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Está de moda pegarle a Peter Jackson. Alegatos más usados (por orden de aparición): que está para la plata, que estiró demasiado un librito de morondanga (El Hobbit, de J.R.R. Tolkien, de unas 300 páginas, convertido en tres películas: Un viaje inesperado, La desolación de Smaug, La batalla de los cinco ejércitos), que inventó un personaje que no estaba en ese librito de morondanga (Tauriel, interpretado por Evangeline Lilly), etc.
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Han pasado 14 años desde que este director, productor, fotógrafo, guionista y técnico en efectos especiales, todos títulos que se ha ganado de forma autodidacta, llegó a la cima con El Señor de los Anillos. La tercera parte de El Hobbit, que se desarrolla 60 años antes en la línea de tiempo de la exitosa trilogía, tiene una atmósfera claustrofóbica, menos caminatas por los paisajes de la Tierra Media, va directo a la acción, comienza justo donde terminó la anterior (La desolación de Smaug) y no para hasta llegar hasta el gran enfrentamiento final, en el que el neozelandés vuelve a demostrar que sabe llevar adelante escenas de acción porque, sencillamente, es un notable narrador. Con mucho o poco dinero.
Tenía 26 años cuando filmó su primera película. Una de ciencia ficción, Mal gusto. Va sobre una invasión alienígena con una vuelta de tuerca gastronómica: los extraterrestres llegan a un pueblo en busca de humanos para hacer con ellos lo único bueno que se puede hacer: hamburguesas. El rodaje se hizo los fines de semana o cuando se podía. Y así se estiró durante meses, años. Cuatro años en total. Dependía de los actores, que en realidad no eran actores sino amigos o vecinos del director, que en realidad no era director. Y de la disponibilidad de las locaciones. Y de factores como el estado meteorológico y las condiciones financieras para costear los efectos especiales. Con un presupuesto de 250.000 dólares, la idea inicial era un corto, pero, como volvería a suceder, el asunto se fue enriqueciendo en cuanto a trama y personajes (dice él), y derivó en largometraje. Que no solo llegó a estrenarse, también se exhibió en Cannes, en 1987, para sorpresa de unos cuantos. Empezando por Jackson.
Cannes le dio difusión internacional, estatus de culto y dinero, que fue para su segundo largo, Meet the Feebles, musical protagonizado por marionetas y con descaradas muestras de sexo y violencia. El siguiente paso, Braindead, otra comedia, negrísima, declaración de amor al gore y al cine de zombis, fue censurada en varios países donde la sangre no se mezcla con el humor. Jackson iniciaba la década de 1990 como el niño terrible del gore, el Sam Raimi neozelandés, hasta que de repente apareció con una historia que desconcertó a todos.
Fue en 1994. La película: Criaturas celestiales. Basada en hechos reales, con inquietantes toques románticos y fantásticos, contaba con una actriz cautivante: Kate Winslet. Básicamente, es una historia de amor lésbico entre dos adolescentes que se crean un mundo propio y excluyente y que cuando algo interfiere en ese universo ideal no dudan en eliminarlo. Literalmente. La forma en que el director se introduce en ese mundo, la manera de narrar la obsesión de dos seres especiales y solitarios fue distinguida en festivales de prestigio y Jackson —junto a su esposa Fran Walsh— tuvo su primera nominación al Oscar por el guión. El especialista en gore ahora demostraba que era sensible.
Entonces: en Hollywood había interés en lo que Jackson tenía para decir. Y Jackson tenía una idea. Había una película que quería hacer desde que tuvo ganas de hacer películas: King Kong. Vio aquella versión de 1933 en televisión y quedó tan impresionado que, cuando sus padres le regalaron una cámara Super-8 de cumpleaños, lo primero que hizo fue una animación con muñecos de plastilina. Pero hubo una cinta con un gorila y una rubia, Mi amigo Joe, que no anduvo bien en términos de recaudación, y la propuesta de Jackson a los productores (entre ellos, Robert Zemeckis) quedó para otro momento. ¿Otra idea? Sí, una de fantasmas. Eso es Muertos de miedo, una reinvención en clave de comedia de las películas de fantasmas. Y con Michael J. Fox interpretando a un cazafantasmas bastante chanta. Es insólitamente tenebrosa y divertida, de una oscuridad que da risa. Otra de culto. Después de esto, el viaje a Tierra Media. Épico.
Después del éxito millonario (la cantidad es obscena, y sigue en aumento) y la catarata de 17 Oscar por la trilogía de El Señor de los Anillos; después de ser nombrado Caballero de la Orden del Mérito de Nueva Zelanda por sus servicios a la industria cinematográfica del país; después de darse el gusto de hacer King Kong; de ser reconocido en festivales de todo el mundo (reconocimiento a una carrera despareja que, sin embargo, evidencia una mirada profunda sobre la realidad y la necesidad de construir fantasías); después de ser uno de los productores del debut de Neill Blomkamp, District 9; de filmar un libro para muchos infilmable (Desde mi cielo, de Alice Sebold); de trasladar al cine, junto con otro titán, Steven Spielberg, a Tintín; después de todo: se hizo cargo del barco abandonado por Guillermo del Toro (las demoras en la producción lo saturaron) y volvió a Tierra Media, volvió a Tolkien y filmó El Hobbit, que al principio iba a presentarse en dos películas y terminó siendo, oh, una trilogía.
Y con el final dado con La batalla de los cinco ejércitos, los fanáticos (en el sentido más religioso de la expresión) de Tolkien tendrán sus razones y todo el tiempo que consideren oportuno para discutir sobre asuntos de fidelidad respecto a la obra original. Vale decir que la interpretación que hizo Jackson es, también, la de un fanático.
Porque la historia, también, es conocida. El realizador se enganchó con la obra de cuando tenía 17. Se encontraba en la estación de trenes de Wellington, lo esperaba un viaje de 682 kilómetros rumbo a Auckland, donde iba a asistir a un curso de seis semanas. Compró un libro grande para leer en el trayecto: las más de mil páginas de aquel clásico no podían fallar. Desde entonces, fascinado, deseó que alguien hiciera una película con la historia de Frodo, Sam, Aragorn, Boromir, Gimli, Legolas, Saruman el Blanco y Elrond. Se hizo una versión animada (Ralph Bakshi, 1978). Hubo otros intentos que quedaron por el camino, como el proyecto entre Stanley Kubrick y los Beatles. Iba a ser la siguiente película después de Help: Paul iba a interpretar a Frodo, Ringo a Sam, George a Gandalf y John a Gollum. Tolkien desaprobó la idea, no cedió los derechos. El profesor, quien comenzó contando historias para sus hijos antes de dormir (así nació El Hobbit) y luego trabajó en la creación de una mitología propia (así creció la Tierra Media, así crecieron sus habitantes y sus lenguajes), nutriéndose de los mitos de los antiguos pueblos germánicos, a la que insufló sus valores (ecología, pacifismo, amistad, compromiso con la comunidad), vendió los derechos a United Artists con el único deseo de que sus personajes no cayeran en manos de Disney.
Fueron a parar en los dedos gordos de un narrador que puede realizar retratos íntimos e intensos, de locura, de amor y de muerte (Criaturas celestiales, Desde mi cielo), de un desbocado capaz de revivir el cine de fantasmas con humor e imaginación (Muertos de miedo) y filmes colosales, con escenas como nunca antes se habían visto (recordar, por ejemplo, a los orcos en Mordor, esos planos épicos que se mueven como pinceladas sobre las montañas, y recordar, por favor, a ese increíble personaje que es Gollum) o encadenar todo en una misma saga que, a pesar de ser a veces excesiva y barroca, tiene la solidez para sobrevivir a los golpes y a las modas.