Su nuevo espectáculo se llama Último encuentro, se estrena el jueves 19 en el Auditorio Vaz Ferreira, con funciones hasta el domingo 22 a las 20 h. El texto fue publicado por la editorial argentina Mis Escritos y está a la venta únicamente en Parisson Libros (Colonia 1822). “No he parado nunca y es momento de festejarlo. Estoy feliz”, dice Dodera, y lo demostró en la siguiente entrevista.
—¿Cómo es eso de que ya desde chica sabías que lo tuyo era el teatro?
—Era una pulsión animal. Pero en Florida nadie estudiaba teatro. Apenas empecé a cursar la Facultad de Economía me uní a las actividades culturales del gremio estudiantil, y allí tomé clases de teatro con Fernando Toja. La militancia antidictadura fue para mí a través de la cultura y del teatro. Desde entonces siempre milité desde el escenario. Después vino la movida de Teatro Universitario, todos los fines de semana se hacía teatro en las facultades, como en Arquitectura y Psicología. Me hice pasar por estudiante de la Facultad de Química para entrar a las clases de teatro que daba Walter Rey, hasta que me descubrieron. Entonces comencé la carrera de actuación en la escuela de La Gaviota.
—¿Qué te mueve a producir teatro? Porque dinero está claro que no…
—Hacer teatro significa resolver muchos problemas de gestión. Me mueve la pasión, el amor, la búsqueda del riesgo, las ganas de tirarme siempre al vacío, de buscar nuevas perspectivas, nuevas reinvenciones. Siempre tuve como principio jugármela un poco más. Si no me aburro.
—¿Cómo recordás aquella primera obra?
—Con el grupo Casi Teatro, que creamos en La Gaviota con Diana Bresque, Juan Cerisola, Carlos Roo y Teresa Gamero, con música de mi amigo Daniel Machado (ex-Zero), hicimos El segundo pecado original, en la Alianza Francesa, con la que gané como directora el Florencio Revelación, cuyo premio era una beca de estudio en París. Era una selección de textos de Héctor Galmés y Teresa Porzekanski con dramaturgia colectiva. Estábamos empezando con la dramaturgia del actor, pero en tanteos. Yo terminé dirigiendo porque el director que estaba a cargo se había ido. Me pidieron si agarraba y empecé a meter mano. Hablaba de “la era microchipniana”; faltaban unos pocos años para la llegada de Internet, que ya se vislumbraba. Estaba llena de seres gobernados por la digitalización, que eran paridos desde un útero a una zona muy árida. Todo estaba transformado por las computadoras, y los estados de ánimo iban entrando en nuevos pecados.
—Los primeros nativos digitales, tema entonces ya presente en la cultura pop, en Asimov, Philip Dick, Blade Runner, Terminator, 2001, ni que hablar…
—Viéndolo en la perspectiva de todo lo que pasó en estos 30 años, sí. Sus voces estaban distorsionadas e iban transitando el sino de la vida a través de códigos computacionales. Sus emociones cambiaban de acuerdo a lo que imponía la lucha contra la máquina y la globalización. Es una pena no tenerlo filmado. Era más que el hombre y la máquina, era el hombre y la digitalización. Como hoy estar leyendo a Mark Fisher. No había pensado hasta esta entrevista que fue una obra bien interesante. Después la llevamos al Circular. Obviamente, cero peso. La mudanza de la escenografía la hicimos en un carro. Me dieron el Florencio y no entendía nada. La llamé a Nelly Goitiño, una de las más brillantes directoras, y le dije: “Nelly, yo de dirección no sé un carajo, ¡ayudame!”. Y me invitó a ser su asistente en Querido lobo, de Roger Vitrac, que ella iba a dirigir en la Alianza Francesa también. Teatro surrealista. Ahí Nelly se convirtió en una gran maestra para mí. Y después me fui a París, con 24 años, pero ya más segura.
—¿Cuánto te quedaste y qué hiciste en París?
—Era una beca de tres a cinco meses pero me quedé un año. Todo 1993. Hice muchos stages, que es un trabajo adjunto a la dirección durante una puesta en escena; no sos ni asistente ni alumna; estás haciendo como una pasantía. Estiré la plata trabajando, estudié con todos los que pude y después me fui a Grecia. En París trabajé bastante con Jorge Lavelli, un argentino muy conocido en aquel tiempo, que estaba en el Teatro de la Colina; también estuve en el escenario y en sus clases con Philippe Adrien, que dirigía en La Tempête. Te mandaban a investigar la historia de la estética que estábamos trabajando. Dramaturgias, vestuarios o escenografías. Tenía entregas periódicas y las tenía que defender. Después conseguí un prestage como actriz con Ariane Mnouchkine, en la Cartoucherie de Vincennes, un viejo cuartel militar donde ella estableció su Teatro del Sol. La Mnouchkine era muy rígida: te ponía a improvisar, había actores de todo el mundo. Ponía una música y cuando la cortaba era porque le habías errado; y me la bajó al toque (ríe). También estuve con un griego llamado George Aperghis, que estaba muy unido al cineasta Patrice Chéreau, que hacía una obra muy musical. Después me fui a las márgenes de París e hice asistencias con grupos bien under, en Saint Denis. También conocí el teatro de Peter Brook. París me marcó muy fuerte, para siempre.
—¿Qué te quedó en el plano estético de toda esa experiencia?
—Un montón de voces. A fines de ese año me fui a Grecia y trabajé en un Agamenón en el Partenón. Imaginate, con un coro griego cantando a capela. Cuando volvía en el avión a Montevideo pensaba: “¿Y ahora qué hago?”. Estaba llena de información pero tan complicada como antes de irme. Mi cabeza era una coctelera. Y ahí me acordé de (Alberto) Restuccia, con quien había estudiado, que siempre repetía: “La creación está dentro de uno, la creación es un manantial; la verdad de la creación está en el núcleo, lo demás va de acopio”. Recordar eso me dio tranquilidad. El maestro me había dado la solución. Me dediqué a bajar lo que había visto, sabiendo que iba a decantar.
—¿La contadora ha ayudado con las cuentas a la productora? ¿La artista le ha permitido ser más creativa a la mujer de números?
—Mis dos carreras siempre fueron independientes pero complementarias. Siempre un costo tenés que pagar, y preferí pagar el costo de trabajar en otra cosa, de ser seis horas contadora y 24 artista, y no tener que pagar el costo de estar determinada por lo económico. Siempre hice lo que quise, con la gente que quise, donde quise. Nunca transé con nada, quería la libertad absoluta. Y esa doble tarea me lo permitió. No le tengo que pedir a la obra que me pague las cuentas y me dé de comer. Si me daba dinero, bárbaro y, si no, era lo que quería expresar.
—De todos modos, hablás en términos de costos, como una contadora…
—Es que como contadora me gusta pensar en creación de procesos. Por ahí va lo creativo de la contabilidad. Y sin dudas en el arte me sirvió para sintetizar y sistematizar. Después estudié gestión para poder autogestionarme en el teatro, lo que es muy difícil acá, que es un mercado muy chico en la circulación del arte. Pero también creo que a lo largo del tiempo he trabajado un público que me ha seguido. Zaratustra en el Salón de los Pasos Perdidos llevó 2.000 personas. En Una cita con Calígula los botes de la Aduana al Cerro por la bahía iban llenos. En Elektra también estaba todo agotado. El hueco, con el Florencio abarrotado, parecía un recital de rock. Ahora, nunca pienso de antemano en la rentabilidad. Si viene bien, si no, me abrazo a la libertad. Y el colectivo siempre me acompañó en esa.
—Tu visión contemporánea en puestas como Manhattan Medea, en el castillo Pittamiglio, es un sello de tus trabajos. ¿Cómo la recordás?
—¡Manhattan Medea fue espectacular! Dea Loher, la autora alemana, vino a verla y me dijo que era la mejor versión que ella había visto de su obra en todo el mundo. Después lo declaró en entrevistas en Europa. Medea era la extranjera que llegaba con Jasón a Manhattan, a hoteles de mala muerte con cucarachas enormes. Entonces armé un circuito en el castillo en el que traté de que el público se sintiera extranjero, que se sintiera violentado, como el chivo expiatorio de la puesta. Le puse un rol netamente dramático al espectador que deambulaba por esos pasillos. Los ruidos de los autos de la rambla a toda velocidad se sentían desde la torre y daban un aire muy neoyorquino. Es una obra que me queda en el corazón.
—Un cuarto de siglo atrás fuiste junto con Mariana Percovich y Roberto Suárez abanderada de los famosos “espacios no convencionales”. ¿Cuánto había de necesidad y cuánto de querer desacralizar el teatro?
—Nosotros asaltamos la ciudad. Tomamos los lugares públicos. Más tarde descubrí que la esencia de la no convencionalidad está en el pacto de comunicación que hacés con el público, en el juego que proponés, más allá de donde lo hagas. Podés estar en un teatro y buscarle un rol no habitual al público. Del mismo modo, podés hacer una función en una playa y dejar al público bien separado, con una rotunda cuarta pared. Mi generación de los 90 fue muy aventurera, muy explosiva. Y trazó su propio camino, ni mejor ni peor.
—Después armaste dupla con Peveroni, de quien dirigiste ya 12 obras incluyendo la reciente El accidente, basada en El combate de la tapera, de Acevedo Díaz…
—Con Peveroni trabajo desde hace 20 años. Nos mueve la búsqueda de la identidad, temas universales como las migraciones, la vocación por un teatro político, un teatro de fronteras entre las salas y los nuevos territorios. Durante años indagamos en los no lugares (espacios matrizados a escala global como aeropuertos, hoteles, centros comerciales, fábricas). Lo que hicimos juntos se condensa en la trilogía Groenlandia-Berlín-Shangai. Ahí, en la década del 2000, está el nudo. Haber compartido una generación en lugares como Juntacadáveres (desaparecido boliche de rock de principios de los 90, donde había bastante teatro) hizo que la música fuera protagonista en mis obras, desde el coro Upsala en Elektra a La Teja Pride en El hueco y Made In Taiwán en Los muertos. Y por supuesto, Susana Anselmi en Zapatos andaluces, en la que interpretaba a una artista de circo que tocaba el acordeón y cantaba como una diosa. De esa bohemia bolichera nos queda hasta hoy el músico Fede Deutsch (tecno, electrónica), presente en escena en todas nuestras obras.
—Pero no todo es vanguardia en tu carrera. En obras como Zapatos andaluces o las recientes obras sobre Simone de Beauvoir y Rosa Luxemburgo, con Gabriela Iribarren, tu planteo es menos rupturista y más cercano a la tradición de la palabra...
—En esas dos, así como en Las mujeres de Shakespeare y Las mujeres de Cervantes trabajé el tema de la mujer histórica. Con el díptico Simone-Rosa quisimos hacer un teatro entre documental y ficcional, donde se contaban las vidas de esos personajes reales, lo que habilitaba una estética actoral más contenida, con fuerza en la palabra. De todos modos, siempre persigo lo espectacular. En Simone, mujer partida hay algo cinematográfico en esa terraza en la planta alta del Solís. Para mí el teatro es alquímico: es la mixtura de todos los lenguajes, de todas las matrices lingüísticas. Y el texto es una matriz más. Por eso me interesa mucho el texto que se escribe en la escena, una escritura de la que participan los actores, un texto que nace y muere en la escena. Y entonces vino la pandemia y me llevó al riesgo de escribir en mi escritorio.
Imagen de la obra Último encuentro. Foto: Alejandro Persichetti
—¿Estás hablando de Último encuentro?
—Sí. El año pasado hice un seminario de dramaturgia que dieron Gabriel Calderón, Anthony Fletcher, Santiago Sanguinetti y Laura Pouso...
—Perdón, pero es bastante llamativo que una autora con tu experiencia haga un curso a cargo de creadores posteriores…
—Son cuatro genios, son nuestros y están acá. Hay que aprovecharlos. Laura es dramaturgista, un oficio del que sabe mucho y que es muy necesario. El arte escénico no tiene fin ni techo. Es como la vida, hay que seguir investigando, aprendiendo y tener siempre nuevos desafíos. Santiago nos propuso escribir una obra corta, y yo una de esas noches tuve el rapto físico de ponerme a escribir. Fue un impulso: la obra salió en dos noches. ¡Una locura! Último encuentro es la reunión, 10 años después, entre un exprofesor (Horacio Camandule) que ha decidido abandonarlo todo y dejar la ciudad para matarse y un joven infractor (Franco Rilla) que sale en libertad. Son dos seres de diferente extracción social y formación cultural. Su naturaleza es opuesta, pero están igual de rotos: uno por ser outsider del sistema y otro por estar pisado por el sistema. Se encuentran en las afueras de la ciudad y se genera un debate, casi un duelo. Antes de morir, el profesor se propuso leer los últimos libros que le quedan pendientes. La obra se llama así porque el libro que está leyendo es El último encuentro, de Sándor Márai. Ese reto a duelo con la palabra, ese ajuste de cuentas, y ese decirse todo lo que tenían para decirse está en la novela. Es decir, no tienen nada que ver en el contenido, pero sí en la forma. Está hecha en tres cuadros: justo antes del amanecer, justo después del mediodía y justo antes de empezar un día domingo. Y está ambientada en el campo, algo que me es muy familiar. A medida que avanza, se van sacando las mochilas, se van sintiendo más livianos y en cierta medida, se contienen. Pero ahí te la dejo. ¡No quiero espoilear más!