Tierra.