El editor le había dicho a la muchacha que tenía un trabajo para ella: oficiar de asistenta de una vieja escritora, ermitaña y cascarrabias, que vivía en un caserón en el Ticino suizo. El puesto lo debía ocupar una persona de suma confianza, que además supiese hablar inglés perfectamente y que tuviese carné de conducir para ir dos veces por semana al hospital de Locarno. La muchacha probó suerte. Se fue a la estación de Zúrich, tomó el tren correspondiente y durante el trayecto leyó una de las novelas de la vieja ermitaña y cascarrabias: El temblor de la falsificación. Se sumergió en las páginas y al instante desapareció el traqueteo de las ruedas metálicas sobre los raíles; el encantador paisaje verde del cantón a la tarde, que se colaba por las ventanas con sus típicas casitas de madera y la ropa colgando en los jardines, se esfumó como si a un boxeador le hubiese caído la noche con un directo al mentón. La historia de un novelista que en Túnez debe escribir un guion y espera encontrarse con el director mientras el tiempo pasa y se cruza con otros personajes, le pareció hipnótica, imposible de abandonar, pero también terrible y angustiante. Al llegar a su destino la esperaba un señor mayor, que la ayudó a bajar el equipaje. Era el ex asistente de la vieja ermitaña y cascarrabias, y con un tono aliviado le dijo a la muchacha de buenas a primeras: “Ahora me voy a convertir en monje”.
—¡Yo lo odio!
Así se ganó el puesto y fue la asistenta de Patricia Highsmith durante diez años, los últimos en la vida de la vieja ermitaña, cascarrabias y sublime escritora.
Es frecuente —porque los lugares comunes al menos sirven como guía— considerar a esta señora dentro del género negro o la novela de crímenes. Ha creado un personaje, Tom Ripley, amoral, seductor y muy peligroso, que trascendió los libros y fue llevado al cine con diversos rostros: Alain Delon, John Malkovich, Matt Damon y Dennis Hopper, este último el mejor Ripley en la mejor adaptación de Highsmith al cine: El amigo americano (1977), de Wim Wenders.
Su primera novela, Extraños en un tren (1949), escrita cuando tenía 28 años y llevada a la pantalla grande un par de años después por Alfred Hitchcock con libreto de Raymond Chandler (a nivel local se estrenó como Pacto siniestro), le ganó celebridad mundial. Dos sujetos que se conocen en un tren intercambian asesinatos para evitar que los móviles sean comprensibles. Una idea macabra. Además del planteo policial en sí y de la posibilidad de ensayar dos homicidios que serían un rompecabezas para la Policía, aparecen los comportamientos psicopáticos, los dobleces morales y oscuros propios del universo de Highsmith, siempre interesada en las curiosas y muchas veces desagradables psicologías del ser humano, más allá de cualquier valoración ética. Hitchcock había pagado por los derechos de la novela 6.800 dólares y la escritora, aunque no quedó conforme con la adaptación, siempre agradeció al cineasta británico el haberla puesto en el tapete mundial.
Algo similar ocurre con otra de sus novelas: Crímenes imaginarios, en la que una pareja que se separa por un tiempo da origen a especulaciones violentas por parte del marido, un escritor de historias de suspenso para la televisión. Mucho más importante que la intención del crimen son la especulación y los beneficios secundarios que se pueden obtener —para construir una historia, para alentar la propia imaginación—, una suerte de coqueteo con lo macabro, como retirar una alfombra enrollada de la casa para que parezca que envuelve un cadáver —sabiendo que una vecina observa la escena— y enterrarla en el medio del bosque, cuando en realidad no hay nada en su interior.
El diario de Edith está considerada la mejor novela de Highsmith y nada tiene que ver con la serie negra. Si aquí hay suspenso, es el suspenso de la vida, qué sucederá si tu marido te abandona; qué sucederá cuando tu hijo, que es un completo inútil y para colmo mal bicho, sea mayor; qué sucederá con el tío George, que vive postrado en una cama en tu casa —hay que administrarle las medicinas, alimentarlo, cambiarle la chata— y ni siquiera es pariente tuyo. Los protagonistas son Edith y su hijo Cliffie, y seguir la evolución de ambos es tenebroso y angustiante. Como última y desesperada defensa, Edith construye una realidad imaginaria y luminosa en su diario. Un bálsamo para soportar la vida. En el fondo, tal es la función de la literatura: la construcción de un andamiaje con las palabras, un estado de gracia que por el mismo hecho de ser edificado, es posible manejar, cambiar y embellecer. Finalmente, algo que da placer.
El peso del mundo que soportan los hombros de Edith con su carga cotidiana avanza paulatinamente página tras página: “Edith contempló sus desgastadas zapatillas, aplastadas en los talones, porque George nunca se las metía del todo, y un arrugado pañuelo en el suelo que contenía Dios sabía qué, pero que era tarea suya recoger”. Hay puertas hacia sótanos que abre la escritora que son dignas de Dostoievski.
Si la narrativa de Highsmith se midiese no en amplitud de lenguaje o en extensión conceptual, sino en sondeos, en aproximaciones cada vez más penetrantes, esta vieja ermitaña y cascarrabias sería de las capaces de llegar a las mayores profundidades, a zonas que no son precisamente agradables de transitar, donde apenas hay oxígeno, como ocurre, por emplear un símil cinematográfico, con el cine de Michael Haneke.
Algo —o mucho— de la solitaria vida de Highsmith late en todo el asunto: un deliberado desapego a lo social y la total convicción de que el verdadero destino de la existencia se juega en la soledad.
Sin embargo, nunca descuidó las grietas políticas que se abrían ante los pies de sus personajes, quizás porque eran grietas que también a ella le preocupaban, por más que estuviera radicada en Europa. Edith, por ejemplo, sigue permanentemente las noticias de la guerra en Vietnam y las desprolijidades de Nixon, los extraños cultos de sectas como la de Charles Manson en California a fines de los 60, así como las especulaciones a partir de la muerte de Robert Kennedy. Por más que uno se resguarde en su intimidad, la realidad también presenta sus aspectos sombríos y gotea hacia dentro.
Semejante universo pesimista no quita el humor —hay que saber encontrarlo, pero está— que subyace en varias de sus historias, en especial en los cuentos. Porque no solo fue una gran novelista (Mar de fondo, Ese dulce mal, El grito de la lechuza, Rescate por un perro, la saga de Ripley, entre otras), también fue una impecable cuentista (La casa negra, Crímenes bestiales, Pequeños cuentos misóginos, entre otros). En Sirenas en el campo de golf, por ejemplo, hay un relato tremendo: El botón. Estamos ante una pareja y su hijo. Del hijo tenemos noticias primero por sus sonidos guturales: ¡Guu-vuur-ca-vuur-ca! Luego lo describe: “Un montoncito redondo, con los ojos borrosos, la gruesa lengua colgando fuera de la boca (…), un niño que jamás leería nada, ni siquiera un envase de copos de avena”. La vieja ermitaña y cascarrabias no tiene piedad y avanza como un tanque, pero lejos está de burlarse o de ser únicamente irónica; el niño con síndrome de Down será el disparador de una conducta inapropiada por parte del padre, que es lo realmente importante. Las con-duc-tas, ese tinglado donde el ser humano representa todo: el bueno, el malo, el idiota, el pusilánime, el avivado, el inescrupuloso, el piadoso, el asesino. Los cuentos de este libro tienen diez páginas, pero hay mucho más en cada uno de ellos: es como conducir por una avenida, derivar en una calle, parar el coche y seguir a pie por peatonales y callejones.
Highsmith murió en Locarno, Suiza, en 1995, hace 20 años. Había nacido en Fort Worth, Texas, en 1921. Su nombre verdadero era Mary Patricia Plangman. Y aquí comienza una historia que si no fuera real, pertenecería a su mundo literario: su madre no la quiso tener, y en uno de los intentos por abortar bebió aguarrás. Cuando la madre se volvió a casar, Patricia adoptó el apellido de su padrastro, aunque nunca se llevó bien ni con la madre, ni con el padre, ni con el padrastro, solo con su abuela materna. Pasó su infancia en el Greenwich Village de Nueva York. Siendo adolescente se convirtió en una voraz lectora, en particular de libros de patologías humanas y locura. Vayan llevando.
Dejó Estados Unidos y vivió en Inglaterra, Francia y Suiza. Un vistazo a la heladera de Highsmith: la mitad de una cebolla, un trozo de carne, un par de huevos, caldo frío y varias botellas de cerveza, vodka, vino blanco y otras bebidas espirituosas. Y si los cigarrillos se guardasen allí, varios paquetes, mejor dicho, cartones.
Mantuvo relaciones lésbicas pero ninguna duradera, todas apasionadas e impetuosas. Las emociones eran un problema sin otra solución que la ruptura. Su novela Carol, que trata la homosexualidad femenina y que publicó en 1951 con el seudónimo Claire Morgan, acaba de ser adaptada al cine por el director norteamericano Todd Haynes, con Cate Blanchett en uno de los roles protagónicos.
Dicen que todos los días se echaba una siesta para aplacar a los demonios —o quizás todo lo contrario: para juntarlos— y acto seguido se levantaba fresca, despejada, llena de energía para escribir en su vieja máquina, que resonaba en toda la casa, ¡tac-tac-tac!, ante la mirada impasible de los gatos y con la seguridad de construir una obra intensa, furibunda, despiadada e impresionante, no apta para corazones débiles.