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    Un inesperado halo de luz

    En medio del panorama mediocre que culturalmente ofrece nuestro país, las artes plásticas siguen siendo una isla de excelencia, aunque en ese mismo ámbito haya cabecitas que no cambia nadie. “¡Qué hijo de puta Iturria! ¿Viste a cuánto vendió ese cuadro?”; “Atchugarry está para la guita y el lobby, ¿viste que la levanta en pala y que sus esculturas son todas iguales?”; “Eduardo Cardozo no me gusta. O sea, entiendo que es un gran pintor, que todo el mundo lo respeta y que le va muy bien, pero no termina de cerrarme y no creo que refleje bien la contemporaneidad”. Estas expresiones absurdas son más frecuentes de lo que desearíamos, pero revelan el lado oscuro de una mentalidad que enaltece la medianía, castiga los fracasos y recela del éxito. Y, ¿cómo se recela del éxito cuando es apabullante? Como no se puede ningunear, se minimiza con seudoargumentos que enmascaran un sentimiento que no es sano, al contrario de lo que nos gusta afirmar: la envidia.

    Desde el pasado viernes 22 de junio, nadie podrá hacerse el distraído. Lo que tuvo lugar en el Museo Nacional de Artes Visuales fue, desde los ojos de un prestigioso constitucionalista argentino que pasa sus días entre Montevideo y Buenos Aires, un vernissage de primer nivel, similar al de cualquier gran museo del mundo. Pero esto no era normal, y el mérito no le cabe solamente al artista que exponía en esa oportunidad piezas como “Esa blanca masa de aire sonoro”, un poema de contundente belleza, “Superficie con ruido, mis propios espejitos de colores”, una gran tela repleta de vidrios que homenajea indirectamente los nenúfares de Claude Monet, un francés que no falló ni siquiera cuando los problemas de visión lo aquejaron severamente, “Guardó silencio”, un ensamble de telas inesperado y elegante, y “Huesos, humo, piel y algo más”, un tríptico de un misterio y una complejidad poco comunes.

    “Rauschen” es el nombre de esta propuesta de Eduardo Cardozo a cuya inauguración asistieron críticos, coleccionistas y pintores de primera categoría. Allí estaban Martin Verges, un dibujante técnicamente irreprochable que admira al provocador italiano Maurizio Cattelan y a Damien Hirst, un británico que se hizo famoso embalsamando tiburones y al que Mario Vargas Llosa ha calificado de “embaucador”; Javier Bassi, un artista que ha creado un lenguaje oscuro, poético y profundo; Marcelo Legrand, un hombre de perfil bajo que muy pronto expondrá en el MNAV gracias al sello energético que ha estampado en sus cuadros; Linda Kohen, una veterana que transmite la misma paz cuando habla que cuando pinta, e Ignacio Iturria, un maestro que sale de su taller con una frecuencia menor a aquella con la que, dicen, mueren los obispos.

    Mimado por el público, por el director de Cultura del ministerio y por el director del museo, Iturria dejó la sala contento por lo que había visto —“una muestra intelectual que todos deberían visitar, que recorre la historia de la pintura y en la que Cardozo da un paso hacia adelante dentro de su universo abstracto”— e impresionado con la cantidad de gente que había asistido a una institución que, desde que Ángel Kalenberg dejó de dirigir, no se ha mostrado demasiadas veces reluciente.

    En una entrevista publicada en el diario “El Observador” en junio de 2010, el prestigioso pintor Carlos Seveso, quien en 2011 pasó a la palestra por una serie de insultos que profirió a Cardozo y al intendente de Rocha luego de que la comuna demoliera un rancho que había construido ilegalmente (ver Búsqueda Nº 1629), declaró: “Yo firmé una carta en la que pedí que, cuando nombraron a Jacqueline Lacasa, se concursara el cargo. Kalenberg tuvo una buena gestión, pero, pobre Ángel, seguramente sin intención, lo suyo fue vitalicio: creo que le batió el récord a (Francisco) Franco. Y eso se quiso arreglar con una designación a dedo”. Y agregó: “Recuerdo que me llamó mucho la atención como universitario que un ex rector, Brovetto, hubiera avalado eso. Creo que en el ejercicio de Lacasa como directora del museo los que firmamos esa carta fuimos marginados de todo proyecto que tuviera el Ministerio de Educación y Cultura”.

    Finalmente, Seveso, grado 5 de Bellas Artes, aseguró que, con Mario Sagradini al frente de la hoy centenaria institución, la cosa era “diferente”. Pero remató: “Él hace una gestión de actividad restringida: en eso Lacasa gestionó mejor, porque Sagradini se ajusta al presupuesto bajo que le da el ministerio y ella se ocupó del tema de otra manera, consiguiendo apoyos y sponsors. Cada gestión tuvo puntos a favor y en contra. Sagradini accedió por concurso, pero el otro día fui a ver la exposición del alemán Gerhard Richter y me dio un poco de pena: es un bajón”.

    Como explicó Seveso en 2010, cada gestión tuvo ventajas y desventajas. En mi opinión, Lacasa dinamizó el museo, lo acercó a los jóvenes y se encargó de que fuera un éxito la muestra que bajo su responsabilidad llevó a cabo Pablo Atchugarry, pero también programó con una óptica sectaria. Por su parte, lo de Sagradini fue una lágrima: realizó una exhibición con las paredes en blanco, transmitió a la atmósfera su carácter pesimista, irritable y poco vital y programó con un criterio tan ideologizado y testarudo que llegó a afirmar que, si Iturria quería exponer, debía presentar una carpeta, y que “el problema del museo es que lo urgente siempre impide lo importante”.

    Por eso, a fines de marzo de 2011, escribí en Búsqueda: “Evidentemente, la exposición ‘Mujeres en arte’, que nuclea a creadoras como Hilda López y Petrona Viera y que comenzó el 9 de marzo, es una buena idea, así como la muestra que a partir del 12 de mayo ofrecerá Javier Bassi en un museo cuyo dinamismo Enrique Aguerre intenta recuperar tras la inoperante gestión de Sagradini. Pero no parece lógico que estén ausentes en los cien años del museo hombres tan cotizados y reconocidos dentro y fuera de fronteras como Ignacio Iturria, Pablo Atchugarry, Carlos Capelán, Marco Maggi, Eduardo Cardozo y Marcelo Legrand”.

    Ya hemos visto que ha pasado por el MNAV Cardozo, un hombre cuyos cuadros son atesorados por coleccionistas como Luciano Benetton y en cuya carrera figuran reconocimientos como el Premio Paul Cézanne y el Primer Premio del Salón Nacional de Artes Visuales. Pero además, desde el momento en que escribí esas líneas hasta hoy, Aguerre fue el anfitrión de una estupenda exposición de Capelán y preparó para los próximos meses muestras de Carlos Musso y Carlos Seveso, de Linda Kohen, de Luis Camnitzer y de Marcelo Legrand.

    Quiere decir que el criterio con el que está programando es diametralmente opuesto a lo que se podría esperar prejuiciosamente de un videasta de 47 años que idolatra a un surcoreano llamado Nam June Paik. Y, por el contrario, tiene mucho que ver con aquel fanático del arte que estudió en el Seminario, que jugó al fútbol en el terraplén que se encuentra al frente del museo, que, siendo niño, quedó encantado con el primer impacto que le produjo la fiebre amarilla de Blanes, que trabaja en este lugar desde 1997, que también trabajó codo a codo junto a María Freire y que, frente a los fetichismos más snobs que regala el mundo contemporáneo y, con atraso, el Uruguay, se manifiesta como un defensor acérrimo de la pintura como forma de expresión. Una tendencia que terminó de confirmar el año pasado, cuando organizó el Premio Bicentenario de Pintura, cuyo primer premio fue para Cardozo y cuyo segundo premio fue para Martín Mendizábal, otro pintor más concentrado en la belleza que en la demagogia.

    Después de haber tenido que suceder a Sagradini, Aguerre dice que el ministro de Cultura, que, como nos consta, tiene buenas intenciones pero no sabe nada de cultura, lo apoya. Y además dice que lo apoya Hugo Achugar, el director de Cultura, quien también tiene buenas intenciones aunque nunca se ha mostrado demasiado eficiente para gestionar ni para conciliar un discurso que exalta la cumbia villera y que defiende formas artísticas como las que nos ha obsequiado el fotógrafo Juan Ángel Urruzola mientras, en otra esfera, se muestra como un connotado miembro de la “izquierda caviar” que colecciona cuadros de elite y que disfruta más de la música clásica que de los exabruptos de las “bandas” que nos proponen una apología del delito “tan defendible como cualquier otra”, según nos es dado relatar en estos tiempos de doble discurso y de relativismo.

    Tiempos de murga, de ciertas salas de cine que se enriquecen mientras la gente es tratada como ganado, de esculturas arruinadas en el Edificio Libertad, de decadentes propuestas en el Espacio de Arte Contemporáneo, de salarios impagos en el Sodre y de declaraciones pomposas y poco creíbles de quienes, como Adolfo Sayago, han convertido la pintura en un oficio fuera de toda originalidad. Tiempos en los que, de todas maneras, todavía hay lugar para gestores de primer nivel como Gerardo Grieco y Julio Bocca. Y, ahora, para Enrique Aguerre, quien intenta “recuperar los contactos internacionales que se perdieron durante las gestiones de Mario y de Jacqueline” para que el museo, que, “tal como lo conocemos, es obra de Kalenberg”, abandone las mezquindades y, luminoso, se abra a todos los uruguayos.

    Las medidas mencionadas, la edición de un libro plural sobre el centenario, un homenaje a Augusto Torres a 100 años de su nacimiento y una exposición de Barradas con obras del acervo y de privados, ambos para 2013, varios catálogos bilingües a todo color y la firme intención de que Iturria tenga finalmente la muestra que se merece, son solo la punta del iceberg de un señor que está por cumplir dos años al frente del MNAV y que, como creció bajo una dictadura que lo obligó a formarse de modo autodidacta, dado que en ese entonces Bellas Artes estaba clausurado, ha decidido abrir los ojos y los oídos para alcanzar la excelencia.

    Poca gente lo esperaba. Pero no dejemos de decirlo: enhorabuena.

    Vida Cultural
    2012-07-05T00:00:00