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    Un formidable y personal estilo visual

    “El Gran Hotel Budapest”, de Wes Anderson

    Hay películas que valen por su argumento, que puede resultar original, ingenioso, divertido y disfrutable. Eso hace que generalmente una comedia termine por ser recordable. Otras en cambio desestiman su tema y se vuelcan al estilo personal del director, que también puede ser visualmente atractivo o desconcertante, intrigante o caprichoso, seductor o incomprensible, lo que hace que esa comedia parezca anárquica y poco recomendable para públicos generales, salvo en los festivales, donde generalmente obtiene premios del jurado. Pero si de una buena vez se reúnen las mejores condiciones de una y de otra, si el director logra una perfecta unidad de forma y estilo, si lo que narra está impecablemente pensado y calculado para conseguir el efecto deseado, que es ni más ni menos que comunicar una forma de ver el mundo y de tomarse en broma las cosas serias con suma agudeza y apropiado sentido del humor, eso es precisamente lo que hace Wes Anderson, y no lo sabe hacer cualquiera.

    Anderson (de Houston, Texas, 1969) hace años que se viene destacando por hacer películas a contracorriente del cine de Hollywood. Desde “Tres son multitud” (Rushmore, 1998, con Bill Murray, Jason Schwartzman), pasando por “Los excéntricos Tenenbaum (The Royal Tenenbaums, 2001, con Anjelica Huston, Gene Hackman), la no estrenada (y excéntrica) “Vida acuática” (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004, con Murray, Owen Wilson), la descabellada “Viaje a Darjeeling” (The Darjeeling Limited, 2007, con Wilson, Schwartzman, Adrien Brody) hasta llegar a la reciente “Moonrise Kingdom” (2012, con Edward Norton, Bruce Willis), una curiosa historia de amor infantil y reacción social, sus películas no han sido estrictamente favorecidas por el éxito popular. El hombre tiene momentos geniales, pero algo se interpone entre lo que quiere expresar y la repercusión que ese mensaje tiene en el espectador. Los críticos lo aplauden, pero algo le ha quedado en el debe.

    Y ahora, milagro: El Gran Hotel Budapest vendría a ser por fin el logro que Anderson estuvo buscando desde sus comienzos. Nada sale de la casualidad, por cierto, y si este filme funciona a la perfección es porque detrás hay varios años de carrera, maduración y trabajo. Es una película muy elaborada, lo que se nota desde ya hasta en el formato visual escogido, el viejo cuadro del cine de 4x3, un color que parece el Technicolor de “El mago de Oz” y unos escenarios monumentales que merecen recordar los refinados decorados fabricados en estudios durante los años 30 y 40. Allí, en ese enorme hotel de lujo de 1932, ubicado en el imaginario país centroeuropeo de Zubrowka, se desarrolla la historia que recuerda un viejo escritor (Tom Wilkinson), cuando mucho más joven (ahora Jude Law) la escuchó del propietario Zero Moustafa (F. Murray Abraham) cenando en los ambientes semivacíos y decadentes del otrora esplendoroso lugar. Hay que decir que cada papel, por mínimo que sea, está desempeñado por un rostro conocido, lo que multiplica el interés por los personajes y sus entrecruzamientos.

    Esa historia concierne al atildado y eficiente Gustave H (Ralph Fiennes), conserje del hotel y quien siempre da las órdenes al personal, entre el que se cuenta un joven botones recién ingresado e indocumentado que se llama Zero (Toni Revolori). Gustave lo tomará bajo su protección y a través de él (que es por supuesto quien está contando la historia) se verá quién es Gustave, por un lado muy educado y formal, y por otro dado a intercalar palabrotas y a acostarse con ancianas millonarias que lo adoran. Una de ellas, nada menos que madame Céline Villeneuve Desgoffe und Taxis, de 84 años (Tilda Swinton, irreconocible) es luego asesinada y se produce un tremendo lío entre su repulsivo hijo (Adrien Brody) y Gustave, a causa de una herencia que este recibe y que sus deudos se niegan a aceptar. Los cómicos resultados de todo ello no provocan jamás carcajadas de sorpresa ni respuestas a chistes oportunistas. Todo se ve con una amplia sonrisa, porque el director sabe controlar su material como para que nunca se salga de los límites del humor fino y abundante.

    Y no tiene desperdicio. Pasa de todo. Un crimen, cárcel, fuga, un asesino a sueldo que va dejando cadáveres por doquier, persecuciones frenéticas, guerras europeas, ejércitos de ocupación, paisajes enormes y espectaculares, personajes excéntricos siempre desopilantes. Si uno se pone a ejercer la memoria cinéfila, encontrará referencias obvias al cine de Ernst Lubitsch y de su aventajado discípulo Billy Wilder, pero los ecos de los años 30 remiten también a Preston Sturges, a Gregory LaCava, incluso a Mitchell Leisen. Son todas herencias que cualquier comediógrafo tiene derecho a asumir, pero lo bueno de Wes Anderson es haber logrado una summa de todo ello sin que parezca un vulgar pasticcio (defecto en el que varios han caído antes), porque en sus diálogos, en su puesta en escena, en el uso de los escenarios, en cada uno de los actores, ha logrado definir un estilo muy reconocible, con un montaje acelerado, encuadres sugestivos, primeros planos reveladores, siempre un toque de humor colocado oportunamente y en el momento justo para que no desentone.

    Dicho todo eso, vale agregar que tanto Fiennes como el chico Revolori están excelentes, y junto a ellos se disfruta la presencia de Jeff Goldblum, Willem Dafoe, Edward Norton, Harvey Keitel, Saoirse Ronan, Mathieu Amalric, Léa Seydoux y los consabidos amigos del director: Bill Murray, Owen Wilson y Jason Schwartzman, entre muchos otros. La película es toda excepcional porque no se compara con ninguna otra del cine actual y porque, en sí misma, es un disfrute de principio a fin.

    “El Gran Hotel Budapest” (The Grand Budapest Hotel). EEUU-Alemania, 2014. Dirigida y escrita por Wes Anderson sobre historia propia y de Hugo Guinness, basada en trabajos de Stefan Zweig. Duración: 99 minutos.