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    Trump, golpista impune

    Venezuela, Argentina, Bolivia, Paraguay, República Dominicana, Brasil, Chile, El Salvador, Uruguay y otros países de la región constituyeron desde 1948 y hasta ahora objetivos políticos de Washington. Los gobiernos de Estados Unidos prohijaron desde entonces una serie de golpes de Estado sembrados de torturas, desaparecidos y asesinados. La excusa se reiteraba: defender las instituciones democráticas amenazadas por la izquierda política o grupos guerrilleros. Durante esas décadas las instituciones estadounidenses no sufrieron mayores alteraciones salvo en 1974 cuando el presidente Richard Nixon renunció luego de que los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein demostraron en el diario The Washington Post que había montado una red de espionaje contra el Partido Demócrata.

    Solo unos pocos americanos se conmovían con la sucesión de golpes de Estado en América Latina. La mayoría los justificaba. Consideraban a la región (que conocían mediante estreotipos) como el “patio trasero” de su país. Eran educados (con el abundante y continuo aporte de Hollywood) con la filosofía de que Estados Unidos era el paladín de las libertades y tenía la obligación (y el derecho) de tutelar la vida política y las instituciones en el resto del globo.

    El asalto del 6 de enero al Capitolio, sede legislativa del gobierno de Donald Trump, no fue el primero en la historia. Tres no tuvieron mayor relevancia. Pero en el primero, en 1814, fuerzas armadas inglesas coparon esa sede y la destruyeron al igual que al edificio de la Casa Blanca (entonces Mansión Presidencial) para reivindicar el poder de la monarquía. Les duró lo que un lirio: apenas 26 horas.

    He leído opiniones que pretenden equiparar lo sucedido hace dos semanas con aquello ocurrido en 1814. El senador demócrata por New Jersey, Cory Booker, comentó con agudeza que el único paralelismo es que los dos ataques se hicieron en nombre de un líder individual: en 1814 en nombre del rey de Inglaterra y ahora en nombre de Trump, un demagogo populista sin corona.

    Para los uruguayos lo ocurrido en el Capitolio despertó en la memoria duros recuerdos. El más dramático de la madrugada de 27 de junio de 1973. A las 5:20 al ritmo de marchas militares (especialmente la 25 de agosto que terminamos odiando) el Poder Ejecutivo anunció por radio la disolución de las cámaras legislativas sustituyéndolas por un Consejo de Estado designado por el presidente Juan María Bordaberry, quien así se convirtió en dictador. Casi dos horas después, a las 7:05, un grupo de militares comandados por los generales Esteban Cristi, jefe de la región militar Nº 1 y Gregorio Álvarez, jefe del Estado Mayor Conjunto y secretario del Consejo de Seguridad Nacional ingresaron a paso marcial al Palacio Legislativo. El edificio fue rodeado de carros militares blindados.

    El más reciente ataque contra las instituciones ocurrió 40 años después. El 15 de febrero de 2013 una horda de más de un centenar de militantes políticos erigidos en justicieros copó el edificio de la Suprema Corte de Justicia. Pretendían evitar que sus ministros decidieran ese día el traslado, de una sede penal a uno civil, de la jueza Mariana Mota. Según los militantes el traslado era arbitrario y la ocupación pretendía impedir que Mota avanzara en la investigación de delitos contra los derechos humanos. Basta con repasar en los diarios algunas fotos de aquellos enardecidos copadores de la Corte para descubrir similar gestualidad iracunda con quienes en Washington coparon el Capitolio.

    En Uruguay se registraron sanciones judiciales. Sobre el golpe de junio de 1973, más tarde que temprano, fueron procesados y condenados Bordaberry y varios militares. En el ataque contra el Poder Judicial la jueza Gabriela Merialdo con el apoyo del fiscal Gustavo Zubía procesó sin prisión (apenas un tirón de orejas) por asonada a varios de los copadores, entre otros el extupamaro Jorge Zabalza, el entonces secretario general de Adeom, Aníbal Varela, y los activistas sociales Álvaro, Diego y Eduardo Jaume e Irma Leites de Plenaria Memoria y Justicia.

    ¿Qué diferencia hay entre los golpistas uruguayos de 1973 y 2013 con los copadores del Capitolio? Ninguna. Fascistas a la derecha y a la izquierda. Se podrán escribir centenares de páginas de analistas políticos y sociólogos para diferenciar unas de otras, pero nadie podrá negar que en todos los casos fueron ataques violentos contra las instituciones del Estado. En Uruguay, contra dos de sus tres poderes. Es elocuente el título del editorial de Búsqueda de la semana pasada: Nocaut al poder institucional. Se refiere a que Facebook, Twitter, Instagram y Snapchat le cortaron el grifo publicitario a Trump.

    Algunos han señalado que esas decisiones constituyen una violación a la libertad de expresión. Pero es necesario recordar que la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece esa libertad “sin interferencia” aunque advierte que ese derecho conlleva “deberes y responsabilidades especiales” y “por lo tanto, estar sujeto a ciertas restricciones” cuando sea necesario “para respetar los derechos o la reputación de otros” o “para la protección de la seguridad nacional o del orden público, o de la salud o la moral públicas”. Quizá ahora se produzcan cambios en las redes sociales que operan a través de Internet.

    El nocaut gestado durante varios meses debió producirse antes. Por diferentes caminos y con diferentes tonos, Trump alentó, exacerbó, denostó, entusiasmó y les dio alas a sus millones de seguidores para convencerlos de que le estaban robando las elecciones (a los votantes, no a él) y de que Joe Biden sería un presidente ilegal. Cuando en un país con una mayoría de electores rudimentarios, política e institucionalmente surgen airados cuestionamientos desde la cúpula (¡Sí, señor presidente!), la formación de hordas es inevitable.

    En 2006 Fiona Hill se incorporó como analista del gobierno sobre Rusia y Eurasia en el Consejo Nacional de Inteligencia. Desde entonces ha trabajado bajo tres presidentes distintos, incluido Trump.

    Tras el asalto al Capitolio, en declaraciones a la CBS, Hill fue terminante: “Si revisas todos los elementos que se requieren para un golpe de Estado: militares, medios de comunicación, los tribunales, el Poder Judicial, las instituciones de gobierno, la legislatura, Congreso y Senado y luego las calles, teniendo un levantamiento popular de sus simpatizantes (...) Durante un largo período el presidente puso a prueba el sistema democrático para ver cómo podía salirse con la suya en términos de mantenerse en el poder”.

    Como el sistema democrático frenó las maniobras de Trump, incluso las judiciales, manipuló a sus seguidores hacia el camino violento.

    Luego del asalto que muchos consideran planificado con la participación de integrantes del gobierno, Trump trató de cambiar la pisada aunque sin dar el brazo a torcer. Les pidió a sus simpatizantes que abandonaran el Capitolio pero los justificó: “Estas cosas ocurren cuando le quitan una victoria electoral a grandes patriotas”. Otro razonamiento sobre el riesgo de los populismos del signo que sean que pretende confundir sobre el derecho a la manifestación, a la libertad de expresión, con el vandalismo violento sobre las instituciones.

    El FBI intenta desenredar la trama y detener a los participantes en el asalto, mientas el sistema político apunta sobre Trump. La incógnita es si unos y otros —además del fiscal general, ya durante el gobierno de Biden que asumió ayer—, impulsarán un juicio penal contra Trump que ayer se declaró prófugo de la ceremonia. Si lo hicieran sería razonable y con fuertes fundamentos legales. Es difícil que ocurra porque en el asalto al Capitolio están involucrados legisladores y dirigentes republicanos y Estados Unidos no se ha caracterizado por llevar hasta el final este tipo de cuestiones.

    Habrá que admitir la metafórica expresión popular uruguaya: “Difícil que el chancho chifle”. Allí también lo político sobre lo jurídico.