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Todo terminó en un desastre, con Alden McCausland declarando ante la Policía del condado de Castle. Parece ser que el señor Alden y su madre, borrachos como cubas, festejaron el 4 de julio con fuegos artificiales. Los Massimo, vecinos en la otra orilla del apacible lago Abenaki y llamados despectivamente “italianini” por el señor Alden y por su madre, también festejaron con fuegos artificiales. Año tras año se había generado una competencia de cabaña a cabaña que siempre ganaban los Massimo, una familia mucho más numerosa y muchísimo más adinerada que los McCausland. Madre e hijo gastaron una fortuna en fuegos artificiales con el fin de ganarles de una buena vez por todas a los italianini. Primero apostaron por el Fantasma de la Furia, “una cosa hermosa y totalmente ilegal”. Perdieron, y para colmo de males, uno de los Massimo, según Alden parecido a Ben Afflict, hacía sonar una trompeta triunfal: uaaaaa-uaaaaa. Al año siguiente volvieron con el poderoso Gallo del Destino. Perdieron otra vez y de nuevo escucharon la trompeta humillante de Ben Afflict: uaaaaa-uaaaaa. Y redoblaron las apuestas con la superpotente caja Encuentros en la Cuarta Fase. Cualquier ciudadano responsable lo sabe: si bebe, no maneje… fuegos artificiales.
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Fuegos artificiales en estado de ebriedad integra El bazar de los malos sueños (Plaza & Janés, 2017, 602 páginas), la nueva colección de relatos de Stephen King que, como toda colección, tiene picos más altos y filosos y otros moderados o mochos, aunque tratándose de King —que odia aparecer en público— nunca hay que subestimarlo. “Algunos de estos cuentos ya se habían publicado previamente, pero eso no significa que por entonces estuvieran acabados, o ni siquiera que estén acabados ahora”, aclara el autor en la primera página del libro. Y se anima a dar un paso más: “La obra de un autor no está terminada hasta su muerte”. Bien de King, la muerte. Pero una muerte —al menos la que cruza a varios personajes de este libro— que casi siempre provoca una sonrisa inteligente o una risotada literal en el lector, porque el archifamoso escritor de bombazos como Carrie, El resplandor, Christine, It, Misery, Un saco de huesos, Cementerio de animales y 22/11/63 es conocido y venerado por el suspenso y el terror, pero no tanto por el implacable humor que gira como un tornado en sus historias.
En Más allá, un señor de apellido Andrews llega a ese lugar en el que muchos creen: la antesala de la eternidad, el corredor con la luz blanca y la puerta, digamos. Bueno, allí lo atiende un funcionario molesto que siempre dice mal su nombre, le aplica la ley de la burocracia y le monta un numerito soberbio. A lo Kafka en clave pop.
“Si no te diviertes no sirve de nada”, estampó King en Mientras escribo, un manual de sabiduría literaria, trucos funcionales para el oficio y consuelo terapéutico para los que lo intentan y no llegan. También dijo que la lectura es “el centro creativo” de la vida del escritor. Y que si no trabajás como una bestia “será inútil que intentes escribir bien”. Y que “la descripción convierte al lector en partícipe sensorial de la historia”. Vayan llevando.
Cómo no va a divertirse un tipo capaz de concebir una vieja camioneta que deglute a sus ocupantes, los mastica dando contorsiones de dibujo animado y escupe sus huesos, sin importar edad ni sexo. El bicho motorizado se carga a un agente de seguros, a una gorda lesbiana (sí, gorda y lesbiana, incorrectísimo), a la familia Lussier y a un policía, todo con el clásico marco ambiental de carreteras, con un Burger King abandonado en la ruta y un estacionamiento al que la vegetación comienza a ganarle terreno (Área 81).
Pero el universo de King, nuestro Poe contemporáneo, es mucho más amplio que los autos vivientes y las camionetas que devoran humanos, los payasos satánicos o las adolescentes con poderes paranormales. Es un universo que da cabida a las historias a secas, como PremiumHarmony, que está inspirada en los relatos de Raymond Carver. La cosa va de un matrimonio que discute en un auto con el perro en el asiento trasero. Se detienen a comprar cigarros, la mujer baja y algo ocurre en la tienda. Nada más. Bien escueto, seco y sucio, a lo Carver.
Mucho más duro, negrísimo y eficaz es Herman Wouktodavía vive, inspirado en un accidente de tránsito. Es algo así como la maternidad y sus más terribles miserias (“¿De qué sirve abofetear a una niña que solo tiene seis meses? Es como abofetear a una puerta”), los niños y sus inocentes miserias (la baba, los mocos, los pañales con pichí y caca) en un auto alquilado a más de 130 km por hora. Una descripción que tiene la dureza de un parte policial. Un bate de béisbol en la nuca.
Los dobleces de la moral y las responsabilidades civiles también son tema de King, que prologa cada relato con un brevísimo y por lo general muy jugoso comentario sobre la escritura, el clic de la creación o la vida a secas. “Que sea claro y que sea directo”, dice King. Y sirve para todo.
También tenemos un par de poemas, La iglesia de huesos y Tommy, que en realidad encubren con el verso el relato directo de un borracho desbordado de sangre y cadáveres en el primer caso y el reviente de un hippie en el segundo. No se compara con los cuentos, aunque hay que reconocerles cierto filo.
Hacia la ciencia ficción apunta uno de los relatos más largos del libro, Ur, con notorias reverberaciones borgeanas hacia otras dimensiones, además de un par de citas explícitas a… Roberto Bolaño y 2666, “un libro disparatado pero con su interés”.
El King posta, vibrante, está en Niño malo, donde la pesadilla se concentra en un asqueroso gordinflas de metro treinta y cinco, gorra con hélice, pantalón corto y jersey a rayas verde y naranja, debajo del cual “se dibujaban unas tetitas infantiles y una barriga protuberante”. Un cuento sobre el infanticidio y, peor aún, sobre las consecuencias de no cometer infanticidio.
O en La duna, que remite a los viejos relatos fantásticos a través de los misteriosos nombres que aparecen escritos —y más vale que no sea el tuyo— en la arena de un pequeña isla solitaria, a la que suele ir a descansar y meditar un viejo jurista.
O en el periodista que descubre que escribiendo falsas necrológicas las vuelve reales (Necros).
Nieto de un carpintero que fumaba sin parar e hijo de una madre soltera, King —grupo sanguíneo A negativo, de los menos comunes— heredó la habilidad para construir del abuelo, en este caso con palabras, y también una predilección por las adicciones. Se crió en un entorno metodista pero rápidamente comprendió formas de prostituirse (“solo que vendía mi sangre y mis aptitudes para la escritura en lugar de mi culo”). Hoy, a punto de cumplir 70 años el próximo 21 de setiembre, vive cómodamente de sus creaciones, entre la sombría Maine y la soleada Miami. El hombre pasó por varios procesos, algunos con derrapes considerables. De adolescente hizo trabajillos para los otros estudiantes a una escala variable según la nota que quisieran sacar (un sobresaliente costaba 20 dólares). Como escritor en ciernes vendió sus primeros cuentos a revistas para adultos. Viajó por Estados Unidos en moto como Fonda y Hopper en Busco mi destino (Trueno de verano, que cierra el libro, es un homenaje a su Harley). Cuando decidió vivir de la profesión, debió sobrevivir un tiempo en un remolque con su familia. También consumió todo tipo de sustancias a la hora de escribir sus primeras novelas.
Imaginen: encerrados en un remolque con Stephen King. Aunque ese cuento lo tendría que escribir Tabitha, su mujer.