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    Un “acto de solidaridad” que llevó a los médicos uruguayos a enfrentar el “miedo y la tensión” de subir al Greg Mortimer

    —Voy a ir acá, porque hay mucha gente enferma —le dijo el médico a su hija de seis años al mostrarle una foto del crucero Greg Mortimer.

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    —¿De coronavirus? —preguntó la niña, y abrazó a su padre como nunca, tanto que a él le dieron ganas de llorar.

    Era sábado 4 de abril a la noche, y el médico Carlos Chicheff llegaba a su casa luego de una reunión en el Ministerio de Salud Pública (MSP). Iba a ser uno de los médicos que se subiría al Greg Mortimer a evaluar a los pasajeros y tripulantes en un barco repleto de casos de Covid-19.

    Lo había llamado ese día temprano su colega Marcelo Chiarella, del Hospital Británico, para plantearle la necesidad de evaluar a las personas a bordo. Ya había dos personas del crucero internadas en esa institución y unos días antes Chicheff les había comentado a sus compañeros, entre bromas, que si había que ir al crucero, él iría. Era el momento de dar el sí.

    La más joven de toda la misión fue María Noel García, quien con 31 años y en sus etapas finales del internado para convertirse en internista, también recibió el llamado de Chiarella, quien fue su docente. El grupo se fue completando.

    El itinerario del Greg Mortimer no contemplaba Montevideo, pero terminó en aguas uruguayas, a 20 kilómetros de la costa y en permanente coordinación para asistencia médica y evacuación de los pasajeros, algunos en corredor sanitario directo al aeropuerto.

    La reunión.

    Era sábado 4, a las 18:00 horas, en la sede del MSP. La entrada por 18 de Julio estaba cerrada y entraron por la puerta lateral. Recorrieron el largo corredor hasta llegar al salón de actos con sus ventanas hacia la avenida principal. A los asistentes el espacio les quedaba enorme y las voces rebotaban.

    Llegaron las máximas autoridades del Casmu y el coordinador designado, Marcelo Gilard. La mutualista no tenía definido aún el equipo de médicos y enfermeros que asistirían al otro día al barco. Del Británico estaban todos los profesionales que subirían y también autoridades.

    “Íbamos sabiendo que era un acto de solidaridad”, comentó Chiarella a Búsqueda.

    Venía bien conocerse, verse las caras, poner en común ideas. Karina Rando, directora general de la Salud, coordinaría la misión y estaba ahí definiendo cada paso junto al ministro de Salud Pública, Daniel Salinas, y otras autoridades.

    Los asistentes recuerdan aquel momento en que Salinas dijo: “Esperen un poquito”. La cosa se había enredado.

    El pedido de ayuda primero, la marcha atrás desde el Greg Mortimer y luego otra vez un sí. Necesitaban ayuda. Los vaivenes en plena reunión de planificación hicieron que Rando pidiera una solicitud por escrito, para dejar las cosas claras. En el medio también llamó el canciller Ernesto Talvi, y llegaban versiones encontradas desde el barco.

    Rando recordó las primeras comunicaciones con las autoridades portuarias, la planificación para llegar hasta ahí, y el orden que tuvo la misión sanitaria. En menor escala, ella había organizado misiones de operaciones quirúrgicas reparadoras en Vietnam y América Latina.

    “Nos ocupamos de tener un plan, armonizarlo y llevarlo a cabo. Somos médicos militares, tenemos formación que nos permite hacer, desarrollar operativos, organizar. No lo queríamos decir, ella lo evitó, pero en realidad somos médicos con una cabeza de organización que permite hacer operaciones sanitarias específicas y hacerlo cada uno en su rol”, contó a Búsqueda Salinas, entre risas, junto a Rando en su despacho.

    Se formaron seis equipos de tres personas, dos médicos y uno de enfermería. “Lo importante es fijar roles, eso se hizo en la reunión y después se escribió en la noche”, acotó Rando.

    Hubo cuestiones del tipo médico legal que resolver. Incluso Salinas hizo llamadas al Colegio Médico del Uruguay. “Si bien estábamos en territorio marítimo uruguayo, el barco tiene una bandera que no es uruguaya, y nosotros como médicos uruguayos no tenemos el título revalidado en Australia y teníamos que tener la autorización para poder actuar si teníamos que hacerlo”, contó Rando.

    “Fueron tremendas horas de tensión para tratar de solucionar las cosas”, agregó Salinas.

    Después de la reunión todos tenían tareas para hacer. Gilard convocó al equipo que iría al otro día al barco, los integrantes del Hospital Británico fueron a la institución y se probaron los trajes y repasaron los protocolos de vestimenta, y Rando se fue a su casa a pasar a papel todo lo trabajado y afinar las cuestiones pendientes.

    “Lo consideramos un buque hospital por la cantidad de pacientes potenciales”, comentó Salinas. Además, tenía datos de resultados de los test con positivos y negativos en un mismo camarote, y era de suponer que probablemente unos cuantos más terminarían también enfermos.

    El salto.

    A las 8 de la mañana del domingo llegaron los primeros médicos al muelle del puerto de Montevideo y los equipos del MSP y de las dos instituciones estuvieron listos para partir una hora después. El Greg Mortimer parecía estar cerca, era visible, pero la embarcación resultaba lenta para algunos que no veían el momento de llegar. Casi dos horas después en un día despejado y calmo, llegaron hasta el lugar en donde paraba el crucero, y se encontraron con un desafío que no esperaban: el salto.

    Los cruceros tienen estabilizadores para hacer que una embarcación tan alta no se mueva tanto. Al sacarlos, la embarcación se movía mucho y golpeaba con la lancha en la que venían los médicos. Subir al crucero implicaba más riesgo de lo que podían imaginar, pensaron que habría una rampa, pasarela o algún mecanismo previsto. Había una madera puesta en el piso y los médicos y enfermeros vestidos de punta a punta con protección para Covid-19 (que les reducía la movilidad) debían alinear la puerta del crucero, calcular el movimiento y dar el paso con rapidez. ¿Miedo? Sí, varios lo sintieron.

    El traje de protección les daba mucho calor, las gafas se empañaban y las diferencias de temperatura y la calefacción de algunas habitaciones hacían de la tarde horas complejas hasta para ver. García recuerda las gotas de sudor que sentía recorrer por el cuerpo y la espera para que el vapor en sus lentes generaran finalmente gotas y cayeran por su peso para poder ver un poco mejor.

    García sabía desde antes de entrar que debían ser ágiles y que estarían horas sin tomar agua. Su primera sensación al ponerse el traje fue de ahogo y luego asumió el calor y su nueva dimensión corporal. Recordó aquellos momentos de servicio en el Colegio Seminario y pensó que era un momento como aquellos, de dar por el otro. No sintió miedo, sabía que todo estaba organizado, que estaba protegida y se sintió segura.

    Adentro la situación de los pasajeros era más calma de lo que pensaban y el agradecimiento enorme. Los profesionales de la salud llevaban un mensaje de tranquilidad, de que Uruguay estaba al tanto de la pandemia y que tendrían atención sanitaria si lo requerían y les facilitaban un número de teléfono. El intercambio con los pasajeros era fácil, ambas partes hablaban inglés, pero los tripulantes no todos lo hacían o al menos no de manera fluida.

    Al llegar, en el diálogo con el médico venezolano a bordo que no hablaba inglés se hizo evidente que el profesional tenía una visión parcial de la realidad.

    De regreso con tres.

    Cuando creían haber terminado el recorrido, el último grupo, el de Chicheff y García, notó que algo no cerraba. Los nombres de la nómina de pasajeros no coincidía con los números de las habitaciones, y los post-it que pegaban en las puertas para indicar que habían sido revisados revelaba que había pendientes, eran 12 camarotes más. Así llegaron a una zona de tripulación y encontraron a uno de los filipinos que necesitaba ayuda. Estaba enfermo, pero lo quería disimular, tenía baja saturación de oxígeno, respiraba agitado e intentaba ocultarlo. Era el miedo a lo desconocido, a qué pasaría con ellos al bajar a un país del que conocían poco y nada y no hablaban el idioma.

    Para Rando, la espera de este equipo que no salía fue uno de los momentos de mayor tensión, ya que no tenían noticias sobre el porqué. Chiarella recién regresaba a la barcaza y con autorización de Rando decidió volver. Ella tenía uno de los walkie-talkies y él otro, pero la señal era mala y hasta no ver a todos afuera no respiraron con calma. El día había sido agotador. Todos habían desayunado al alba y decidido que no comerían ni tomarían nada porque dentro del crucero ya no podrían ni ir al baño. Pero la jornada fue mucho más larga de lo que esperaban y recién a la tardecita estuvieron listos para regresar al puerto. La rosca de pan con agua que les regaló el cocinero del Greg Mortimer resultó un oasis.

    Ese día bajaron tres: dos filipinos de la tripulación al Casmu y un pasajero al Hospital Británico.

    Hace una semana partió del Británico directo al aeropuerto (primero a Canadá y después a Australia). Alojado junto con su esposa, fue uno de los últimos pacientes del Greg Mortimer. Él, oxígeno dependiente, esperó su regreso estando internado con su esposa.

    Adiós.

    El crucero que durante poco menos de un mes recorrería el sur americano se convirtió en una pesadilla cuando el coronavirus a bordo comenzó a enfermar a pasajeros y tripulantes. En busca de asistencia médica, con 128 pasajeros, la mayoría australianos e ingleses y 83 tripulantes, principalmente filipinos, terminó en Uruguay.

    El sábado 23 de mayo partió de aguas uruguayas el Greg Mortimer rumbo a Las Palmas con 24 personas arriba del buque esperando regresar a sus hogares y llegó a destino hace una semana. Quedan en Uruguay 43 tripulantes en un hotel de Punta Carretas. Ya todos son Covid negativos y esperan vuelos de conexión para partir rumbo a sus hogares. También está una australiana en el CTI del Hospital Británico y su esposo, quien afuera aguarda a que salga de cuidados intensivos. Lleva 75 días allí.

    Información Nacional
    2020-06-18T00:00:00