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Primer largometraje de la guionista, productora y actriz argentina María Alché, que se inició en la actuación en La niña santa, de Lucrecia Martel, donde precisamente compartía créditos con Mercedes Morán, protagonista de este filme, que se estrena hoy jueves 27 en Cinemateca con presencia de la realizadora, que luego de la proyección de las 19.20 dialogará con el público.
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Morán interpreta a Marcela, quien acaba de iniciar el duelo por la muerte de Rina, su hermana. A lo largo de 91 minutos, Familia sumergida (Argentina, 2018) acompaña a Marcela y su familia durante parte de ese camino, que se sabe sinuoso y fluctuante, atravesado por momentos de confusión, negación y, sobre todo, signado por un dolor imposible que trae consigo la punzante y amarga demostración, a través de los hechos, de que a pesar de todo el mundo continúa girando y la vida sigue, tiene que seguir, aun sin esa persona.
Marcela está casada con Jorge (Marcelo Subiotto), con quien tiene tres hijos: Luisa (Laila Maltz), Jimena (Ia Arteta) y Nahuel (Federico Sack). Rina murió hace muy poco, ya no está, no va a estar nunca más, pero el lavarropas se rompió y hay que llamar al plomero, Luisa se separó de su novio, no se va a mudar con él y está en crisis, Gaby (Manuela Martínez Morán, hija de Mercedes en la vida real) llega a casa para ayudar a Nahuel y a su compañero Brazu con el examen, y mientras quedan camisas para planchar y Jimena se pelea por la bici con su hermano y va y viene de la casa de una amiga, Jorge, su esposo, tiene que viajar, como aparentemente es habitual, no lo puede evitar, pide perdón pero tiene que viajar. Y es necesario ordenar y empaquetar y repartir las cosas, lo que quedó de Rina, las fotos, la ropa, los cuadros, los libros. Lo dicho: el mundo continúa y la vida sigue.
Es verano. Marcela podría o querría encerrarse en el dormitorio y permanecer un tiempo considerable en la cama, pero su casa parece en constante ebullición y siempre hay algo que hacer. Lo quiera o no, ya inició el recorrido por un camino que no tiene una trayectoria recta sino que, entre el desconcierto y la desorientación, implica retrocesos, estancamientos, recapitulaciones y nuevos inicios. Entonces aparece Nacho (Esteban Bigliardi), amigo de su hija mayor, que está pasando por un proceso similar. Nacho irrumpe casi como un fantasma. El tipo dejó su casa, se separó, regaló al perro: se iba a vivir al exterior pero el viaje se canceló y ahora está varado en una Buenos Aires calurosa y casi desierta, sin saber qué hacer. Así que acompaña a Marcela a acomodar las pertenencias de Rina, lo que incluirá pausas para fumar y un balsámico viaje fuera de la ciudad.
Poco se sabe de ella, de Rina. Se ven algunos de los objetos que formaban parte de su cotidianidad. Uno se entera, por una vecina, que hace una semana atrás quería teñirse el pelo “para estar más elegante”. Se entera, porque así lo dice Marcelo (Diego Velázquez), su medio hermano, de que estaba sufriendo mucho y que “es mejor que se haya ido así”. Uno se entera, porque ahí está, de que dejó un brownie casero, con la cuchara chupeteada y pegada a la bandeja, en el congelador de la heladera.
La casa de Rina está detenida en el tiempo, entre la quietud y la penumbra, en una especie de suspensión silenciosa. La casa de Marcela, en cambio, vive en una casi continua agitación, con gente entrando y saliendo todo el tiempo, con el timbre que suena y los ruidos y las voces que cruzan el espacio. El living está lleno de plantas (muchas de ellas, de Rina) y bañado de luz, que llega brumosa, a veces trémula, amortiguada por lo que parece ser un cielo encapotado. El lugar se convertirá en un surrealista escenario de reunión de personas que ya no existen y también acogerá a quienes todavía están aquí, tratando de entender que sonreír y bailar y sentirse con vida no implica necesariamente desestimar la ausencia.
Hay momentos en los que se funden el pasado y el presente y en los que los recuerdos distorsionan el tejido de la realidad, con tramos de un ambiente de pesadilla recurrente, del tipo de pesadilla que por repetida quizás ya no aterra pero continúa siendo amenazante. Hay varias escenas emotivas, sentidas. Algunas de ellas aparecen para ilustrar las dificultades y la mezcla de emociones que trae consigo este nuevo contexto. Hay una escena en particular, cuando Marcela le toma la lección a su hijo, que sintetiza las dificultades y el amasijo de emociones que trae consigo transitar esta realidad que parece (y se ve como) un tanto irreal. Entre los momentos duros o difíciles emergen otros más amables, como algunos que se desarrollan con Nacho, o esa mañana, durante el desayuno, cuando Jorge improvisa una canción sobre cómo siente que es tratado en la familia, que es una maravilla.
Es notable el trabajo de casting, la labor de cada uno de los intérpretes, empezando por Morán, que compone uno de los mejores papeles de su carrera. Subiotto es inmenso, tiene participaciones breves pero jugosas. Se nota un cuidado especial en la dirección de arte, atenta a los detalles, y es impecable la labor fotográfica de Hélène Louvart (directora de fotografía de Pina, de Wim Wenders, Lazzaro feliz, de Alice Rohrwacher, y Maya, de Mia Hansen-Løve) y el manejo que hace de las luces y las texturas, creando una atmósfera a veces alucinada, propia del momento que atraviesa la protagonista.