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“Mi padre decía: ‘Empezá una guerra y vas a ver cómo es la gente’”. La frase la expresa Madeleine (Ruth Wilson) a Lucile (Michelle Williams). La película ya empezó y eso ya se vio. Se está viendo. Y se verá todavía más. Ya pasó la estridente escena del bombardeo aéreo, los aviones acelerados, arrojando proyectiles en el campo, la sucesión de momentos de desesperación, miedo y enojo, los autos cargados de maletas y perplejidad parten lejos, impacientes, a toda velocidad, hacia sitios más seguros. Es junio, 1940, Francia invadida, ocupada por los nazis.
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En Bussy, un pequeño pueblo cerca de París, los miembros del batallón enemigo se instalan en las casas de los aldeanos, metidos en la iglesia, el último refugio. Es preciso cómo se exhibe el amenazante avance del ejército alemán, la manera en la que transmiten el terror entre los pobladores, cómo se genera una atmósfera donde vibran el pánico y la inseguridad. Las botas machacando el empedrado, el murmullo de las motos, la prepotente marcha de los tanques, el golpeteo de los tambores: una sinfonía que genera pánico. Hay que brindar alojamiento y comida, hay que recibir bien, al menos amablemente, al invasor, que se impone en el espacio y el tiempo: en Francia, ahora hay que ajustar los relojes porque el tiempo es el de Alemania.
Lucile lleva su apellido de casada, Angellier, aunque de su esposo no hay novedades. Lucile vive en uno de los caserones de Bussy. Vive con su suegra, una fortaleza humana interpretada por la inglesa Kristin Scott Thomas, que no quiere ni mirar a la cara al nazi que le venga a su hogar, y prefiere ver sus objetos quemados antes que en las sucias manos de los soldados alemanes. El esposo de Lucile, Gastón, es prisionero de guerra. Entonces: está casi todo el tiempo en conversaciones, en la ropa que dejó y en el plato y en la copa que todavía se sirve en la mesa a la hora de comer. Gastón asoma también en reproches y recriminaciones disparadas por esa pálida y estricta mujer, esa presencia glacial, la suegra, personificada con el sello de calidad inglés de Scott Thomas, siempre tan notable.
A este escenario de silencios difíciles llega Bruno von Falk, un alto jerarca de las fuerzas de Hitler, encarnado por el belga Matthias Schoenaerts, el tipo con el papel más difícil de toda la película (un grande, se lo verá en Galveston, la adaptación de la novela de Nic Pizzolatto). Hombre educado, Von Falk se presenta amablemente diciendo que intentará no causarles molestias. Von Falk, con su uniforme diseñado por Hugo Boss, coloca el reloj con la hora alemana, pide disculpas: “Espero que no les importe, es que no puedo llegar tarde”. Llega, además, con un perro. “No dijo nada de un perro”, se queja la suegra. En el pueblo, las madres de los soldados franceses miran con asco a los alemanes, que buscan compañía y que abusan, mientras en la casa, ella descubre con sorpresa y curiosidad —la composición de Williams es fina, desde los ojos—, que el oficial toca el piano maravillosamente bien y que además tiene talento para la composición. Lucile, cuyo matrimonio no ha sido la definición de un lecho de rosas, y Von Falk, que lleva tantos años de casado como en el Ejército, se acercarán bastante, de un modo delicado, peligroso, el uno al otro, en un contexto que no es el más favorable. Tienen todo, no solo la guerra, en contra. No es spoiler: está en el póster. Supuestamente el amor es el sentimiento más intenso y más vehemente, está más allá la moralidad, lo soporta todo, contiene la felicidad y el sufrimiento —y, también por eso, cuanto más fuerte el amor, más fuertes la felicidad y el dolor—, lo que pondrá en un nubarrón de confusión dentro de un espacio de por sí raro y ambiguo. Porque hay algunos vecinos que están negociando con los invasores, informando sobre las actividades de los demás, que, tal vez, buscan sumarse a la resistencia. Y así como la historia de Lucile y Von Falk surgen otras, que pueden o no ser de amor, quizás solo sean búsquedas desesperadas de un sentimiento que despierte la chispa de estar vivo, la ilustración de lo que decía el padre de Madeleine: “Empezá una guerra y vas a ver cómo es la gente”.
Irène Némirovsky inició la escritura de una serie de cinco novelas a las que tituló Suite francesa y con las que pretendía retratar la época en la que vivía. Era judía, como su esposo, y aunque se habían convertido al catolicismo, fue deportada en 1942 y trasladada a los campos de Pithiviers, en Francia, y de Auschwitz, en Polonia. Murió allí. Había completado las dos primeras partes, Tormenta de junio y Dolce. En los créditos finales del filme se muestran páginas del manuscrito original, la apretada letra de Némirovsky, de cómo proyectaba la dirección de los personajes. El realizador y también guionista británico Saul Dibb, director de La duquesa, adaptó el libro junto a Matt Charman, mismo guionista de Puente de espías, de Steven Spielberg, enfocándose en los sucesos narrados en Dolce, en la zona más melodramática de la historia. Entrar en este melodrama fotografiado como para vender miel implica sortear el hecho de que en un pueblito de Francia ocupado por los nazis se habla mayormente en inglés y algo (muy poco) en alemán. Y que se suelten algunas (escasas) palabras en francés. El elenco multinacional (a la protagonista estadounidense se suman actores de otros países de Europa) responde más que nada a cuestiones de producción más que a razones artísticas. De todos modos, es anecdótico frente al poder de la historia y las muy buenas interpretaciones del trío protagonista.
Suite francesa (Suite française) Francia-Reino Unido-Bélgica, 2014. Dirección: Saul Dibb. Duración: 107 minutos.