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Hay artículos periodísticos, cartas, entrevistas, críticas de discos y anécdotas de la “pequeña historia” local, que incluye un triángulo amoroso, una enfermedad terminal, un viaje hacia la frontera en busca de un milagro y otro viaje más existencial hacia un lugar muy parecido al fin del mundo. Treinta y Tres vuelve a ser escenario en la última novela de Gustavo Espinosa, como antes lo había sido en Carlota podrida (Premio Nacional de Literatura, 2011) y en Las arañas de Marte (Premio Bartolomé Hidalgo, 2012). Pero ahora en Todo termina aquí, el “pago menos occidental” parece difícil de capturar en un relato meramente cronológico, entonces su trama se presenta fragmentada, tal vez porque los seres que la habitan son cada vez más vulnerables y menos felices. La historia se abre paso entre la tristeza del blues y del viejo rocanrol, que conviven con la estridencia de las motos chinas y de la cumbia a todo volumen. El título alude a una canción de Los Iracundos, pero también a la nostalgia de un pasado en el que los amigos estaban cerca y el mundo “menos deformado”. Espinosa nació en Treinta y Tres en 1961, vivió sus años de universitario en Montevideo y luego volvió a su pago, donde es músico y profesor de Literatura. Escribió un libro de poemas, Cólico miserere, y en 2001 se publicó su primera novela: China es un frasco de fetos. Acerca de Todo termina aquí mantuvo la siguiente entrevista con Búsqueda.
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—Me di cuenta cuando la estaba escribiendo que es un melodrama. Hay una enfermedad terrible y también está la búsqueda del amor de una mujer hiperbólicamente hermosa. Tiene algo excesivo propio del melodrama, que siempre transita por un lugar estrecho entre lo sublime y lo ridículo. Espero no haberme caído para el lado del ridículo, es el peligro de la búsqueda de lo sublime.
—En la narración se mezclan críticas periodísticas, cartas, letras de canciones y la trama va apareciendo de a poco. ¿Cómo fue el proceso creativo?
—Fue más trabado que en las otras. En el caso de Carlota podrida como en el de China…, tenía el argumento y las ideas desde hacía mucho tiempo, incluso los había ensayado en cuentos. En Las arañas de Marte había un correlato histórico que lo hacía menos trabajoso. Pero acá empecé de cero con algunas imágenes que después había que articular y llenar de materia narrativa. Una de esas imágenes fue la de la estatua que está en la costanera de Puerto Montt y se llama Sentado frente al mar, en referencia a la canción de Los Iracundos. Es una pareja que se parece a los personajes de (Fernando) Botero, pero son mucho más toscos. Me llamó la atención por tratarse de la estatua de una canción que solo es tiempo, como dijo alguna vez Borges, y que tiene que tener un vuelo, por más que sea terraja. Entonces me impresionaron aquellas moles tremendas e inmóviles de cemento. La otra imagen me surgió de un episodio relacionado con una intoxicación con mariscos. Parece que producen alucinaciones muy llamativas.
—La banda sonora de la novela incluye el sonido de las motos en Treinta y Tres…
—Esa es la verdadera banda sonora. El ruido blanco de Treinta y Tres es el chillido o rugido permanente de las motos chinas. Son un medio de transporte popular porque no hay ómnibus. Pero además la moto es un fetiche de los muchachos de clase media baja que andan pirueteando por la plaza. Es como en los westerns, cuando se paseaban por la calle principal en caballo. Vivo en el Centro y se padece mucho.
—Además de esas dos imágenes, la música parece ser un punto de partida en esta novela.
—Me ha salido con naturalidad, nunca me propuse escribir una novela sobre músicos. Esa es otra dificultad que tuve en el proceso de escritura, porque hay como dos vertientes genéricas de la música popular: la terraja de las orquestas de baile, o del melódico internacional, y después el pop por un lado o el blues rural, que es más elemental y poderoso. Me costaba un poco llevar adelante ese entramado, pero está muy presente la música y la cultura de masas.
—¿Los Iracundos eran populares en Treinta y Tres?
—Claro, aunque yo nunca fui muy fan. Era una banda mainstream y lo sigue siendo de algún modo. En 2004 estuve unos días en El Salvador y allí conocían a Francescoli y a Los Iracundos, poca cosa más de Uruguay. Además le hicieron la campaña presidencial a Bucarám, que cantaba con ellos. Entiendo además que tuvieron éxito en la URSS, lo cual no sé qué nos dice del hombre nuevo (se ríe). Por problemas de índole comercial, hay varias bandas llamadas Los Iracundos, y cada una reivindica la legitimidad. Un personaje de la novela, Arbelo, tiene una base biográfica real, inspirado en quien terminó formando parte de una de las versiones de Los Iracundos que andan girando por la periferia del mundo.
—El viaje hacia la frontera en busca de un curandero tiene referencias a El corazón de las tinieblas, de Conrad. Allí comienza el fin del mundo…
—Es habitual que del otro lado de la frontera surja algún sanador que se presenta como un ungido o médico al que acude mucha gente desesperada. Entonces gana no solo el sanador sino los que organizan las excursiones y los que venden alrededor de las peregrinaciones. También está esa idea de que cuando se cruza la frontera con Brasil se llega al confín de la civilización, como si estuviera esperando la jungla, lo misterioso y lo irracional.
—¿Los lectores locales se identifican en este Treinta y Tres literario?
—Creo que sí. La gente se reconoce, sobre todo la de cierta generación que ve con agrado en una representación literaria las locaciones que son o fueron familiares. Me ha llegado esa devolución y me pone contento. La narrativa canónica que hay sobre Treinta y Tres, y tal vez sobre el interior en general, es más bien la de un Uruguay rural, quizá subsidiaria de aquellos treinta y tres gauchos de Onetti. Pero estos son espacios urbanos del interior permeados por la cultura de masas. Lo están haciendo otros escritores como Damián González Bertolino o Martín Bentancor.
—El narrador dice que una de las funciones de la escritura es “tomar el mundo tal y como lo conocemos, para devolverlo mucho menos inteligible de lo que parecía” ¿Sería esa la función de la novela?
—Esa idea es de Baudrillard, aunque él no habla estrictamente de la escritura sino del pensamiento. La literatura toma lo que nos es dado y lo complejiza, lo devuelve transfigurado. Genera distancia y extrañamiento y después puede producir un reconocimiento o un hecho nuevo. En mi caso, quizás no de forma deliberada porque fue lo que me salió, he terminado haciendo un procedimiento realista para construir el verosímil del relato. El realismo puro y duro o replicante del naturalismo de Zola ya no tendría sentido. Debe haber esa especie de enrarecimiento de las rutinas de la realidad mediante la escritura. Lo que no sé si incomoda o no.
—¿La próxima novela se alejará de Treinta y Tres?
—Es tiempo de que me anime, debería hacerlo. Hasta los 25 años yo pensaba que no se podía escribir de otra manera que no fuera como Borges o como Bioy. Renegaba bastante del realismo, sin embargo he elegido esos protocolos de la realidad más inmediata y menos heroica. Bioy mismo terminó haciendo algo de eso y declarándolo. Hay un cuento suyo que se llama El héroe de las mujeres que dice “¡Al diablo las islas del Diablo!”, se aleja de la pura fantasía y ubica su historia en un barrio de Buenos Aires. Yo no prometo nada, pero trataré de despegarme.