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    Son todos comunistas

    Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas

    Hermosa película. Resulta extraño afirmar algo así. Que una producción documental que gravita en torno a la figura y la tragedia de Vladimir Roslik, médico de San Javier que en 1984 fue secuestrado por los militares y fallecido a consecuencia de una feroz golpiza, sea una hermosa película. Pero lo es. El largometraje dirigido por Julián Goyoaga se acerca a la historia y las heridas de una familia y una comunidad, la de San Javier, la colonia fundada por inmigrantes rusos en 1913 en Río Negro, con inteligencia y rigor, respeto y sensibilidad.

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    Una investigación sobre esta colonia fue realizada previamente por la historiadora y documentalista Virginia Martínez en Los rusos de San Javier, libro publicado en 2013, año del aniversario de su fundación. En esa publicación Martínez también hace foco en los años de la dictadura, cuando el pueblo se convirtió en un territorio sitiado, con la persecución y el hostigamiento constante a sus pobladores de caras sospechosamente rusas. La intervención militar se hizo más fuerte en los últimos tramos del gobierno militar, con acciones que incluyen la destrucción del Centro Cultural Máximo Gorki, la detención y la tortura de decenas de personas y el asesinato de Roslik, el médico que recorría el pueblo en bicicleta.

    Hijo de inmigrantes rusos, Roslik había estudiado Medicina en la Unión Soviética. Regresó para ejercer como médico del pueblo donde había nacido, el 14 de mayo de 1943. Se casó con Cristina Zavalkin, oriunda de San Javier y también hija de rusos, con quien tuvo un hijo, Valery. La película, que se estrena hoy jueves 31, se inicia con la inauguración de un hogar de ancianos que llevará el nombre de quien pasó a la historia como el último muerto de la dictadura militar uruguaya. A partir de allí, el relato va hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, acompañando a Zavalkin, su viuda, y a Valery, el hijo de ambos. Se van sumando, poco a poco, otros testimonios.

    Nacido el 14 de mayo de 1943, Roslik fue secuestrado dos veces durante la dictadura. La primera, en mayo de 1980, acusado de colaborar con la Unión Soviética y de promover la lucha armada. La razón era atrozmente lineal: en San Javier eran todos rusos, por lo tanto, todos comunistas. Y Valodia, tal como también lo llamaban, había vivido en Moscú entre 1962 y 1969. No le encontraron nada y fue liberado poco después. Para entonces, la persecución ideológica había alcanzado niveles delirantes y pertubadoramente absurdos. “La dictadura, en el fondo, cumplió con su finalidad, que fue dividir al pueblo”, recuerda Victor Macarov. En ese contexto de hostigamiento, opresión y temor, Roslik volvió a ser encarcelado por segunda vez, el 16 de abril de 1984. Que fue la última: el médico murió en el batallón Nº 9 de Fray Bentos, tras ser sometido a intensas torturas.

    El de Roslik fue un caso especialmente perturbador porque, como señala Roy Berocay, uno de los entrevistados del filme, “la aparición de un muerto por tortura a esa altura del partido no encajaba con nada”. Berocay y Roger Rodríguez estuvieron entre los primeros periodistas que llegaron a San Javier unas horas después del crimen. Al ocurrir muy cerca de la reinstauración del régimen democrático en Uruguay, la prensa logró evitar que el hecho se ocultara, reflexiona Rodríguez. Es que una parte de considerable importancia dentro del filme se enfoca en las investigaciones y los artículos del semanario Jaque, que revelaron las verdaderas razones de la muerte de Roslik. Pero hay bastante más. Junto con las historias de Zavalkin y Valery y las acciones que llevaron a cabo para seguir adelante, honrando a quien ya no está pero destinándole un espacio que no invada ni limite sus vidas, la película también contempla otras vivencias personales. Y de este modo, ajena a los golpes bajos y los gestos quejumbrosos, se erige como un testimonio sensible, sin subrayados, sin poses, sobre la identidad, la memoria y la cicatrización.

    Goyoaga recurre con habilidad y sutileza a diferentes herramientas para suministrar información, arrojar luz sobre las zonas oscuras de la trama y desarrollar y dotar de sentido y profundidad al relato. En el montaje se entrelazan con un valioso y significativo material de archivo (filmaciones que capturan la llegada de inmigrantes rusos a Uruguay, imágenes fantasmagóricas de Moscú) y testimonios de protagonistas clave de aquellos años, como los de Roman Klivzov, director del liceo del pueblo que fue detenido junto con Roslik en 1984 (“Todo lo que me pudieron hacer, me lo hicieron”, dice), o los de los periodistas Juan Miguel Petit, Alejandro Bluth y Manuel Flores Mora, de Jaque. Hay fotografías, mensajes de audio y recortes de prensa. Momentos fundamentales, como las detenciones de Roslik, se ilustran por medio de animaciones, sobrias, delicadas, que hablan por sí mismas en cada plano. El recurso aliviana el peso del dolor. Y no solo es inteligente y acertado, también es utilizado con precisión, sin excesos, de una manera que no desentona con los demás elementos de la narración, ni, menos aún, con el conjunto. El puzzle se arma con claridad y buen ritmo a través de escenas de la vida cotidiana y registros de acontecimientos importantes de San Javier, un pueblo donde hay un hogar de ancianos, una plaza y un parque infantil que llevan el nombre Vladimir Roslik, que ya no está pero allí sigue.

    Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas. Uruguay-Argentina, 2017. Dirección: Julián Goyoaga. Duración: 87 minutos.

    Vida Cultural
    2017-08-31T00:00:00