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Buenos Aires (Javier Alfonso, enviado). Los bailarines desaparecen. A los 54 años, la chica material camina sola, de frente a una multitud de 40.000 personas que no alcanza a llenar el Monumental pero que es multitud al fin. Acaba de cantar “Human Nature”, y ha comenzado el strip-tease. Mira a los ojos a quienes pagaron más de 500 dólares por ocupar las plazas preferenciales: “Este es mi escenario, así que no lo ensucien”. Anuncia que se desvestirá pero que a cambio los espectadores vip deben arrojarle dinero, y solo dinero. “¿Qué hacen cuando su chica se desviste? ¿Le tiran dinero, verdad? ¿Qué están esperando?”. Mientras los billetes argentinos caen sobre su cuerpo tendido, cubierto solo por lencería erótica, emerge un piano vertical a su lado. “No quiero esta mierda”, espeta, y devuelve un objeto rojo que no era papel moneda. El pianista hace sonar el acorde de Do mayor y, en el clímax de su personaje prostibular, Madonna canta a la Argentina: “It won’t be easy, you’ll think it strange / when I try to explain how I feel / that I still need your love after all that I’ve done”. Trepada al piano, con “Eva” tatuada en su espalda y su estilizado y muy envidiado trasero ampliado por un millón en las pantallas, Madonna Louise Veronica Ciccone resignificó una vez más el concepto de “provocación” al interpretar “Don’t Cry For Me Argentina” —canción a la que su imagen está soldada desde que en 1996 protagonizó la “Evita” de Alan Parker— en la tierra de la mítica esposa de Perón. Fue, por destrozo, el momento más intenso de la tercera visita de la “Reina del Pop” a Buenos Aires.
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El cuadro febril que aquejó a Madonna fue mucho menor que el que experimentó el público porteño en el estadio. El sábado 22, aquello parecía el desfile del Día del Orgullo Gay. Hombres y mujeres con tocados de novia en la cabeza, mujeres y hombres con musculosas y vestidos transparentes, hombres y mujeres con abundante maquillaje y pelucas multicolores, mujeres y hombres ataviados con corsets, portaligas, tacos altos, corpiños puntiagudos, lentes estrafalarios y otros símbolos netamente madonnianos. Púberes hiperansiosos y grupos de adolescentes y veinteañeros hiperexcitados al grito de “Madonnaaaaaaaa”, “uuuuuuu”, “iiiiiiiiiiii”, “aaaaaaa” y otras expresiones de altísima euforia colectiva.
“Les pedimos que el de esta noche sea un concierto libre de humo”, anunció una voz femenina en off, en un alarde de corrección política que, aunque pertinente, parece desmedida y contradictoria con la trayectoria artística de una mujer que a lo largo de los últimos 30 años ha barrido con innumerables preconceptos artísticos, a la vanguardia de un movimiento que abrió camino a una legión de estrellas que constelan el firmamento pop. Desde Cindy Lauper a Britney Spears, y desde Kylie Minogue a Lady Gaga.
“The MDNA Tour” no fue demasiado condescendiente con aquellos que esperaban un show de grandes éxitos. Fue, en cambio, un espectáculo conceptual fuertemente basado en los temas del reciente disco “MDNA”. Comenzó en Israel el 31 de mayo, y desde entonces recorrió Medio Oriente, Europa, Norteamérica y Sudamérica, para totalizar 88 fechas el próximo sábado 22 en Córdoba. “Estamos muy cansados, ha sido una larga temporada, pero valió la pena”, dijo Madonna al público porteño en uno de los respiros que se tomó.
Durante varios pasajes de las dos horas de función, no se trató de un concierto convencional. No fue un recital de canciones, sino que la acción transcurrió como en un musical teatral con temas unidos por transiciones que casi no dejaron lugar a los aplausos y una formidable puesta en escena en permanente mutación que dejó sin aliento hasta al melómano más reticente a la música generada por máquinas, como “Girl Gone Wild”, pieza netamente dance que abrió el concierto tanto el jueves 13 como el sábado 15, precedida por una ambientación religiosa que transformó el escenario en una catedral con enormes vitrales, altar, monjes de largos trajes y rostros cubiertos, y con un incensario gigante que esparció humo aromatizado y sumó el olfato a la lista de los sentidos invitados al show.
Es que la parafernalia audiovisual no parece tener límites en este tipo de puestas en escena donde los millones que puede costar cualquier artilugio no son obstáculo para una producción que obtiene ganancias por cientos de millones de dólares en cada gira. Como U2, los Rolling Stones, Roger Waters o AC/DC, un concierto de Madonna es mucho más que una sucesión de canciones. Esto no asegura necesariamente que la experiencia sea perfecta. Tampoco, en opinión de este cronista, una bestialidad escénica como esta supera siempre a la experiencia emocional que puede disparar el repertorio de un artista, quienquiera que sea, que se para frente a su audiencia a ofrecer su música despojado de otros ornamentos, ya sea Paul McCartney en el Centenario para cincuenta mil personas, Norah Jones en el teatro de Verano para cuatro mil o Fernando Cabrera en La Trastienda para trescientas.
Hechas estas aclaraciones, lo de Madonna el sábado 15 en River fue apabullante y superó ampliamente las expectativas de quien sabía lo que iba a ver: un espectáculo multigénero que involucra música, baile, teatro y un brutal despliegue de animación digital, iluminación y movilidad escénica, todo pasado por el tamiz de una artista de enorme carisma, personalidad arrolladora, claridad conceptual y un inmenso talento artístico, tanto para cantar como para actuar, bailar y ser el centro de gravedad de un plantel de medio centenar de bailarines y músicos, aunque esté visiblemente afectada por la gripe, como sucedió en Buenos Aires.
El jueves 13, Madonna sufrió la falta de aire propia de quien debe cantar todo el tiempo sin dejar de moverse... con 54 años y 38 grados de fiebre. El sábado 15 se encontraba mejor, pero sus pulmones no estaban al cien por cien. De todos modos pidió al público que la ayudara a entonar y no tuvo drama en aclarar que cantaría sobre pistas grabadas de su propia voz, y en algún caso que directamente no cantaría. Por momentos se la notaba por demás agitada, pero después de unos segundos recuperaba el resuello y volvía a la carga.
Así fue entrando en calor y entregó versiones muy dignas de “Papa Don’t Preach”, “Hung Up”, “Vogue”, “Express Yourself” y “Like a Prayer”, entre otros himnos convertidos en clásicos. De todos modos, cuando se expuso en pasajes a capella, como en el de “Evita”, su voz caló varias veces, al menos un semitono. Un pecadillo más que perdonable a quien se define como “una pecadora”.
Cada pasaje del espectáculo reserva una sorpresa que aturde y desencaja al espectador. Una sangrienta y adrenalínica escena cinematográfica en la que despacha a una decena de matones a balazo limpio, un cuadro de porristas de estadio, una persecución cinematográfica sobre los vagones de un tren que emergen del escenario, una docena de percusionistas tocando el tambor colgados del techo, literalmente en el aire, un grupo de superhombres de hombros dislocados y decenas de cuadros de deslumbrantes coreografías colectivas.
Un constante bombardeo de imágenes, un non-stop sonoro con el beat del bombo electrónico bien al frente. Todo para ver y oír. Adrenalina escénica al mango. Rostros extasiados en la cancha transformada en una inmensa pista de baile, seres que saltan, bailan y gozan absortos, y unos cuantos exhaustos, tirados en el pasto, a los costados, rendidos.
Además de la sugestiva interpretación del tema principal de “Evita”, el otro momento de retórica elocuente fue una fuerte arenga a favor de la igualdad civil, racial, religiosa y sexual, dominada por los términos “fuck” y “motherfucker”.
Su icónica silueta girando envuelta en una bandera argentina, sostenida desde el fondo por esa pared sónica que levanta un coro gospel cuando canta como Dios manda (“Just like a prayer, I’ll take you there”) es la otra gran imagen que permanece en la retina días después del concierto. Y el final perfecto con “Give In 2 Me”, tema bolichero por excelencia. “Gracias Argentina, I love you, hasta la próxima”, exclamó la señora, y todo terminó abruptamente, sin bises. No cabían, nadie los pidió. No tenían sentido. No tuvieron lugar.