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No resulta nada común encontrar una película que trate el mundo de las editoriales, sus agentes literarios, sus clientes escritores y los fans que escriben cartas. Bueno, sobre los fans hay un clásico que no se puede soslayar: Misery (1990), de Rob Reiner, sobre novela de Stephen King, donde el bueno de James Caan debía sufrir postrado en una cama los embates elogiosos de Kathy Bates.
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La literatura, quienes la producen y quienes la difunden, está a miles de kilómetros de la fama alcanzada por las estrellas del cine, la televisión o la música. Un escritor célebre puede ir al supermercado y apenas ser reconocido. La gente exitosa del espectáculo, en cambio, debe ir con guardaespaldas y antes de salir, para hacerlo con cierta tranquilidad, necesitará un vallado policial.
Es cierto: hay películas sobre escritores retirados y consumidos por el orín del olvido, como Descubriendo a Forrester (2000), con una actuación de Sean Connery de las más desusadas de su carrera. O casos más recientes como Best Sellers (2021), en la que otro veteranazo británico, Michael Caine, ayuda a una joven en una gira literaria.
Pero es más extraño dar con una experiencia como la de El trabajo de mis sueños (2020, en Netflix), con todo lo que está al margen de la creación literaria pero tiene que ver con ella: los contratos previos que implica la publicación de un libro, los derechos de autor, la elección de la carátula, las interminables llamadas telefónicas con detalles sobre y esto y aquello, ese pequeño ecosistema que colabora para que el lector finalmente tenga ante sus ojos, en forma de pequeñas letras amontonadas en decenas de páginas, uno de los viajes más imaginativos que pueda emprender. No hay otro ejercicio que nos acerque más a la intimidad que el de la lectura.
Joanna (Margaret Qualley) acaba de ser aceptada como asistente de una fría y experiente agente literaria (Sigourney Weaver) en una pequeña editorial neoyorquina que tiene pocos empleados, soñadores y solitarios, en una oficina que resiste la llegada del nuevo electrodoméstico: la computadora. Estamos a mediados de los 90. Joanna desea con todas sus fuerzas ser poeta, ha publicado algunos poemas, y el presente trabajo la acercará al mundo de las letras, o al menos eso es lo que ella cree. Ha crecido leyendo libros. Además, su novio también quiere ser escritor.
Un detalle: la pequeña editorial tiene entre sus clientes a J. D. Salinger, uno de los más prestigiosos escritores estadounidenses contemporáneos y famoso por el celo con que conservaba su intimidad, igual que Thomas Pynchon, quien a sus 84 años permanece en un riguroso anonimato. El título original de esta película escrita y dirigida por el canadiense Philippe Falardeau es, precisamente, My Salinger Year. Y Salinger nunca debe ser molestado. Apenas será una voz en el teléfono, una espalda que atraviesa en la lejanía un campus universitario, un primer plano incompleto y difuso.
Además de su talento literario conseguido con una breve obra de pocas novelas y cuentos, Salinger alcanzó la celebridad mediática cuando Mark David Chapman, el asesino de John Lennon, dijo sentirse como Holden Caulfield, el personaje de El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye), aquel siniestro 8 de diciembre de 1980. Chapman había comprado la novela esa mañana y la estaba leyendo cuando lo atrapó la policía.
En poco tiempo Joanna comprenderá que el mundo de la literatura no solo está hecho de novelas, cuentos, poemas y románticas e ingeniosas frases gestionadas en habitaciones solitarias a la madrugada. También hay que contestar el teléfono, no perturbar a los escritores, mecanografiar tediosas cartas en las que se debe cuidar no solo la ortografía, sino también la formalidad de la sangría y los márgenes y leer la profusa correspondencia diaria que los fans envían a la editorial con la esperanza de que vaya al domicilio de sus ídolos y estos se tomen la molestia de leerla.
Falardeau, el realizador de Profesor Lazhar, sabe encarar esta propuesta minimalista, asordinada pero muy atractiva, que en la base tiene una novela de Joanna Smith Rakoff. No hay prácticamente sobresaltos en la vida de los empleados de la editorial ni en la de Joanna, aunque se pelee con su novio. El tono siempre es el justo, no son necesarios los gritos, los ataques neuróticos y los exabruptos. Ni siquiera de la fría jefa de la editorial, una estupenda Sigourney Weaver capaz de guardar el histrionismo y sacar solo las notas delicadas.
Falardeau y Qualley (la sensual chica Manson de Érase una vez en Hollywood) pueden confeccionar una vida interior de matices sin necesidad de apelar a la intensidad y a los contrastes. Ella habla con sus fantasmas cuando lee, o tiene el impulso de contestar las cartas a los fans. Y con eso basta. Además, El trabajo de mis sueños está filmada en Montreal y Quebec, con lo cual Nueva York adquiere un perfil más intimista y desacostumbrado. Una pieza rara entre los grandilocuentes contenidos de Netflix.