La pinta no es lo de menos: muchas veces puede suplir al talento. Hijo de un policía, el londinense Roger Moore (1927-2017) intentó ensayar una carrera como actor teatral. “Aprovechá esa presencia y los ojos celestes”, le aconsejó bien alguien. Moore hubiera querido pasar a la historia como un gran Lear o un soberbio Ricardo III, pero las tablas no eran lo suyo. Sí la televisión, donde alcanzó fama en los años 60 como el aventurero Simon Templar en El Santo. Incluso llegó a dirigir algunos episodios. Trabajó con Elizabeth Taylor (La última vez que vi París), Glenn Ford (Melodía interrumpida) y Lana Turner (Diana de Francia), hasta que le llegó la gran oportunidad, a él, que odiaba las armas, que era doblado sistemáticamente en todas las escenas de acción, que odiaba la violencia y que tenía 45 años: encarnar a James Bond, y en lugar de Sean Connery, que es como ponerte la 10 después de Pelé o Maradona. Hasta el momento, Roger Moore, que murió a los 89 años, es el primer agente 007 caído en combate. Y fue siete veces Bond: Vivir y dejar morir, El hombre del revólver de oro, La espía que me amó, Moonraker, Solo para tus ojos, Octopussy y En la mira de los asesinos, donde dijo “basta” con… 57 años. El más parecido al personaje que Ian Fleming describió en sus novelas, se lleva una de las secuencias más delirantes de la saga: la pelea en paracaídas con el gigante Richard Kiel, “Jaws”, en Moonraker. Fue embajador de Unicef, se quedó con el Oscar que Marlon Brando despreció aquella noche en que mandó a una india a representarlo ante toda la fauna de Hollywood y vivió en Suiza, evitando los impuestos, fumando puros y riendo con las películas de James Bond en VHS, en DVD y en Blu Ray, junto a sus nietos.
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