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    San Siro, Maracaná, tres dedos

    Rubén Sosa, la sonrisa del gol, recuerda sus 20 años de carrera, desde Maroñas a La Romareda y desde Milán a Los Céspedes

    “¡Alegría, alegría!”, dice al saludar a los jugadores que vuelven de la práctica. A continuación pronuncia otra frase invariable que funciona como una síntesis de su carrera y un acertijo a resolver: “San Siro, Maracaná, tres dedos”. La carrera de Rubén Sosa Ardáiz cabe en esas cinco palabras. San Siro es el estadio de Milán, donde alcanzó el techo de su carrera. En Maracaná hizo su mejor gol: aquella inolvidable corrida de 60 metros contra la Argentina campeona del mundo, con Maradona en la cancha, para vencer a Pumpido con un toque sutil y la pelota picando, mansa, en el mismo arco del gol de Ghiggia. Y tres dedos es su golpe favorito, con el empeine lleno de pelota, el que dejó paralizado a Claudio Flores en el arco de la Ámsterdam en el clásico que definió el campeonato uruguayo de 1998. Todos repiten las dos contraseñas de la buena onda cuando lo saludan: cancheros, personal de limpieza, cuidacoches, jugadores, entrenadores de juveniles. Sebastián Fernández en el estacionamiento. Gustavo Munúa cerca de la cancha. Gonzalo Bergessio mientras hace pesas en el gimnasio. La entrevista con Búsqueda fue en el chalet de Los Céspedes, apenas una semana antes del ingreso de la pandemia a Uruguay. “¡Alegría, alegría!” repetirá semanas más tarde para cerrar un mensaje de audio, pocos días después de cumplir 54 años. Es la frase que su alma pronuncia, como un mantra, desde que en 1997 regresó a Uruguay para jugar sus últimas cinco temporadas en Nacional. Y es su modo de estar en Los Céspedes, más allá de la directiva y del cuerpo técnico de turno, siempre junto con los jugadores de todas las divisiones, consagrado como un monje de pantalones cortos a enseñar a los pibes los secretos del tiro libre, del cambio de frente, de tocar cortito y picar al vacío, de pegarle a la pelota como se debe, para acariciarla con un tiro banana o para romper el arco de un fierrazo. “¡Alegría, alegría!” es su secreto para mantenerse al margen de cualquier polémica en un ambiente donde te das vuelta y te cortan la cabeza de un sablazo. El único momento en que su rostro se ensombrece es cuando recuerda el penal errado contra España, el trago más amargo de su carrera, un miércoles 13 de junio, 30 años atrás. “Somos el país que mejor está llevando esta enfermedad. Por eso la redondita tiene que volver a girar. Con cuidados y reglamentos totales, obvio. Gracias al fútbol se conoce al Uruguay, me parece lógico que vuelva pronto. El fútbol tiene que seguir, el fútbol no se acabará nunca en Uruguay. Suárez y Cavani van a pasar, como pasamos nosotros. Pero vendrán otros cracks”, dijo Sosita a Búsqueda pocos días atrás, consultado sobre cómo vivía estas semanas de confinamiento.

    Durante dos horas el hombre que bien merecido tuvo el apodo de “Principito” recordó sus comienzos en Danubio, con solo 15 años, sus goles decisivos para tumbar al Real Madrid y al Barcelona y dar la primera Copa del Rey al Zaragoza, su fulgurante actuación en la eliminatoria para Italia 90, donde cinco de los siete goles celestes (en cuatro partidos) fueron cañonazos de su zurda, sus años de oro en el Inter, el conflicto con Luis Cubilla, la poderosa figura de Francisco Paco Casal, la gloria tricolor en su vuelta a casa y el declive físico que lo hizo dejar el fútbol cuando aún le quedaban varios bombazos en el cargador. A continuación, una síntesis de la entrevista.

    —Tu historia tiene un principio. El debut en primera división, el primer gol, el día que te fuiste a Europa...
    —Mis primeros pasos en primera fueron en Danubio con 15 años, a las órdenes de Sergio Markarián. Cuando terminé sexta división, con 30 y pico de goles, me llamaron a Jardines del Hipódromo con el primer equipo. ¿Quién me lleva?, pregunté. Yo era un guachito jugando con los grandes. ¡Tenía un cagazo! (ríe). Un día, Eliseo Rivero, que era el capitán de Danubio, me dijo: “Nene, sentate al lado mío, cambiate acá”. Fue un alivio. “Si el capitán me cuida, vamo arriba”, pensé. Vivía a 10 cuadras de la cancha de Danubio. ¡Era como jugar en Maracaná!

    —¿Te acordás de tu primer gol en primera?
    (Piensa). No, ni contra qué equipo debuté, pero sé que a Nacional y a Peñarol les hice goles (ríe).

    —Siendo tan chico, ¿tenías el físico para cubrir toda la cancha?
    —Sí, tenía una velocidad bárbara. No me importaba contra quién jugaba. Primero fue contra Peñarol. En la defensa jugaban el Indio Olivera y el Tano Gutiérrez. ¡Mirá qué nenes! ¡Te arrancaban las muelas! En Nacional estaba el Cacho Blanco, que pegaba, pero era más elegante. Jugué contra esos tigres de verdad y les hice goles a los dos. Teníamos un equipazo. En esa época también estaba Enzo (Francescoli) en Wanderers, el Pato Aguilera en River. Nunca me importó si el rival era más fuerte que yo, le quería ganar. Me ponías al mejor Real Madrid y Barcelona y les quería ganar.

    —Cumpliste 18 años y te fuiste a España...
    —Llegué en 1985. En el Zaragoza tuve cuatro años espectaculares, en los que ganamos una Copa del Rey. El primer año hice unos 10 goles. Me costó muchísimo entrenar a la par con ellos. ¡Eran dos horas de entrenamiento! Acá en Uruguay entrenabas, como mucho, 50 minutos. Jugar contra Emilio Butragueño, Míchel o el mexicano Hugo Sánchez del Real Madrid no era para cualquiera. Y yo era un guachito. El segundo año ya hice como 15 goles y el tercero, 18. Ojo, se jugaban menos partidos que ahora.

    —¿Cómo fue esa Copa del Rey?
    —Jugamos la semifinal contra el Real Madrid de “La quinta del Buitre” (así le llamaron a aquel plantel liderado por Butragueño). Ganamos con dos goles míos. Fuimos a Madrid, metimos la bañadera y llegamos a la final con el Barcelona de Schuster. Y le ganamos con un gol mío. La verdad es que en esos años yo volaba físicamente, a los 18 estaba rapidísimo. El uruguayo tiene potrero, fuerza, dribbling, tiene todo. Llegué y empecé a potenciar el físico. Los europeos tenían forma física, pero no tenían la habilidad nuestra. Puede ser que ahora la hayan logrado, pero la picardía que tenemos nosotros no la tiene nadie. Ellos no juegan en la calle ni en la playa. Son tremendos profesionales, pero nosotros jugamos al fútbol y con las mañas engañamos (ríe).

    Foto: Nicolás Der Agopián / Búsqueda

    —¿Es cierto que estuviste a punto de firmar con el Real Madrid?
    —Sí, tengo una foto y todo con la camiseta. Jugando en Zaragoza, en uno de mis regresos a Europa, Paco me dijo: “Comprá una camiseta del Real Madrid y sacate una foto, vas a jugar ahí”. ¡No lo podía creer! Para mí era lo máximo. Pero al final, no sé si fue por el precio, no salió.

    —Pero te salió el pase a Italia.
    — ¡Era lo que quería, todos queríamos jugar en Italia! En esa época los mejores jugadores del mundo estaban allí. Ir a Italia era ir a jugar con los fenómenos.

    —Apenas emigraste comenzó tu camino en la selección mayor.
    —Debuté a los 18 en la selección de Omar Borrás. No fui a México 86, fue el Pato Aguilera. Estaba entre él y yo. Él tenía un año y pico más y andaba volando. Se lo merecía. Yo no había jugado mucho, solo algunos amistosos. Después sí, porque arranqué a meter goles en Zaragoza.

    —En la final de la Copa América de 1987 quedó en el recuerdo tu imagen festejando como un niño, envuelto en una bandera...
    —Esa Copa fue un festejo especial. Le ganamos a Chile en la final luego de ganarle a Argentina en el Monumental. ¡Eran los campeones del Mundo! ¡Estaban todos! ¡Y con Diego! Cuando termina el partido arrancamos a festejar. Viene un guachito con la bandera de Uruguay. No entendía nada. ¿Qué hace este niño acá en la cancha? “¡Prestame la bandera!”, le dije. Extrañaba mucho a Uruguay. Todavía tengo esa bandera en casa. La hice firmar por todos los jugadores. No te podés imaginar cómo extrañaba Uruguay.

    —Y después tus goles llevaron a Uruguay a Italia 90. El ícono de esa clasificación es: vos arrodillado en el círculo central del Centenario, durante 10 minutos.
    —Estaba el Estadio lleno. Me quedé disfrutando. Mi país estaba en el Mundial. Ya está, lo logramos.

    —Varios de tus goles en esa serie fueron de un golpe seco, rasante, al palo cruzado...
    —La pegada la tenía, pero después necesitás un espejo para aprender. En Danubio tenía a Carlitos Berrueta. Le pegaba muy bien. Con eso se nace y después lo vas a entrenando. Roberto Carlos le pegaba con un rebenque. Maradona, Roberto Baggio, la acariciaban. Miraba cómo se paraban cuando tiraban tiros libres. Daban dos pasos de carrera. Y me quedaba luego de los entrenamientos a patear. Pero lo mío eran los fierrazos. En Danubio entrenaba a pegarle desde la mitad de la cancha al travesaño. Markarián me decía: “¡Te vas a romper!”. Y yo le respondía: “¡Tengo 15 años, qué me voy a romper si vivo para el fútbol!” (ríe).

    —¿En Europa también te quedabas a patear?
    —Sí, iba un rato antes y me quedaba tirando después del entrenamiento.

    —El Chino Recoba te imitó después...?
    —El Chino siempre tuvo una mano en el pie. Lo mío era tres dedos o banana. A mí lo que me gustaba era patear más de lejos que de cerca. El Chino tenía el toque. A mí dame 30 metros porque la reviento (ríe). ¿Sabés lo que hacía? Miraba al arquero, no al arco. Le apuntaba al pecho del golero.

    —En Italia 90 tuviste el tiro más rápido del Mundial...?
    —Sí, el penal errado.

    —No, no, antes del penal. Por primera vez la TV medía la velocidad de los remates y contra España metiste un tiro a más de 140 kilómetros que rebotó en las manos de Zubizarreta...
    —Terrible zapatazo. Pero imaginate la noche después del partido, después de ese penal errado. No pegué un ojo. Recién me dormí a las seis de la mañana. No daba más de la calentura. Jugaba en Italia y contra los españoles. ¡Los conocía a todos!

    —¿Recordás qué te dijo Óscar Tabárez (entrenador en ese Mundial) después del penal?
    —Con Tabárez tengo una amistad bárbara. Es un tipo fenomenal. Enseguida de aquel partido no me dijo nada. Al otro día me dejó entrenar. Yo estaba recaliente. Teníamos un cuadrazo. Era para haberles ganado 3 a 0. Tabárez dejó pasar un par de días, vino y me dijo: “Rubén, quiero hablar contigo”. Yo sabía que era el penal. ¿Viste cuando te habla tu viejo? Tabárez te habla de verdad. Me sacó toda la presión, esa vergu¨enza que sentía. Me sentí muy bien con él. ¿Sabés lo que pasa con Tabárez? Es como su profesión: es un maestro. Sabe llevar a todos. No es que tenga solamente once jugadores, tiene un plantel y sabe todo de todos. Sabe los nombres de los hijos de los jugadores. Se involucra en tu vida. Eso favorece la unión del grupo. Está en todos los detalles, no se le escapa uno. Yo ya tenía a mi hijo, Nico. De repente Tabárez me dice: “Saludame a Nico por el cumpleaños”. ¿Cómo sabía?

    —¿Esa selección estaba para salir campeona del mundo?
    —Para mí, sí. Tengo dos selecciones que fueron las mejores: la del 86 y la del 90. Nos quedamos cortitos con los resultados. ¿Sabés lo que le pasó al Maestro? Que se equivocó y aprendió. Fuimos a Europa 25 días antes del Mundial. Empatamos con Alemania, 3 a 3 en Stuttgart. ¡Le ganamos a Inglaterra 2 a 1 en Wembley! Hicimos partidos en todos lados y llegamos a Italia saturados. Nos llevaron a un viñedo de Verona. ¡Una casita y todo alrededor viñedos! Estábamos a 40 minutos de un shopping, y nos amargamos mucho. Eso influyó en el rendimiento, sin dudas. Nos alejó del mundo. Era como estar en un bunker en la nieve, del que salíamos solo para jugar. Y perdimos contra Italia, la locataria y gran favorita. Si nos tocaba otra selección, creo que llegábamos más lejos. El Maestro después se dio cuenta. En Sudáfrica 2010 fue una semana antes con un par de partidos de preparación livianos y salimos cuartos. Eso es aprender.

    —Pero Argentina enfrentó a Italia en semifinal y la dejó afuera.
    —Sí, pero a nosotros no nos dio. Nos vacunó (Salvatore) Totó Schillaci, que fue el goleador de ese Mundial. Le pegaba de cualquier lado y la metía en el ángulo (ríe).

    —Jugaste con él en el Inter de Milán.
    —Sí, un personaje. Jugaba en la Juventus y después del Mundial vino al Inter. Era suplente. Un petiso de mierda como yo, chiquitito. Es un amigazo, lo quiero mucho. Íbamos a los entrenamientos juntos. Le pegaba al arco de todos lados. Con él hacíamos las paredes porque jugábamos los dos en la delantera. Pero ¿qué hacia él? Pelota que venía, la paraba y pateaba. “¡La gran siete con este petiso!”, puteaba yo. Después de dos partidos lo agarré en el vestuario y le dije: “Totó, vamos a hacer una cosa. Los dos somos chiquititos, si vos no me hacés una pared acá no vas a hacer ningún gol. Yo sí porque pateo tiros libres y penales, ¿entendés?”. Y también le dije: “Te la doy para hacer la jugada y de tres que tenemos ¡tirás las tres al arco! ¡Si seguís así no te paso una pelota más!”. Entonces me la empezó a pasar, y empezamos a hacer goles los dos (ríe).

    —¿Cómo fue jugar contra Maradona?
    —Diego fue el más grande. La Lazio era un equipo que venía de la B, de mitad de tabla, y luchaba por quedarse en primera. Si yo no hacía los goles, se iba a segunda. Y vamos a Nápoles. Ahí era Diego y 80 mil personas que lo único que gritaban era su nombre. Estábamos calentando en la zona de vestuarios. Diego no aparecía por ningún lado. El Napoli calentando y él no aparecía. Faltando cinco minutos llega el Gordo con los zapatos colgando del cuello. Salimos a la cancha, se calza y empieza a jugar con la pelota. ¡A jugar con la pelotita! Él calentaba en la cancha cinco minutos. Primer tiempo, tiro libre para nosotros, pateo de rebenque, gol. Uno a cero. Voy con mis compañeros, les grito: “¡Se puede contra Diego en Nápoles!”. Salimos a jugar el segundo tiempo. ¿Sabés cómo terminó el partido? Cinco a uno para ellos. Diego hizo dos y le dio tres a Careca.

    —¿Fue mejor que Messi?
    —Messi juega en el Barcelona, Diego jugó en todos lados. A los 15 jugaba como a los 40. Hacía lo que quería. Messi es un fenómeno, pero no asume la responsabilidad del equipo y de la selección. Le cuesta. Sufre ser Messi. En cambio, Diego era un Dios. La enfermedad que tiene, de adicción, empezó cuando vivió en Barcelona, a principios de los 80. Si sos normal y empezás esa vida, caes físicamente, pero el tipo volaba igual.

    —Nunca mejor dicho...
    —En la cancha hizo cosas nunca vistas y afuera ningún compañero habló mal de él. ¡Lo tengo allá arriba! Siempre defendió el fútbol. ¡Si no hubiera consumido, jugaba hasta en la Luna! Entrenaba 20 días y se recuperaba de todo. Sabía que era el mejor. Nunca me olvido de un gol de tiro libre que le hizo a la Juventus: dio un paso y la puso en el ángulo. Impresionante.

    —¿Vos lo hacés?
    —Yo lo hacía a dos pasos porque tenía la potencia. Pero Diego dio un paso y la acarició. ¡Un monstruo! Le ganó al Milan de Berlusconi y a la Juve de Ferrari. Les ganó a todos. Y en Italia 90 le faltó poquito para ser campeón. Argentina fue a jugar a Nápoles y lo aplaudían. No a Italia, a él.

    —Y contra él hiciste el que quizá sea tu mejor gol. ¿Lo es?
    —Sí, claro. El segundo contra Argentina en la Copa América de 1989 en Maracaná es el gol de mi carrera. En ese partido Diego pegó un bombazo en el travesaño desde el medio de la cancha. Me acuerdo de que Bilardo (entrenador de Argentina) gritó varias veces: “¡Matá a ese uruguayo de mierda!”. Está en la grabación. Lo dijo, pero es fútbol. Ganamos dos a cero. Después me pidió disculpas (ríe).

    —En el Inter llegaste a la cima de tu carrera…
    —Mirá los nenes contra los que jugaba: Careca, Maradona y Alemão en el Nápoles. El Milan tenía a Van Basten, Gullit, Rijkaard y Baresi. El Inter tenía a Matthäus, Klinsmann y Brehme. Era jugar con los monstruos del fútbol. Cuando llegué al Inter estaba Pancev, Shalimov y yo fui el último extranjero que arregló. No te olvides que en esa época jugaban solamente tres extranjeros, no como ahora. Yo había arreglado con el presidente del Inter que si hacía 20 goles me pagaba tanto y si hacía menos él ponía la cifra. Los primeros partidos del Inter fueron un desastre. Empezó a perder. ¿Y a quién llamaron? ¡A yogui! (ríe). ¡Cómo no voy a hacer goles! Si hago goles en la Lazio, ¿no voy a hacer goles con este equipazo? Jugaba con Zenga, Bergomi, Nicola Berti, Luigi de Agostini. Media selección italiana. Y arranqué a hacer goles como loco.

    —¿Cuál fue tu mejor partido en el Inter?
    —Uno contra la Juventus. Allá lo que siempre te piden es ganarle a la Juve o el derby con Milan. Hay mucho odio. Milán era de la ciudad, pero la Juve era el poder. También recuerdo un partido contra el Parma que ganamos 3 a 2. Metí los tres goles y casi hago otro de córner. En el Inter exploté. Todos los años eran 20, 23 goles.

    —En esa época era difícil marcar goles en el fútbol italiano...
    —El goleador de Italia hacia 18 goles, más o menos. Hugo Sánchez, el goleador de la liga española, hacia 35. Pero hacer goles en Italia era dificilísimo. ¡Te pegaban cada patada! El último año en el Inter hice 22 goles, y el máximo goleador de Italia hizo 25.

    —Esa época del Inter coincide con el conflicto de Cubilla y los repatriados...?
    —Yo fui uno de los primeros fichajes de Paco Casal. Me llevó a la Lazio, también al Tano Gutiérrez y al argentino Dezotti. Después vinieron el Enzo y el Pepe Herrera al Cagliari. Después Fonseca. El Pato fue al Genoa. Con el checo (Tomáš) Skuhravy´ la rompió. Una vez estaba con Paco en casa, en Milán. Lo llamó el presidente del Genoa: “Paco, necesito un nueve bien alto, de uno noventa, mínimo”, le dijo. En esa época los uruguayos volábamos en Italia. “Tengo uno”, le dijo Paco: “Aguilera”. Yo lo escuchaba y no podía creer. Cortó el teléfono y me dijo: “Mañana cuando vayas a entrenar con el Inter hablá del Pato, dale para adelante”. Le dije: “¡Pero, Paco, te están pidiendo uno noventa y el Pato es más petiso que yo!”. Me miró y me dijo: “Quedate tranquilo”. Conociendo al Pato, la estatura no era un problema, pero el tano quería uno muy alto. Paco llamó al Pato y le dijo: “En dos días te venís para Italia”. El Pato llegó al aeropuerto y el presidente del Genoa lo fue a buscar con Paco. Al llegar, empezaron a preguntar: “¿Dónde está?”. Paco agarró al Pato y le dijo: “Acá está”. “¡Nooo, Paco, no me podés hacer esto!”, gritaba el del Genoa. El Pato arregló, pero como seguían queriendo uno bien alto apareció Skuhravy´. Se cansaron de hacer goles. El Pato fue el jugador más inteligente que vi en el fútbol. No le pegaban una patada. Antes que le llegara la pelota, él sabía a dónde iba a caer. ¿Cómo termina esto? El Pato tuvo un lío con el Genoa y se vino a Peñarol. A Skuhravy´ le quedaban dos años de contrato. ¿Sabés lo que dijo? “Si se va el Pato, yo me voy”. Y se fue también.

    —¿Fue una orden de Casal que no jugaran en la selección de Cubilla?
    —Él nos juntó. ¿Sabes lo que pasó? Que venga un técnico y diga que somos extranjeros era inaceptable. Somos uruguayos. Cubilla era un personaje. En su tiempo fue una figura y como técnico ganó también, pero era una figura en todo. Era él y después el equipo. A mí me dolió que dijera que éramos extranjeros. Sus charlas eran pura soberbia.

    —¿Cuál fue tu mejor compañero de equipo?
    —Totó en el Inter y (Karl- Heinz) Riedle en la Lazio, un alemán que saltaba un disparate.

    —¿Cuál fue el mejor equipo que enfrentaste?
    —El Milan de los holandeses. Fue el único equipo con el que pensé: “No, contra estos monstruos no podemos”.

    —En la Copa América de 1995 jugaste poco y, apenas Uruguay ganó por penales contra Brasil, te fuiste solo del Estadio en un taxi, sin dar la vuelta y sin hablar con nadie.
    —Sí, sí, me fui antes. Estaba caliente conmigo mismo. No estaba bien. En esa Copa América me parece que no di todo lo que podía. Jugué, tenía cuerda, pero no para jugar en una selección. Y la cagué. Es el único error grande que hice, no festejar esa Copa América. Después, viendo en casa el festejo, la alegría de la gente, me di cuenta de la cagada. Pero ya estaba hecha.

    Foto: Nicolás Garrido / Búsqueda

    —¿Se patea bien en el fútbol uruguayo?
    —Se patea bien, pero no se entrena como antes. Tendrían que quedarse más a entrenar. Al terminar el entrenamiento, por lo menos, deberían quedarse media horita más.

    —¿Es por eso que Forlán fue un gran pateador?
    —Forlán, el Chino, Carrasco, el Enzo y muchos más le pegaban muy bien. Para ser un buen pateador hay que mirar al que le pega bien. Acá en Nacional me gusta recorrer las canchas y hablar con los chicos. No es que quiero que le peguen como yo. Odio eso: veo cómo se para un jugador y lo acomodo (ríe).

    —¿Esa es tu tarea en Nacional?
    —Mi tarea acá es ser un embajador. Como Morena en Peñarol, pero más metido adentro de la cancha. Me gusta ver los partidos de los chicos. Si me gusta como juega alguno, hablo con el entrenador, pregunto cómo está su familia, trato de hablar con el jugador para motivarlo y ayudarlo a mejorar.

    —¿Cómo se entrena hoy en comparación con tu época?
    —Hoy en día tienen todo: nutricionistas, médicos, los famosos chalecos que registran todos sus movimientos. Antes eso no existía. No te grababan. Hoy te monitorean, y si estás caminando te dicen: “Nene, caminaste”. Tienen piscina con hielo para desinflamar después de jugar, piscina de recreación para el verano, el reloj que mide lo que corriste. Antes te miraban. Hoy ni te miran. Agarran el chaleco, le sacan el cosito, lo meten en la computadora y te dicen: “¿A ver? Corriste dos kilómetros en una hora. ¿Cómo es esto?”. Hoy somos más profesionales. En Nacional empezamos en la segunda época de Gesto, en 1998. Gesto era todo ojo. No tenía reloj, pero tenía cabeza. Gesto fue el uno del trabajo físico. El dos fue el que estuvo con Gutiérrez el año pasado (Marcelo Giarrusso). Veía como Gesto. Hacía todos los trabajos y sabía exactamente cómo estaba físicamente cada jugador.

    —¿El fútbol te castigó físicamente?
    —No me di cuenta de que tenía que haber terminado antes. Terminé a los 35, pero por querer seguir me jodí el físico. Amaba el fútbol, no quería terminar, Nacional seguía ganando y los médicos me decían: “Dale, vos hacés grupo”. Yo no jugaba y venía a concentrar igual. ¿Sabés cómo terminé con el fútbol? Vi por la tele un gol mío en Nacional y cuando me vi festejando me di cuenta cómo rengueaba. Ahí vi que ya estaba y decidí terminar.

    —¿Cómo ves el fútbol uruguayo de hoy?
    —Voy siempre a Estados Unidos a dar clases de fútbol en una universidad de Carolina del Norte. Estoy 20 días, entreno lo que es definición y elijo los jugadores que crea que pueden jugar en la universidad. Una vez estaba de paso por Miami y un amigo uruguayo me pidió que entrenara a dos chicos. Una horita por día. Uno vino en un Porsche y el otro en un Audi. Tenían idea de fútbol, pero no tenían hambre. En Uruguay de cada 10 niños que nacen, ocho saben jugar al fútbol. Tenemos la sangre futbolera y tenemos lo más importante que un futbolista puede tener: pasión por el fútbol.

    Deportes
    2020-06-25T12:19:00