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    Retrato de una familia en llamas

    Alelí, de Leticia Jorge
    Colaborador en la sección de Cultura

    La secuencia inicial condensa y marca el tono del filme, presenta algunos rasgos distintivos de los protagonistas, los vínculos y las tensiones entre ellos, y establece el camino que conducirá al conflicto central. La escena describe un trámite, la firma de un contrato de compraventa de Alelí, la casa de verano de los Mazzotti. Ante Estela, la escribana pública, comparecen Ernesto (Néstor Guzzini), Alba (Cristina Morán) y Lilián (Mirella Pascual), la parte vendedora, los Mazzotti, y Julio Carletti (Pablo Tate), la parte compradora, responsable del proyecto inmobiliario que se construirá una vez cumplida la venta y la demolición de la propiedad. Todavía no llegó Silvana (Romina Peluffo), la más chica de los Mazzotti. Ernesto la está llamando y, como de costumbre, la muchacha no atiende.

    Como prácticamente cualquier casa de balneario, Alelí no es una casa cualquiera. Construida hace más de 50 años por Alfredo, el patriarca de la familia, que falleció hace un año, la vivienda contiene una carga afectiva considerable, empezando por el nombre, que es el acrónimo de Alfredo y Alba, los padres, y de Ernesto y Lilián, los hijos. No está contemplada Silvana, la más chica, por la sencilla razón de que llegó más tarde. Incluso desde el comienzo, con la accidentada firma de la escritura con la escribana, se verá que, para Silvana, llegar tarde es prácticamente un modo de vida.

    La historia de Alelí, que se estrenó el jueves 5, se desarrolla con estos personajes, en unas pocas locaciones, principalmente la casa de Lilián y la casa de verano Alelí, y durante un fin de semana. La directora Leticia Jorge, quien escribió el guion junto con Ana Guevara (socia a su vez en la dirección de Tanta agua, película de 2013, también protagonizada por Guzzini), extrae humor de las tensiones y los momentos patéticos de la vida familiar. Una historia mínima que dispara situaciones y personajes bastante más complejos. La mirada y los oídos atentos de Jorge y su coguionista Guevara son determinantes en el fluir de los diálogos, en el retrato de lo cotidiano, en la representación de las relaciones intergeneracionales y los apuntes sobre los mandatos y los ritos familiares, donde se cuela, de manera acertada, precisa, el humor.

    Es obvio que Ernesto está incómodo con la operación y no quiere vender la casa. Se siente disminuido y amenazado, por lo que su particular forma de interacción con el mundo adulto suele estar marcada por la apelación casi constante al sarcasmo, las frases tajantes, a veces e hirientes, y los comentarios antipáticos (véase nomás cómo le habla a su cuñado). A veces parece un niño grande (de hecho se muestra más amable y cercano con sus sobrinas y su sobrino que con el resto de los adultos) y, entre los estallidos de rabia y frustración, tiene reacciones ciertamente infantiles, como pelearse con su hermana por unos panqueques y terminar yéndose del almuerzo familiar, realizado en homenaje a su difunto padre, armando una especie de miniescándalo. Sintiéndose lastimado, no tiene mejor idea que marchar hacia Alelí, donde de forma accidental coincide con Silvana, que también llegó hasta allí buscando un refugio. Así, mientras el mayor y la menor conviven, whisky mediante, en la casa de la playa (donde la presencia del padre se proyecta como una sombra o aparece, en forma de recuerdo, cortando el pasto), en Montevideo Lilián y su madre se dicen (o se insinúan) algunas verdades del pasado.

    Morán, la icónica presentadora de televisión, locutora y actriz uruguaya de casi 90 años, se luce en el papel de Alba, su primer protagónico en cine (antes prestó su voz para la directora de la escuela en la animación Anina y tuvo una participación en el telefilme La despedida y en un episodio de la miniserie Curro Jiménez: El regreso de una leyenda). En algunos tramos ni siquiera precisa hablar, con la mirada alcanza. Guzzini, rostro cada vez más familiar dentro de la ficción que se produce en Uruguay, se mantiene dentro de lo que parece su registro habitual, quizás ahora en un tono más amargo. Pascual, cuya carrera cinematográfica se inició a partir de su trabajo en Whisky (2004), de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, interpreta a una mujer, madre y abuela, pragmática y expeditiva, que mira hacia adelante, que hace unos retratos de dudoso gusto, compra panqueques de pasada “para ahorrar tiempo” y que, si bien reconoce que le da pena vender Alelí, también tiene presente que “mamá está vieja y ser viejo sale caro”.

    La revelación, por varios cuerpos, es Peluffo, en su primer papel en un largometraje. Silvana atraviesa un momento difícil y toma flores de Bach y se escapa a la playa a fumar y escuchar Perdónalos Garrido y pide, más de una vez, “¿Podés no hablarme mal?”, Peluffo, cantante y compositora que en 2018 editó su primer disco, Obsesa, lleva algunos años vinculada al cine: trabajó en la dirección de arte de Una forma de bailar, como asistente de dirección en Acné y, más allá de la experiencia en cortometrajes, tuvo una breve participación en Whisky, compartiendo escena precisamente con Pascual. La naturalidad que irradia la interpretación de Silvana, esa criatura sensible que parece hacer lo que quiere pero no por eso parece sentirse en libertad o plenitud, que casi nunca atiende el teléfono (a veces porque lo tiene descargado), que tiene dificultades para orientarse y que (quizás por eso) llega tarde a todas partes, es fabulosa, es de lo mejor de Alelí, aunque su nombre haya quedado afuera.