Un buen muchacho en las sombras, un outsider en la consola

entrevista de Javier Alfonso 
14 minutos Comentar

Sé que escuchás una voz / que te pide frenar / by the way

La voz de Pedro Dalton al inicio de Por cierto, te importa suena grave y profunda, como si esas palabras fueran lo primero que el cantante pronunció el día en que grabó la canción, la cuarta de Vendrás a verte morir, el último disco de Buenos Muchachos. Por cierto, así fue. La noche previa a esa toma, Dalton durmió en el estudio, en un colchón en el piso. Quería que esos versos y esas notas fueran lo primero que emitieran sus cuerdas vocales esa mañana. Al despertar, le mandó un mensaje al productor, quien estaba a pocos metros, en su apartamento, situado detrás de Mastodonte, el estudio de grabación que levantó hace ocho años en una casa de Punta Gorda. El dueño del estudio entró a la sala de control, activó el micrófono. Sin mediar palabra, Dalton cantó.

Con este relato Gastón Ackermann describe el grado de compromiso y obsesión en los detalles que Buenos Muchachos pone en cada trabajo. En cuatro de sus nueve álbumes, el músico de 50 años ofició de productor artístico y técnico de sonido. Y no es exagerado definirlo como un buen muchacho en las sombras. Pero hay mucho más en la vida musical de Ackermann. A continuación, este hombre orquesta desgrana su camino, tan ecléctico como inesperado, donde confluyen el piano, el jazz, la trompeta, la legendaria escuela Berklee, la tendinitis, Falta y Resto y La Tabaré.

En su familia, con ancestros suizo-alemanes, se respiraba música. Sus abuelos, su padre y su madre fueron pianistas con distintos grados de formación, desde su abuelo autodidacta a su padre formado en el conservatorio Kolischer, en el que se formaron ilustres como Tosar, Lamarque Pons, Mariño, Batlle Ibáñez y hasta Felisberto Hernández. “Al piano, en la falda de mi abuelo paterno”, así contó Ackermann a Búsqueda su primer recuerdo musical. Sentado en la butaca del control room (así se denomina en la jerga de los estudios), frente a la consola, cuenta que su abuelo, llamado Alberto Vázquez, tocaba violín y piano, era autodidacta y había tenido “algo parecido a un ACV”. “No se contactaba con nadie, pero se sentaba a tocar el piano a dos manos, leyendo partitura; después le decías ‘Tata’ y te respondía: ‘¿Qué hacés, Cristina?’ Estaba totalmente tildado pero mantenía la música”.

La familia fue el primer tema de la charla. “Mi padre tuvo la disyuntiva entre el piano y la arquitectura, y eligió la arquitectura; años más tarde yo tuve la disyuntiva entre la música y la arquitectura y elegí la música”. Sus estudios de arquitectura se fusionaron con su pasión por la música en el armado de Mastodonte —quizá y sin quizá, el estudio más lindo del país, rodeado de un jardín, entorno ideal para grabar un disco— diseñado y construido junto con su padre, Juan, y su hermano Rafael, con base en modelos geométricos que le confieren óptimas cualidades sonoras. Detrás del estudio está la casa en la que vive, con su esposa, la cantautora María Noel Jaume, y su hijo de seis años.

La sala principal, de generosas dimensiones, ocupa lo que era el living de la vieja casa. Al fondo, una escalera que remite a la de Abbey Road, conduce a varios pequeños estudios. Cada uno con condiciones acústicas diferentes (desde el sonido natural a la sequedad total), y todas perfectamente insonorizadas. En una de esas salitas está el viejo piano vertical que le permitió conocer la música y conectarse con su abuelo ausente. Los pisos de lustroso parquet, las paredes cubiertas con paneles acústicos de madera y la luz natural que baña la sala por las aberturas crean un ambiente de gran calidez y serenidad.

Su rostro se enciende cuando describe el control room, con un cómodo sofá de cuatro cuerpos al fondo, desde donde los músicos escuchan sus grabaciones. Cuenta que la sala está diseñada con las paredes y techos en ángulos oblicuos, según una complicada proporción geométrica que permite una alta calidad de escucha. “Soy un colgado”, advierte, como si hiciera falta, y se enrosca con el estéreo natural del estudio que generan los dos micrófonos en sus extremos.

Multididacta.

Ackermann estudió con todo el que se cruzó por su camino. “Siempre fui un nerd”. Y no paró hasta el mismísimo Berklee College of Music, de Boston. De chico ya sabía que quería ser bombero y baterista. “Obviamente, mi viejo me compró una batería de juguete y empecé a darle. Me encerraban en un cuarto aparte y yo la cagaba a palos (ríe)”. En su casa pudo disfrutar de una variada información musical, inusual para un niño uruguayo de los años 70, y muy variada: desde Zitarrosa y Viglietti hasta los Rolling y mucho de jazz y blues. Estudió música y percusión con xilofones y metalófonos (método Orff) en el Crandon, y con 15 años iba a clases de batería. Lo hizo con dos históricos: Roberto Galetti (Tótem) y José Luis Pérez (Arco Iris, Siddhartha), con quienes se internó en terrenos del jazz, el candombe-beat y el rock progresivo. Estudió piano con Élida Gencarelli y armonía con Alberto Magnone (“me abrió la puerta al jazz”) y música contemporánea con Renée Pietrafesa: “Una genia, me hizo hacer locuras como solos de sintetizador con el teclado al revés, con las negras adelante y las blancas atrás (ríe), como para que aprendiera a luchar contra las estructuras. Era la más demente del Uruguay”.

Antes de los 18 quiso ser hombre orquesta: “Me volví loco con los sintes, me compré un Roland chiquito, y me puse a estudiar doble teclado y pedalera, con unas chinitas que me ponía en los pies para tocar los bajos; tocaba todo junto: armonía, melodía y graves; conservo una pedalera midi que es una locura, como un órgano pero los sonidos los cargás vos, sampleados”. La lista de cursos, clases y experimentos raros es abrumadora. “Sin Internet, la data te la tenías que hacer vos, y mis viejos me daban para adelante”.

Así, entre su instinto y la influencia familiar pronto tuvo un pie en el mundo clásico y otro en el popular. Algo bastante raro en aquel Uruguay tribal de los años 80, plagado de dicotomías como típica/jazz, cantopopu/newromantic, rockero/cumbiero, cheto/terraja. “Hoy eso cambió, hoy los guachos tienen menos trabas mentales y aprenden a tocar de todo”.

A inicio de los 90, con 21 años, tocó como tecladista en la reunión de Psiglo. Más tarde fue saxofonista en Abuela Coca y baterista de La Tabaré, banda con la que grabó el disco Que te recontra. Su eclecticismo lo llevó a tocar con músicos tan disímiles como Rossana Taddei, Laura Canoura y Eddie Porcile. Hasta fue convocado por la murga Falta y Resto como técnico y arreglador de su espectáculo Super murga, que al coro de murga le sumaba loops, bases electrónicas y guitarra eléctrica. “Te podrás imaginar que tuve líos con mucha gente y nunca me importó lo que me dijeran. Por suerte ahora hay mucho menos prejuicios que antes”.

Carta de Gilberto.

Las vueltas de la vida lo llevaron al carnaval de Niza, en la Costa Azul francesa, donde participó con su banda Dale Que Va, representando a Uruguay, y desfiló en un carro con una cuerda de tambores y una batería eléctrica (“un sonido muy rechazado en Uruguay en aquel tiempo”). En esas curiosas circunstancias conoció a Gilberto Gil, enviado por Brasil, que quería tocar con tambores de candombe. Terminaron compartiendo noches de música y camaradería. Tiempo después, cuando se propuso inscribirse en la Berklee, tal como se conoce popularmente al renombrado conservatorio de jazz y música contemporánea estadounidense, le indicaron que además de demostrar su formación necesitaba “un padrino”, un músico consagrado que enviara una carta recomendando su aceptación. No lo dudó y en una de las visitas del bahiano a Uruguay lo fue a buscar al hotel y le pidió que escribiera la carta. “Me dijo que sí y agregó: ‘Escribila vos que yo la firmo, y date color, date para adelante’; un capo”.

Su pasaje por Berklee comenzó muy bien (entró con una beca muy beneficiosa) y terminó mal por culpa de una tendinitis que luego se hizo crónica. “Estaba desesperado por estudiar improvisación, no necesariamente solo para jazz, sino para cualquier cosa que tocara. En esa época ya estaba más candombero-latinoide, y ahí, a través del jazz, era el mejor lugar. Con la carta de Gil entré como por un tubo; me aceptaron más por mi faceta de arreglador que por el piano. El mundo está repleto de buenos pianistas”.

En Boston, Ackermann ordenó su formación, entre lo que había incorporado en forma autodidacta, lo que había aprendido con sus maestros uruguayos y el impacto de estar en la Meca de las escuelas de música, aprendiendo y tocando con gente de todo el mundo. “Llegué con mis papelitos, con mis fórmulas de acordes raros y ahí me decían: ‘Ok, esto es un do jazzero disminuido’”. Se especializó en film scoring (composición de bandas sonoras, para lo que disponían de copias de películas pero sin la música), improvisación vocal con Bob Stoloff, quien cantaba con Bobby McFerrin, y conoció a cuatro pianistas uruguayos que luego desarrollarían su carrera en Estados Unidos: Gustavo Casenave, José Reinoso, Eduardo Tancredi y Fernando Michelin.

Al otro lado del vidrio.

Su voz se ensombrece cuando cuenta que su estadía se truncó, después de solo un año, por la afección que forzó su regreso a Uruguay y le impidió desarrollarse como pianista. “Se me reventaron las manos y para no ir a terapia tres veces por semana por el resto de mi vida tuve que volver a la batería, y ahí es cuando apareció La Tabaré”. En cierto modo, allí también comenzó su camino como técnico de grabaciones y luego en la producción musical. “En ese momento estaba muy mal de la cabeza (ríe). Si no hacía algo me volvía loco. Podía tocar un rato, pero no con la exigencia profesional; me dolía mucho”. Entonces empezó a trabajar intensamente como técnico de grabaciones y al poco tiempo se armó su estudio en Punta Carretas.

Como es habitual, el técnico empieza a dar consejos a los músicos, y si tiene conocimientos musicales no demora mucho en cruzar la frontera hacia la producción. “Antes se le decía arreglador”. Y justamente, los arreglos instrumentales y corales eran una de las especialidades de la casa Ackermann. En esa época, con el auge del rock de raíz latina de Abuela Coca, La Vela Puerca y compañía, solía componer arreglos “para cuatro caños, una sección rítmica, pianos y voces”. En esos años se comenzó a instalar en el ambiente musical uruguayo la figura del productor artístico.

Así lo recuerda: “Empecé a meter cuchara a otro nivel. Había un objetivo muy claro: mejorar el sonido de los discos locales respecto de lo que sonaba afuera. Hay discos épicos en la música uruguaya, pero que no suenan con nivel internacional. También es cierto que con las condiciones técnicas que imperaban hasta fines del siglo XX es un milagro lo que dio la música uruguaya en aquellos años. Incluso por la carga horaria: en el rock te daban 40 horas para grabar, editar y mezclar. También recién por los 2000 empezaron a llegar buenos equipos”.

Ackermann estaba en la consola de la Sala Zitarrosa cuando Gustavo Pena, El Príncipe, dio su último concierto, en 2002, poco antes de morir. Luego se publicó como disco en vivo: El recital. “Ese show es un milagro de la naturaleza. Él cantaba, tocaba la mandolina, la armónica, salía, entraba El Club de Tobi, volvía. Era un lío técnico: cuatro mezclas de monitoreo y todo análogo. ¡Hoy un show de los Buenos Muchachos es la NASA y aquello era una balsa (ríe)! Nadie me pidió que lo grabara, pero se me ocurrió conectar un minidisc a la consola, y cuando terminó les dije que lo había grabado, y que se escuchaba muy bien. Así quedó ese disco, todo un documento”.

Durante unos cuantos años, en los veranos se lo podía ver tocando la trompeta solo, en una tarima, sin micrófono, en bares de Montevideo o Punta del Este, o amenizando los after de eventos esteños. “No estaba bien, no podía tocar el piano, lo de las chacras musicales era un padecimiento, lo sufría bastante, y arranqué a probar cosas. Probé el trombón, después me pasé al saxo y a las dos semanas que me lo compré me llamaron los de Abuela Coca para sustituir a la saxofonista. No lo podía creer. Luego agarré la trompeta, ya que mi viejo tenía una. Empecé a tocar por ahí pero desde ese lugar. Casi no había sesionistas de nada. ¡Uruguay era un milagro!”. Y no hace falta que explique mucho más.

Amanecer. 

“Como productor me vino bárbaro haber pasado por todo ese camino errante como músico, haber conocido el sonido desde adentro de todo tipo de instrumentos, de dominar el rubro vocal, y haber sufrido todas esas dificultades como técnico, tanto en vivo como en el estudio”, explica. “Todo eso me ayudó a notar fallas técnicas tanto en la ejecución como en el instrumento y poder dar consejos certeros. Me paró en un lugar muy adecuado, muy concreto, que me permite decirte: ‘El pedal te hace cuiqui cuiqui’ o ‘cambiá ese parche’”.

Así define su rol detrás de la consola: “Trato de aportar a nivel rítmico y armónico, como un outsider en la consola, trato de guiar, de dar consejos, de acompañar”. Un rol en el que su nombre está fuertemente asociado a la carrera de Buenos Muchachos, para quienes produjo (junto con la banda) cuatro discos: Amanecer Búho (2004, para cuyo 18º aniversario la banda acaba de hacer un ciclo de nueve conciertos), Uno con uno y así sucesivamente (2006), #8 (2017) y Vendrás a verte morir (2020).

Amanecer búho fue el punto de inflexión en la trayectoria de Buenos Muchachos. Y la influencia de Ackermann en el sonido fue decisiva, puso a disposición del grupo todos los ambientes de la casa donde estaba su viejo estudio, durante todo el tiempo que fuera necesario. Experimentaron con grabaciones en lugares insólitos como una bañera o una escalera, así como con el uso de equipamiento vetusto para generar ruidos y distorsiones naturalmente sucias, potenciadas por las herramientas digitales ya disponibles en aquel lejano 2003.

“Al principio no entendía lo que querían hacer. La cosa no andaba, no había conexión. A nadie le gustaba lo que estaba sonando. Hasta que decidimos borrar todo y empezar de cero. Les mostré una idea para un tema. Y les gustó. En Amanecer búho aprendí a abrazarme a esas imperfecciones que ellos traían en forma instintiva, porque ya eran una banda de rock que se lanzaba a lo desconocido, a explorar otros lenguajes no tan comunes en el rock. Yo venía del lugar del jazzista virtuoso y choqué de frente contra ese espíritu más guerrillero en el estudioCon ellos aprendí mucho”.

Entre tantos artistas que han grabado en el estudio de Ackermann hay consagrados como Buitres, los Buenos, Laura Canoura, Carmen Pi, Claudio y Rossana Taddei, Francis Andreu, Sara Sabah, Walter Bordoni, Alejandro Ferradás, Daniel Drexler, Urbano Moraes y Hugo Fattoruso, a emergentes como Los Dobers, los hermanos Ibarra y Nathan, Melaní Luraschi, Elena Ciavaglia, Gonzalo Levin, y exponentes de las nuevas tendencias como el trap. “En el mundo del trap hay de todo, desde los que compran bases digitales a 10 dólares en un sitio web de la India y le cantan arriba hasta los que producen, programan, componen y graban todo en el estudio, como Pasta y Rodra, dos nuevos solistas que grabaron acá y me gustan mucho. Estos son los que me interesan y la diferencia entre unos y otros es abismal”.

Vida Cultural
2021-09-02T00:00:00