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El miércoles 21 por la noche trascendió la noticia de la muerte, a los 82 años, de Roberto Darvin, un cantante y compositor uruguayo que creó unas cuantas canciones hermosas y uno de los músicos que engalanó el cancionero asociado al candombe. Es lo primero que hay que decir de un creador talentoso, elegante y, en varios sentidos, pionero, ya que practicó una original fusión entre el género montevideano por antonomasia y sonidos de notoria matriz caribeña y centroamericana. También hay que decir que, como tantos otros, Darvin fue un artista con escasa popularidad y una fama inversamente proporcional a su calidad. Muy probablemente fueron —y son— más conocidas algunas de sus canciones como Calle Yacaré, Milongón del Guruyú y Jacinto Vera que él mismo.
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Había nacido en Montevideo en enero de 1942 y publicó una decena de discos entre 1971 y 2009. Viajó mucho, vivió fuera del país en varias oportunidades y su producción musical no fue demasiado voluminosa ni demasiado continua. Lo suyo fue más una cuestión de calidad que de cantidad. Su vozarrón grave, delicado y elegante, dota de unicidad a sus canciones. Es una voz única, educada, no demasiado virtuosa, con un fraseo nítido, por momentos casi oralizado, y por momentos con el vibrato justo, pero siempre con notas breves, sin portentos aparatosos. Su poesía simple es un vehículo utilitario que lleva al escucha de la mano hacia hechos y personas cotidianas, al folclore del candombe, a los personajes de su danza, a los amigos del barrio, a los boliches, a los almuerzos del domingo.
Mi ciudad se mete al agua / por las escolleras Sarandí, / zumban lances de caña / y el aparejo de un chiquilín. / Pinta gente de mediomundo, / de lengue lengue y de calderín, / de botella en las rocas o encanutada en el maletín. / Del Guruyú vienen los tambores, / pal Guruyú va mi corazón. / Del Guruyú de amor y dolores / canto el milongón.
Su voz que parece negra y su lírica sencilla pero de innegable virtud poética (su dominio de la décima, entre otros formatos, es elocuente) se unen en melodías serpenteantes, juguetonas, casi siempre alegres y dotadas de giros sorpresivos —y sorprendentes—, orgánicamente asociadas a la percusión de los tambores. Por momentos, el fraseo cadencioso acompaña el tambor piano, en otros pasajes se vuelve machacante como el chico y también sabe escalonarse como el toque del repique. Se podría resumir este cúmulo de atributos en un anglicismo de cinco letras que desde hace casi un siglo describe y define en modo inmejorable cuando la música es buena: swing.
Darvin fue también un ejemplo de refinación en la guitarra, con una mano izquierda conocedora de los vericuetos y secretos de la armonía y una mano derecha fenomenal, maestra en la llevada, experta en sintetizar la esencia del ritmo en cuestión en las yemas de sus dedos. Ya sea candombe, milongón, son cubano o bolero. Como arreglador de guitarras, oficio clave que muy pocos guitarristas dominan con prestancia, basta escuchar Aquello, de Jaime Roos, con ese leitmotiv vibrante, que introduce al oyente en las fauces de la canción, antes de que el Sabalero termine de cautivarlo con lo que se ha perdido en la noche oscura. Por algo Jaime quedó rendido a sus pies y produjo Gracias, publicado por Orfeo en 1995, uno de los momentos cumbres de su discografía junto con Vamos bien, su canto del cisne, publicado en 2009 por Ayuí. En ese disco participan, entre otros, Toto Méndez, Hugo Fattoruso y Edú Lombardo, otro cantautor que lo convocó a cantar en su primer disco solista. Su oído experto en el candombe y su mundo lo llevó a ser frecuentemente convocado por comparsas de negros y lubolos para la composición y los arreglos de sus repertorios carnavaleros.
Pero su interpretación vocal (que no es lo mismo que el timbre de su voz), generosa en estados de ánimo, es seguramente el rubro en el que mejor brilló: porque Darvin puede sonar alegre y luminoso en un candombe como Banderas y estandartes, de inmediato, relajado y reflexivo en Elogio del vino y, un tema después, cantar casi desde las sombras Ni tú ni yo.
Hay mucho más para decir de Roberto Darvin. Pero mejor escucharlo en sus canciones, una luz que no se apaga.