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Está el soldado averiado que vuelve a la granja en busca de paz, pero el recuerdo de un compañero despellejado en el campo de batalla y colgado de una cruz no lo abandona. Se sabe: no debe haber algo más cruel, más violento y espantoso que una guerra.
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Está el predicador que bate sus palabras sobre música, pero después de dar el sermón necesita echarse encima una caja llena de arañas para demostrar ante los fieles que al único a quien teme es al Señor. Entonces, primero el Señor, y después las arañas.
Está la niña que solo lee la Biblia y solo va a la iglesia. Y la abuela que cocina muy bien y le lleva los platos al reverendo, que se los desprecia.
Está la pareja de enamorados. Ella es una atractiva camarera, él un apasionado de la fotografía. Y ambos viajan en busca de compañía en este asunto del amor. Son abiertos y adoran los tríos. El invitado puede ser un autoestopista o cualquier incauto que ande dando vueltas por ahí. Tienden un mantel, hacen un pícnic, ella en traje de baño, ofrecen una copa de vino al recién llegado, lo asesinan y luego se sacan fotografías con el cadáver en diversas poses.
Está el inútil, mediocre y maldito policía en quien no debemos confiar.
Y está el chico a quien su padre le dejó una pistola Luger.
Todos estos personajes criados en la miseria de un pueblo pequeño encerrado en el sur de Ohio, con un puñado de casas torcidas, un par de tiendas de ramos generales, un bar y una iglesia, convergen en El diablo a todas horas (2020, 138 minutos), recientemente colgada en Netflix. La película está dirigida y guionada por el norteamericano Antonio Campos (Nueva York, 37 años), productor y director de la serie The Sinner. Pero lo importante es que en la base hay una novela del tremendo Donald Ray Pollock, que además está presente con la voz en off como narrador unificando a los personajes y a sus espantosas puestas en escena en esta vida que les ha tocado.
Los actores conocidos están todos a la altura de lo exigido. Robert Pattinson confirma que con un guion en serio es un intérprete en serio: su predicador resulta sencillamente inmundo a primera vista. Jason Clarke se luce templando en el horno una exquisita asquerosidad como asesino serial. Mia Wasikowska, bueno, pobrecita, ella es una ferviente devota del Señor y confía ciegamente en sus emisarios. Tom Holland es el muchacho descarriado con la Luger inmerso en semejante ciénaga de monstruos. Y el resto de los actores menos conocidos también rinden a plenitud. Todos se sacan chispas bajo este cielo sin estrellas.
Estamos ante el ritmo de una sinfonía oscura, perversa, no apta para paladares impresionables, con varios solistas que poco a poco se cruzan en el camino del Señor, o del diablo, por estas carreteras del trágico ser humano, que en definitiva es quien interpreta los mensajes divinos o diabólicos.
Si Cormac McCarthy era hasta el momento el escritor pesado que daba pie a historias sórdidas llevadas al cine con éxito (el caso más emblemático es la oscarizada Sin lugar para los débiles, de los hermanos Coen), Pollock se queda ahora con el título del más violento y furibundo de los escritores norteamericanos contemporáneos. Sus personajes tienen el exceso de la religión metido en las venas. En su primer libro, Knockemstiff (Literatura Random House, 2017, 222 páginas), una colección de cuentos cortos, experimentan a Dios en la iglesia, en una caravana desvencijada y en el aparcamiento de McDonald’s. O lo sienten cuando tienen sexo en el asiento trasero del auto con una mujer pálida y muda. O cuando se encajan y se van de este mundo con alcohol barato y drogas. Dios está en el desamparo y en la desesperación, en la inevitable violencia, en el amor más que roto, en las pastillas disueltas de oxicodona. Dice Pollock: “Puede que olvidar nuestras vidas sea lo mejor que hagamos nunca”.
Como sus personajes, Pollock nació y creció en Knockemstiff, Ohio. Y a sus 66 años sigue viviendo muy cerca de allí. Trabajó más de 30 años en una fábrica de papel, porque así lo habían hecho su padre y su abuelo. Cuando el padre se jubiló y pasó a vegetar todo el día en la casa clavado al sillón frente al televisor, Pollock se dijo a sí mismo que no quería ese destino para él. Entonces decidió hacer un curso de escritura creativa y comenzó a mandar algunos cuentos a revistas. Y le fue bien. Se convirtió en escritor con más de… 50 años. Su segundo libro fue El diablo a todas horas y el tercero El banquete celestial, novelas ambas. Y con solo tres trabajos le alcanzó para situarse en el pedestal de los capos actuales de la escritura, con un estilo único, filoso y descarnado. Si a Raymond Carver y a Richard Ford se los ha clasificado dentro del realismo sucio, lo de Pollock es bestialismo andrajoso, de navaja y puntazo.
Reconocido deudor de la literatura sureña, de Flannery O’Connor y de Faulkner, si tiene que elegir una sola influencia, Pollock la declara con una sonrisa de agradecimiento: Céline.
Miren cómo arranca el relato Bactine: “Llevaba una temporada viviendo en Massieville con el lisiado de mi tío porque no tenía dinero y no me querían en ningún otro lado, y me pasaba la mayor parte del tiempo cambiándole el cubo de la mierda y metiéndole cigarrillos en el agujero de fumar”.
Con esa crudeza de carnicero cortando en trozos una res, en tan solo una frase te puede describir el incendio en una cama, el albornoz floreado con el que recibe a sus chicos un vendedor de hot dogs pedófilo, el andar fantasma de una chica que lo hace con todo el pueblo, los recuerdos de un niño que va al autocine con su padre violento, los “jardines” plagados de piezas de coche oxidadas y jaulas para perros vacías, la calentura que le provocan las fotos de Ali MacGraw a un tipo pasado de anfetas o el clásico escupitajo de tabaco negro de los pueblerinos.
Oh, podrá decir alguien, ya he leído suficiente sobre esos mundos decadentes y depresivos bajo cielos de cera. No, digo yo, si no han leído todavía a Donald Ray Pollock, que por si fuera poco es capaz de encontrar humor bajo esta corteza lamentable de sus criaturas. Un humor negro, claro, pero humor al fin. Por eso recomiendo la película El diablo a todas horas. Y leer a Pollock.