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Al comienzo de “su” guerra contra los pieles rojas, el general Custer recogió sendos triunfos y leyó su nombre en la primera plana de los periódicos federales y locales. La idea de hacer carrera política se convirtió en su obsesión. Pretendía enfrentar al Partido Republicano, en el poder bajo el general Ulysses S. Grant, y comenzó a coquetear con los líderes del Partido Demócrata, más fuerte en el Sur que en el Norte.
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Custer comprendió que el apoyo masivo que necesitaba por parte de la ciudadanía pasaba por una victoria contundente contra los indígenas. La oportunidad se le presentó cuando se descubrió oro en Black Hills, al sur de Dakota. El lugar no podía ser más conflictivo, pues era la zona sagrada de los sioux. La noticia se propagó como pólvora por todo el país y pronto llegaron a Black Hills cientos de buscadores de oro, que fueron víctimas de los sioux.
Si bien Grant no quería darle protagonismo a Custer, no encontró otra solución que enviarlo a combatir a los indios, quienes dirigidos por Caballo Loco y Toro Sentado habían formado una formidable alianza de tribus sioux y cheyennes.
El Ejército avanzó sobre el campamento de los pieles rojas en tres columnas. Pero Custer no estaba dispuesto a compartir la gloria con sus dos colegas generales y se adelantó a marcha forzada. Sus observadores habían calculado las fuerzas indígenas en unos 1.500 hombres. En realidad, eran más de 4.000.
El 25 de junio de 1876, Custer atacó las posiciones de Caballo Loco. En Little Big Horn, el Séptimo de Caballería, sus oficiales y su general fueron masacrados por los sioux. El eco de la derrota paralizó moralmente a toda la nación. Pero la voluntad de expansión, además de una diferencia poblacional cada vez mayor entre los blancos y los indígenas, condenó las esperanzas de los pieles rojas de poder detener el avance de los “cara pálida” hacia el Oeste.
Toro Sentado se retiró momentáneamente a Canadá con el grueso de los sioux. Caballo Loco eligió quedarse para resistir, pero fue asesinado en una emboscada. Al mismo tiempo, las autoridades federales aplicaron el plan de “tierra quemada” elaborado por el general William Sherman y ordenaron exterminar a las enormes manadas de bisontes que eran la base de la supervivencia de los indios. Uno de los mayores cazadores, con miles de animales en su cosecha, fue William Frederick Cody, más conocido como Buffalo Bill.
Mientras que la desaparición de los búfalos acabó con la resistencia de los pieles rojas, la llegada de más de doce millones de inmigrantes en diez años generó un nuevo clima de tensión en los Estados del Este, donde ya “no había más lugar”. Nuevamente, la solución fue el Oeste, desierto y promisorio. Allí estaban los enormes yacimientos de oro y las interminables praderas que pronto se llenaron de ganado.
Con el ganado llegaron los cuatreros y nuevos personajes que se convertirían en leyenda luego de morir violentamente, como el caso de Billy the Kid, quien a los 21 años tenía 30 muertes en su haber.
Pero en ese caótico escenario también se lució un Wyatt Earp, legendario sheriff que no tardó en comprender que la riqueza producía corrupción. Y como la corrupción le impedía hacer justicia oficial, Wyatt Earp pasó a hacer justicia con su revólver, convirtiéndose en buscado pistolero.
A diferencia de sus pares, Earp murió de viejo, llegando a ser asesor de cine en Hollywood. Uno de sus ayudantes era el joven John Wayne, encargado de promover con sus películas la historia retocada por su ídolo Earp.
La imagen que la revisión histórica pinta de ese mundo enaltecido por Hollywood es de caos, efervescencia, optimismo ilimitado y competencia desleal por parte de grupos monopólicos que imponían sus condiciones, impartían “justicia” según sus intereses y acumulaban enormes ganancias, usando al Estado como una herramienta propia.
La ecuación que explica esa realidad se reduce a tres elementos clave: una población formada por un 90% de hombres jóvenes en búsqueda de riquezas, abundancia de armas de fuego y ríos de whisky barato.
Hoy, el caos ha sido encauzado y el fast food y el mass media han convertido a la población en pasiva consumidora de comida letal y diversión barata. Las armas de fuego, por el contrario, se mantienen vigentes. Todo tiempo pasado —dice el refrán— siempre fue mejor. Esa es la melodía que toca Donald Trump en su alocada carrera por el viejo sillón de Ulysses S. Grant. Y muchos nostálgicos están dispuestos a seguirlo.