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    Réquiem para una estrella

    La muerte de David Bowie, su última obra de arte

    “Lo siento mucho y es triste decir que es verdad. Estaré desconectado por un tiempo, amor para todos”, tuiteó el cineasta Duncan Jones, hijo mayor de David Bowie, el lunes 11 por la mañana. El “delgado duque blanco” había partido en la noche del domingo 10, en su casa de Nueva York, rodeado de su esposa, la modelo Iman, y sus hijos Duncan y Alexandria, a causa de un cáncer de hígado diagnosticado a mediados de 2014 y mantenido en secreto por su círculo íntimo. Durante 18 meses de discreta convalescencia, el compositor, cantante, actor y performer nacido como David Robert Jones en el barrio londinense de Lambeth en 1947, dedicó sus últimas energías a grabar Blackstar, su disco final, publicado oficialmente el viernes 8, el día en que cumplió 69 años.

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    La noticia tomó por sorpresa a la legión de seguidores de El Camaleón. Los críticos que madrugaban a la competencia y reseñaban presurosos su vigesimosexto álbum no escatimaban en elogios y auguraban una nueva era creativa para Bowie. Pero esa mañana desayunamos no solo con la triste partida sino también con el dato de la enfermedad. El tipo no perdió tiempo con apariciones mediáticas autocomplacientes. No permitió que el mundo le enviara su lástima, ni que las lágrimas opacaran su obra. Como su amigo Freddy Mercury, dejó un disco como regalo de despedida. Un disco que brilla con luz propia, además de ser el réquiem autocompuesto por el hombre que hacía música para las estrellas.

    “Mira aquí arriba, estoy en el paraíso/ Tengo cicatrices invisibles/ Tengo drama, y nadie me puede robar/ Todos me conocen ahora/ Estoy en peligro, no tengo más nada que perder/ Oh, seré libre, como el pájaro azulejo de las montañas/ ¿No es él igual que yo?”. Los versos de Lazarus, la tercera canción de Blackstar, trascienden a aquel muerto resucitado por Jesucristo y pintan cabalmente lo que siente un hombre en agonía. Resulta estremecedor el videoclip divulgado en los últimos días, que muestra a Bowie en su cama, con los ojos vendados y un par de botones como ojos postizos, una imagen que remite al fauno del cineasta mexicano Guillermo del Toro, quien le dedicó afectuosas palabras una vez conocida la noticia de su muerte.

    Hay que tener coraje para escribir lo que sigue: “I’m falling down”, “I’m trying to”, “I’m dying too” (“Estoy cayendo”, “Estoy intentando”, “Me estoy muriendo”), confiesa en Dollar Days, el sexto de los siete temas que componen este inspiradísimo y nada condescendiente canto del cisne. La frase con eco y efecto fade out en los últimos segundos del tema, deja sin aliento.

    A lo largo de sus casi 50 años de carrera, Bowie siempre acompañó los sonidos de su tiempo, quizá como herencia de su formación teatral, arte con una potente dimensión de aquí y ahora. Hizo música en mil géneros y no se casó con ninguno. Podría haber cerrado su obra con un disco de sonido más amable, asible, agradable, un disco pop clásico para entrar en la eternidad. Pero estamos ante un artista con todas las letras, que dijo adiós con un disco denso, algo intrincado, poblado de temas extensos, con una suite de diez minutos que da nombre al disco, y de contrastes sonoros difíciles para el oído promedio, como una base electrónica que enmarca un interminable solo de saxo.

    La amargura, sin embargo, no gana la partida en este juego de emociones. La voz de Bowie, obviamente, no es la misma, pero mantiene ese timbre grave y elegante de siempre. Y por sobre todo está el saxo que sobrevuela el disco como un leitmotiv sinuoso y melancólico, y que pronuncia sus hipnóticas frases de caña a lo largo de los 40 minutos de la placa.

    Con el paso del tiempo, esta partida se irá posicionando como un acto artístico mayor. Vale la pena ver el clip de Blackstar, una verdadera superproducción para el género que comienza con un eclipse entre tinieblas y que contiene alusiones a la obra de Bowie, como la aterradora aparición del esqueleto de un astronauta hallado dentro de su escafandra. Demacrado pero con la dignidad de quien sigue de pie, Bowie baila de principio a fin, junto a un elenco de bailarines que ejecutan una coreografía convulsionada que parece salida de una obra de Pina Bausch.

    Síntesis pop.

    La última escena de este gran músico de rock y protagonista excluyente de la cultura pop, contiene la esencia de lo que hizo siempre: nutrirse de todas las artes, modas y tendencias para entregar una síntesis personal. Como un director de orquesta, Bowie extrajo siempre lo mejor de cada individualidad para dar forma a un producto artístico casi siempre novedoso. Como apuntó su biógrafo David Buckley: “La esencia de la contribución de Bowie a la música popular se encuentra en su sobresaliente habilidad para analizar y seleccionar ideas fuera de la música —del arte, la literatura, el teatro y el cine— e incorporarlas a esta; de este modo, el pop se actualiza constantemente”. Y agregó: “Solo una persona llevó el glam rock a nuevas y enrarecidas alturas e inventó personajes dentro del pop, uniendo el teatro y la música popular en un poderoso todo sin costuras”.

    El joven David escogió como apellido artístico Bowie en honor al aventurero y mercenario estadounidense Jim Bowie, y particularmente por el icónico cuchillo de caza que este popularizó. Su primer disco David Bowie data de 1967 y condensó influencias beat y psicodélicas que provenían de la euforia beatle, con el music hall y la música de cabaret que Bowie curtía en ese entonces en los ambientes teatrales. Su primer gran éxito ocurrió con el simple Space Odity, de 1969, una balada inspirada en la carrera espacial a la que el mundo asistía anonadado, y que encabezó el disco Man of Words/Man of Music, retitulado tres años más tarde con el nombre de la dramática canción en la que el Mayor Tom perdía contacto con la Tierra.

    Luego de The Man Who Sold The World (1970) y Hunk Dory (1971), dos trabajos plenos de inspiración y buenas ideas pero no demasiado exitosos, vino la gran consagración con The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars (1972), un álbum conceptual que narra la peripecia de un extraterrestre bisexual y andrógino a la vez, que se transformó en ícono del glam rock (subgénero rockero marcado por el extremo cuidado en la estética de los intérpretes) y en una imagen autorreferencial, un alter ego inspirado en la imaginería de la ciencia ficción y con pinceladas del teatro kabuki, que fascinó a Bowie en su juventud. Este personaje lo acompañó en toda su obra musical y cinematográfica (ver recuadro).

    Luego del nítidamente rockero Aladdin Sane (1973), dio un golpe de timón a su derrotero artístico y se estableció en Berlín, donde influido por los primeros sonidos sintetizados y por la figura del músico productor Brian Eno, luego muy vinculado a U2, dio forma a su famosa Trilogía de Berlín, compuesta por los discos Low y Heroes (1977), y Lodger (1979).

    En esa década provechosa también supo explotar las virtudes de colegas como productor de Transformer, discazo de Lou Reed, y de Raw Power, pieza clave de Iggy Pop, el padrino del punk con quien Bowie compartió piso en Berlín.

    Los años 80 fueron más desparejos en cuanto a la calidad global de los discos, pero el prestigio estaba bien cimentado. De allí datan célebres coautorías como Under pressure, con Freddy Mercury, incluida en el disco Hit Space (1982), de Queen, y Dancing in the Street, hitazo de 1984 a dúo con Mick Jagger. Desde entonces la carrera de Bowie conoció luces como Let’s Dance (1983, con el tema que da nombre al disco y otro himno pop llamado Modern Love) y sombras como Tonight (1984), que quedó en el olvido.

    Hasta que llegaron los notables Hours (1999), Heathen (2002) y Reality (2003), un material tan bueno que sonó durante una década sin novedades. El silencio discográfico se mantuvo hasta The Next Day (2013), un disco de alta factura, en un lenguaje oscuro y jazzero, similar al de Blackstar. Juntos forman un tándem que cierra una obra excepcional.

    Vida Cultural
    2016-01-14T00:00:00