N° 1976 - 05 al 11 de Julio de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDe todas las especies que envenenan el agua de las fuentes públicas, las de los ignorantes es la que se da con mayor abundancia en estos tiempos; digamos que es la más extendida, la más crasa, la más vulgar. Enseguida se hace notar. No lejos de ella crece una planta tanto o más perniciosa, por cuanto viene a instalarse en el pensamiento, inmovilizándolo, que es la necedad. Mientras la ignorancia deja al abombado flotando en su baba sin que nada se conmueva de su pobre mundo, esta especie se propaga y crea escuela; realmente la necedad construye mundo, delimita ambientes. La definición de Heidegger es interesante: “¿Qué es la necedad? Aquella situación de una comunidad en la que los individuos se persuaden recíprocamente de que renunciar a todo arranque de una meditación es la ganancia de una seguridad instintiva, como consecuencia de la cual quedan a salvo de toda carga y de todo peligro de lo digno de ser cuestionado; aquella situación de una comunidad en la que los individuos se confirman mutuamente sus rendimientos y prestaciones como éxitos inauditos, y proclaman la igualación de todo en una falta de pretensiones a la hora de saber lo esencial como si eso fuera un ascenso de la ‘cultura’. En ese sentido, un individuo suelto nunca puede ser necio”( Cuadernos negros, 1938-1939, Editorial Trota, distribuye Gussi, pág 168).
Efecto de la necedad que ha ganado espacios en la decadencia de Occidente es el concepto equívoco de grandeza, que se tiende a asociar con tamaño, con desmesuras, con estridencias. Heidegger escuchó y padeció la atronadora retórica de la grandeza que lo envolvía todo en la Alemania de 1939 y gritó en silencio, anotando el disgusto que le provocaba la barata comparación de lo ruidoso y prepotente con lo superior, con aquella areté de los héroes homéricos, con el estoicismo valeroso de Nietzsche. Escribe en los Cuadernos: “Todavía consideramos siempre que la grandeza es lo máximo, y rara vez reparamos en su carácter. Hay que distinguir dos ‘tipos’ de grandeza y fundamentalmente distintos: la grandeza que para demostrarse a sí misma y para hallarse confirmada a sí misma requiere siempre de lo pequeño y del opuesto, y aquella otra a la que únicamente se le da este nombre porque, fundada en sí misma y silenciosamente vuelta al comienzo oculto, no requiere demostraciones y renuncia a los creyentes, porque ella se revela únicamente a los sapientes como una fundación de la verdad de la diferencia de ser. Si lo pequeño cada vez se vuelve más pequeño, entonces lo pequeño, con tal de que sea lo bastante violento y vanidoso, aparecerá un día como gigantesco”. (Op cit. pág 239)
Cuando se recorren estos apuntes personales se comprende el esfuerzo intelectual que debe haber sido para el filósofo soportar precisamente las necedades en uso. Por esa época se encontraba impartiendo su famoso curso sobre Nietzsche, donde estudia la noción de la voluntad de poder, donde muestra cómo las relaciones del hombre con el mundo se han debilitado en la historia de Europa por efecto de la degradación de sus exigencias más lejanas y elevadas, por apartamiento de la tensión que hizo de la vieja Grecia anterior a Platón un mundo de dioses y héroes. Pero aquellos héroes eran tales por su apropiación esencial del destino, por su amor a la intemperie, por su arrojo hacia el futuro, por la orgullosa soledad en la que cifraron su honor y su libertad. Heidegger mira la realidad que lo rodea y lo asalta y no puede menos que burlarse con desaliento y reproche: “Héroes que necesitan una opinión pública o que incluso se surten primero de una tal para acreditarse ante ella y para ella no son héroes, pues han negado ya la primera condición de la suprema valentía: la soledad. De aquí se sigue que nosotros no conocemos de ningún modo a los verdaderos héroes, suponiendo que aquí se pueda hablar alguna vez de conocimiento”.(Op. Cit. pág 94)
No me cuesta imaginar al profesor Heidegger en 1939 ante su reducido número de alumnos, la mayoría de ellos movilizados o a punto de ser movilizados para la insensata aventura, desalentado por la bulla prepotente y triunfalista, explicando que para Nietzsche “todo hombre superior tiende instintivamente a buscar un nido donde estar al abrigo del vulgo, donde poder olvidar la regla hombre para sentirse a sí mismo como una excepción”. La imagen es lastimosa, patética; es casi un anuncio de lo terrible que habría de sobrevenir.