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    Todos los hombres que fue este hombre

    Obras maestras: los cuentos de Jorge Luis Borges, a 30 años de su muerte

    La leyenda podría comenzar en una librería y en la góndola giratoria, que por lo general alterna autores clásicos con los más vendidos, categorías que muy de vez en cuando se entrelazan. Que una estructura pueda girar sobre su eje para exhibir las tapas de los libros, no es un dato menor. El lector toma en sus manos una edición de bolsillo de los Cuentos completos y hojea unos cinco minutos, que luego se convierten en diez o veinte, sin darse cuenta transcurren horas, quizá días al lado de esa góndola giratoria, y lee desde La historia universal de la infamia, Ficciones, Artificios, El Aleph, El informe de Brodie y El libro de arena, hasta La memoria de Shakespeare, donde el personaje, que siempre es Jorge Luis Borges, primero desea la supuesta memoria del Bardo y luego, al reparar en la inevitable y atroz condición de repetir frases y soñar los sueños de otro, le ofrece el virus por teléfono a un señor con voz “culta” —previamente ha evitado infectar a las mujeres y a los niños—, quien mansamente le responde, como si fuese otro Jorge Luis Borges:

    —Afrontaré ese riesgo. Acepto la memoria de Shakespeare.

    Es un poco el adiós a todo: basta de perseguir un conocimiento enciclopédico, basta de intentar hacer algo nuevo cuando en el fondo se trata de pequeñas variaciones de lo ya hecho antes, basta de buscar al Minotauro en el laberinto o de dar con el paradero del tigre azul. Basta de ser yo cuando soy otro. Basta de esta singularidad que no hace otra cosa que esconder un ejército de fantasmas. “El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos” ( There Are More Things).

    Este señor argentino con el párpado caído, a quien la fama le llegó a los 60 años —y también la ceguera—, había nacido un 24 de agosto de 1899 en la calle Tucumán al 840, el último año del siglo XIX, con toda la fuerza de lo que arrastran las civilizaciones cuando cambian de centuria. La literatura es una tormenta sin sonido que se desata en alta mar y llega a las playas, y “no es otra cosa que un sueño dirigido”.

    Hay una idea en Borges recurrente, implacable: la biblioteca imposible de cuantificar, una especie de nave espacial con ejes interminables hacia los cuatro puntos cardinales, que es otra forma de hablar de las cuatro esquinas del universo (La Biblioteca de Babel) y que tiene todos los volúmenes posibles, entre ellos algunos títulos graciosos como Trueno peinado, El calambre de yeso o Axaxaxas mlö. Una cosa es leer un libro y otra —que también implica cierta idea de vuelo y de precipicio— es imaginarlo. Roberto Bolaño sabía que moriría sin leer ni siquiera todos los libros de su propia biblioteca. Cada tanto recorría los estantes tocando los lomos, las encuadernaciones, una forma de saludo, como si en ese contacto estuviese la gracia que el tiempo le negaría para la lectura.

    Difícil, muy difícil elegir un solo cuento de Borges que incluya sus obsesiones, imágenes de vaivén cinematográfico y también ese amor incondicional por las letras. Tal vez El milagro secreto, que ocurre en Praga, en 1939. Los nazis han capturado a Jaromir Hladík, experto en cuestiones judías. Ante el pelotón de fusilamiento, Dios le concede un plazo de gracia —que es un trozo de eternidad— para que finalice su ambicioso drama en verso. Escribe Borges:

    —El universo físico se detuvo. Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro.

    En ese corte, Hladík tiene horas, días, meses y tal vez años para corregir pasajes, agregar, cambiar, contraponer imágenes. Cuando resuelve el último epíteto, que le lleva una eternidad, el universo vuelve a girar y lo detecta porque una gota de agua resbala por su mejilla.

    La madre de Borges, Leonor Acevedo, era nieta del coronel Isidoro Suárez, que murió en Montevideo en 1846. En ese entonces el agua apreciada era la de aljibe. Y del fondo de un aljibe emergen los rayos, como en Lovecraft, rayos que nos hablarán del tiempo como un círculo y de los viajes de vuelta, que siempre son más cortos que los de ida; de un libro infinito de páginas en el que “siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano” (El libro de arena); de Carlos Argentino Daneri, que tiene un sótano en el que podés ver, si te perfilás bien entre los escalones de la escalera, una esfera tornasolada de dos o tres centímetros de diámetro que es la entrada al universo ( El Aleph).

    El padre, Jorge Guillermo Borges, hijo de otro coronel, amigo de Macedonio Fernández y graduado en Leyes en la Universidad de Buenos Aires, le inculcó los primeros amores por la filosofía. “Georgie”, como le decían a nuestro apreciado escritor, creció en Palermo, cuando todavía había chacras y boliches de mala muerte con compadritos y cuchilleros, que trabajaban como guardaespaldas de los políticos, dice Edwin Williamson en su monumental biografía Borges, una vida. Georgie nunca abandonó ese hogar bonaerense, conservado para la literatura y desplegado como un mapa en Ginebra, en una taberna alemana en la Plaza Santa Ana de Madrid, en París, Kioto, Marienburg o Alejandría.

    Compadritos y cuchilleros como Juan Muraña, el desalmado hombre de acción que vive en su daga y en la memoria de su viuda.

    Como Rosendo Juárez y Francisco Real, el Corralero, el hombre que “era parecido a la voz”, y también “alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y con una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro” ( Hombre de la esquina rosada).

    Como Juan Moreira, que fue abatido por las fuerzas del orden una noche en un prostíbulo, mientras un improbable Borges, en una de sus escasísimas escenas amorosas, intenta tener sexo y escucha el disparo ( La noche de los dones).

    Como Juan Almanza y Juan Almada, quienes se odiaban porque la gente los confundía y una noche se batieron a duelo, no los hombres sino sus armas ( El encuentro).

    Borges escribió varios libros pero imaginó muchos más. Alguna vez habló de una “barba azafranada”, del horror de una resurrección y de las herejías que debemos temer (“las que pueden confundirse con la ortodoxia”), de pulperías menesterosas y de palacios insondables. También tenía un singular sentido del humor, como en este pasaje de El Congreso:

    —Nunca Fermín Eguren me pudo ver. Ejercía diversas soberbias: la de ser oriental, la de ser criollo, la de atraer a todas las mujeres, la de haber elegido un sastre costoso y, nunca sabré por qué, la de su estirpe vasca, gente que al margen de la historia no ha hecho otra cosa que ordeñar vacas.

    En verano, los Borges cruzaban el charco y venían al Paso Molino a visitar a sus primos adinerados, los Haedo, que también tenían una estancia sobre el río Uruguay, cerca de Fray Bentos. Más adelante aparecerían estas palabras: “Percibí el agreste sabor de lo que se llamaba artiguismo: la conciencia (tal vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que nuestro país y, por ende, más bravo” (La otra muerte).

    Y también los gauchos enemigos acérrimos, ambos del bando de Aparicio Saravia ( El otro duelo).

    O Avelino Arredondo, el hombre que mató a Idiarte Borda. Hay que tener en cuenta, cuando uno atraviesa la Plaza Matriz, que allí ocurrieron muchas cosas.

    Su madre le contaba historias a Georgie. Le leía a Kipling, a Stevenson, a Poe, a Víctor Hugo, a Dumas, y también le hablaba mal de Rosas y del Martín Fierro, por considerarlo vulgar y chabacano. Se entiende ese separar —difícil, doloroso— el amor por mamá de su limitada comprensión.

    Madre, como él le diría. Madre, que cuidaba de su hijo hasta límites inconvenientes. Madre, que le preguntaba a la hora del almuerzo: “¿Con quién te vas a casar, con Margarita Guerrero o con Elsa Astete?”.

    Georgie se casó con Elsa Astete, que no daba la talla de sustituir a Madre. En aquel entonces, visitaba la casa una jovencita tímida, una tal María Kodama, que ayudaba a la señora y al señor ciego —convertido ya en una celebridad mundial— a traducir textos anglosajones. Borges como una cabeza aislada, como un dibujo de Matt Groening para Futurama, independiente de su cuerpo, un cerebro en una bola de cristal.

    Un día no llega para el almuerzo en su casa. Unos amigos lo llevan al aeropuerto. La cabeza desaparece. Más adelante, Elsa se entera de que los papeles del divorcio están prontos. Olvidemos este pequeño detalle del mundo emocional borgiano: hay mucha literatura de por medio.

    La biblioteca fue la única amiga del enfermizo Georgie, quien asistió a la escuela a una edad tardía: a los once años. Lo pusieron en cuarto grado. Iba de saco y corbata. Ahí está Georgie: un niño grande, retraído, de lento andar, ya diseñando historias fantásticas o infames o improbables, el clásico freak al que los otros niños desean darle un tortazo (“Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros”). Pero cuando la patota se acerca para atizarlo, Georgie ya no tiene las rodillas sucias, ni la cartera, ni los lápices de colores. Es un señor con bastón sentado en una plaza de Ginebra, donde recibió su educación europea y ensambló las lecturas de Schopenhauer y Carlyle con los mitos gauchescos. Una entidad que habla varios idiomas y destila cultura y respeto por donde se la mire. Una entidad que recibió premios importantes, entre ellos el Cervantes, pero nunca el Nobel; amigo de Bioy Casares, de las buenas antologías y de las revistas literarias; poeta y ensayista de excepción, y también director de biblioteca; enemigo de los populismos (Perón era un “remedo vernáculo del fascismo”) y también confeso conservador capaz de almorzar con Videla y agradecerle lo que semejante sujeto hizo “por la patria, salvándola del oprobio, del caos, de la abyección en que estábamos, y, sobre todo, de la idiotez”; irascible con los editores; eterno desencantado amoroso y ciego progresivo (todo se va tornando más y más amarillo); lector insaciable e implacable crítico de sus propios cuentos e incluso de una obra maestra perfecta como Emma Zunz (“argumento espléndido, tan superior a su ejecución temerosa”), este Borges, esta entidad mundial, sufrió un efímero e ilusorio cese de imágenes en Ginebra, un sábado 14 de junio de 1986, hace 30 años. Apenas un irse de las luces, que inmediatamente se restablecieron con total normalidad. Un tzzzzz en el filamento de la bombita. Homero, el inmortal, le traspasa la antorcha a Virgilio, que se la deja a Dante, que sigue el camino único de ser todos los hombres, como Borges, el inmortal, cuyas historias se desatan en cada biblioteca, en cada góndola, cada vez que un lector recuerda a Funes el memorioso o el propio Funes recompone pieza por pieza el universo, un rabino lee la Torá o sueña con un enorme tablero de ajedrez y un espejo se refleja en otro espejo, que es lo mismo que mostrar el infinito.

    Vida Cultural
    2016-05-19T00:00:00