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Hay casi un minuto interminable con la pantalla en negro y una música lúgubre. Luego aparece un primer plano del rostro arrugado de una mujer entrada en años, rubia platinada, ojos azules, expresión intensa de horror o de miedo. La cámara se va acercando cada vez más a ese rostro mientras la música crece y la tensión de su expresión también. Corte. Una camioneta llega y atraca frente a una casa en un lindísimo barrio de casas enjardinadas. La pollera de la conductora sobresale desprolija por debajo de la puerta del coche. Baja la rubia; es una mujer grandota, sesentona, con ropa suelta estilo gitana. Está agitada y se dice a sí misma: “Respira, respira”. Ha caminado 10 pasos pero vuelve al coche porque olvidó su equipaje. Toma su valija y la arrastra mientras busca la casa. La cámara la sigue detrás. Primero se dirige a una casa que no es, duda frente al número de puerta que busca; luego enfila hacia la casa de al lado, atraviesa un jardín y pisa un pasto barroso, putea, llega a la puerta, toca el timbre, ladran varios perros, entonces se dice: “Sí, es esta. Tranquilízate”. Todo en un plano secuencia. Apenas pasaron tres minutos de película y ya nos ganó la tensión porque algo complicado se huele en el aire. Es el comienzo de Krisha (EE.UU., 2015), largometraje del debutante realizador tejano de 27 años Trey Edward Shults, con el que ganó varios premios en 2016 y que Netflix acaba de incorporar a su grilla.
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Sigue otro notable plano secuencia mientras los numerosos integrantes de la familia se acercan a saludar a la recién llegada. Pequeñísimos detalles de guion pintan con un trazo el carácter de los que van desfilando. La escena, cuidadosamente armada, rebosa naturalidad. Uno de los jóvenes la saludará distinto, con un abrazo helado; sabremos después que no es un sobrino sino su hijo. La relación madre-hijo tendrá más tarde otra escena de antología en una charla mano a mano, donde ella le reprocha que haya abandonado su verdadero talento, que es para el cine. Una humorada del realizador que encarna aquí como actor a Trey, el hijo regañado de Krisha, que no solo no abandonó el cine sino que nos regala esta joyita como primer opus.
Ese día de congregación familiar es el de Acción de Gracias, y es el momento que Krisha eligió para volver a ver a los suyos, de los que se alejó envuelta en un remolino de alcohol y drogas y a quienes no ve hace 10 años. La película avanza con el ritmo de la tarde. Como festejo a este reencuentro, Krisha se ha comprometido a rellenar y cocinar el tradicional pavo. La cámara se pasea hacia adelante y hacia atrás, da rodeos de 360 grados, va registrando el movimiento familiar; Krisha en la cocina, los sobrinos jugando pulseadas o practicando béisbol; su hijo arreglándole la computadora a un tío; una sobrina y su marido que intentan tener sexo; Krisha en el jardín del fondo fumando un cigarrillo y teniendo conversaciones reveladoras de su pasado y su presente con Doyle, uno de sus cuñados; la madre de Krisha y de sus hermanas, que llega a la cena en silla de ruedas y con Alzheimer. A medida que el día transcurre y el pavo se cocina, Krisha va aumentando su angustia y debe recurrir un par de veces al pastillero de ansiolíticos celosamente guardado en su dormitorio. Además del ambiente familiar que le resulta ruidoso y ajeno, hay una reiterada llamada telefónica a un amante que no le contesta y terminará de desencajarla. Sustituirá entonces los medicamentos por una botella de vino que roba de un armario y toma a escondidas encerrada en el baño. De ahí en adelante la mesa queda servida para que el drama se desencadene a todo trapo.
Trey Edward Shults maneja con mano firme esta explosión trágica que con igual maestría ha ido preparando en un verdadero crescendo. Los últimos 10 minutos son un collage frenético de flashbacks, avances y retrocesos en la acción que van mostrando ese tobogán familiar. Es notable el uso de la música, desde un cuarteto de cuerdas hasta música concreta o un coro disonante, pasando por una maravillosa secuencia donde Nina Simone canta Just in Time, mientras la protagonista ahoga sus penas en vino y luego en cámara lenta vuelve a la reunión familiar para servir el pavo. De forma capicúa, la película se cierra con la imagen del comienzo, ese rostro tenso y azorado de la protagonista.
Además de su pulso de director, Shults compone de manera intensa al hijo de la protagonista, ese chico que fue abandonado por su madre y criado por sus tíos. Son desgarradoras sus contraescenas mientras Krisha habla con algunos integrantes de la familia; una mirada dura, desolada, cuestionadora de su madre.
No se queda atrás Krisha Fairchild, protagonista absoluta, única actriz profesional del conjunto, la antítesis de lo que podríamos llamar linda, flaca y elegante. Un rostro plástico, capaz de dibujar en segundos el pasaje de una emoción a otra, de reír en forma contagiosa o llorar desesperada. Del resto del elenco destaca Doyle, cuñado de Krisha, compuesto por Bill Wise. Las charlas entre ambos al fondo de la casa, en los descansos que Krisha se toma mientras cocina, son de los momentos más logrados de la película.
Krisha, sus dos hermanas y la madre, lo son también en la vida real; el realizador Shults es sobrino de Krisha y en la casa de la familia Shults fue filmada la película en solo nueve días. Hay quien dice que todo este aire familiar de la producción facilitó el trabajo de realización. Es probable, pero aun así el resultado es sobresaliente y obliga a estar atento a la próxima entrega del joven tejano.