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    Un joven periodista en la trinchera y el quiebre institucional de 1973

    En el ámbito periodístico —y fuera de él también— suele decirse que el periodismo es “el primer proyecto de la historia”.

    Algunos creen eso; otros no. Pero sí es evidente que los periodistas vemos pasar parcelas de la historia ante nuestros ojos, oídos, libretas, grabadores, cámaras y micrófonos cada vez que salimos a la calle a buscar noticias. Y, luego, contamos lo que hemos podido registrar a los demás ciudadanos, con el propósito de que comprendan un poco mejor el mundo en el que viven y sean un poco más libres para tomar sus propias decisiones.

    Como desarrollamos esa tarea todos los días y a toda hora, en el momento caliente de recoger, recibir o difundir una noticia determinada, no andamos por las redacciones pensando ni proclamando: “¡oh, estoy escribiendo la historia!” o “¡qué importante es esto que voy a publicar para el futuro de la Humanidad!”. Eso sería absurdo y si algún periodista se comportara de ese modo en un día cualquiera sería “ejecutado” por un vendaval de burlas de sus colegas, que no pararían de reír ante semejante conducta estúpida.

    Pero hay circunstancias especiales y casi únicas en las que los periodistas, por azar o por pura intuición, advertimos en el mismo momento que estamos presenciando y atestiguando un hecho respecto al cual luego vamos a tener que escribir o relatar, que se trata de algo que va a quedar en la historia. Olfateamos que eso, que será nuestra noticia de la hora o del día siguiente, va a marcar a fuego el curso de los acontecimientos y tendrá consecuencias que no conocemos pero que, prevemos, serán de una trascendencia inusitada. Esas circunstancias existen. Son pocas en la carrera de un periodista. Pero existen.

    El libro Noticia del golpe de Estado. La toma del poder por los militares en febrero de 1973 (Ediciones de la Plaza, 2015, 130 páginas), de Ricardo Lombardo, es el relato de una de esas escasas circunstancias. Un relato que cuenta la peripecia de un periodista al que, de pronto e inesperadamente, uno de los diarios más importantes del país lo envía a cubrir un conjunto de hechos que podían cambiar no solo la evolución de la historia del Uruguay sino que, también y sobre todo, alterar radicalmente el sistema de organización de la sociedad, el Estado de derecho y la vigencia de la libertad. El diario lo envía, en definitiva, a cubrir nada más ni nada menos que el golpe de Estado de febrero de 1973 propiciado por los jefes militares de entonces.

    Pero el autor, con buen sentido, no queda conforme con la exposición de su experiencia de aquel terrible momento. Y decide contextualizar sus propias vivencias con los sucesos que se iban produciendo mientras él veía lo poco que un periodista puede observar cuando está “en el lugar de los hechos”. Lo hace para que el lector de hoy pueda comprender cabalmente lo que estaba ocurriendo en cada lugar donde la violación de la Constitución se estaba perpetrando.

    Lombardo hace afirmaciones tajantes, que seguramente provocarán más de una polémica. Dice, por ejemplo, que “por una u otra razón, el golpe lo terminaron dando entre casi todos” porque “la gran mayoría empujó, con mayor o menor fuerza, para traspasar el poder a los militares. Algunos porque querían hacer caer al gobierno de Bordaberry, otros porque pretendían forzar nuevas elecciones, varios de ellos porque tenían intenciones de pactar la revolución con las Fuerzas Armadas en los tiempos de la guerra fría o porque no estaban dispuestos a defender en Bordaberry a las instituciones”.

    Si bien analizar con los ojos de 2015 acontecimientos cruciales que determinaron el derrotero del Uruguay hace 42 años puede llevar a quien lo hace a incurrir en anacronismos e, incluso, en afirmaciones injustas, el autor aporta datos concretos, producto de su propia investigación de entonces, cuando apenas tenía 19 años de edad, y datos de ahora, cuando puede recorrer con calma las colecciones de los diarios de la época y los libros que, en abundancia, se han ido publicando con el correr de los años sobre este espinoso y delicado tema.

    En febrero de 1973 la situación era singularmente preocupante. Bordaberry había ganado las elecciones de 1971 con 22,81% de los votos pero como aún regía la “ley de lemas”, acumuló todos los sufragios que consiguieron los demás candidatos presidenciales colorados: Jorge Batlle (14,59%), Amílcar Vasconcellos (2,94%) y otros postulantes menores. Total: 40,99%.

    Wilson Ferreira Aldunate había estado por birlarle el triunfo y no lo consiguió por muy pocos votos. Ferreira Aldunate, individualmente, había logrado más apoyos que Bordaberry (26,42%), pero los otros candidatos blancos aportaron menos que los colorados para el lema Partido Nacional. Oscar Aguerrondo había obtenido 13,74% y el total de los blancos había llegado a 40,15%.

    La elección se definió, pues, voto a voto (40,99% para los colorados y 40,15% para los blancos) y Ferreira Aldunate dijo que se había cometido un fraude en su perjuicio, a raíz de lo cual el abogado Aparicio Méndez (años después transformado en dictador cuando los militares echaron a Bordaberry) presentó una demanda ante la Corte Electoral.

    Pero no solo la paridad de la elección tensaba a la sociedad.

    Los militares habían declarado completamente derrotado al movimiento guerrillero de los tupamaros en octubre de 1972 y se habían envalentonado. No solo proclamaban haber cumplido con el deber que el Poder Legislativo democrático les había encomendado (combatir y derrotar a la subversión armada), sino que ahora querían seguir adelante. Les había picado el “bicho político” y, progresivamente, estaban dejando de importarles las limitaciones para la actividad política que les imponía la Constitución.

    La irrupción ilegal e ilegítima de las Fuerzas Armadas y sus mandos como un nuevo actor político confundió a mucha gente.

    Lombardo recuerda cómo Ferreira Aldunate desdeñó el llamado de Bordaberry a defender las instituciones cuando convocó a la ciudadanía a la Plaza Independencia y logró un ridículo apoyo de 200 o 300 personas. “¿Quién va a salir a defender a la Presidencia si en ella (la gente) ve al actual presidente?”, preguntó luego Ferreira Aldunate en una audición radial. Y le pidió al presidente que se marchara del Palacio Estévez. “No nos sirve el gobierno del señor Bordaberry (…) y si las magistraturas constitucionales son débiles, hay un solo modo de defenderlas, que es hacerlas pasar por el baño de la investidura popular: consúltese al pueblo de la República y estése a lo que él decida”, exigió el caudillo blanco.

    Mirada desde la tranquilidad del 2015, fuera del vendaval político y social que el Uruguay vivía más de 40 años atrás, aquella actitud de Ferreira Aldunate puede ser catalogada como una conducta desleal hacia Bordaberry, quien —le gustara o no—, ostentaba el poder legítimo. Pero no es tan fácil ni tan lineal: en noviembre de 1972, el mismo Bordaberry había autorizado a los mandos militares a acusar a Ferreira Aldunate de violar un “secreto militar” y a hacer comparecer al entonces senador blanco ante la justicia militar, luego de que este exhibiera en el Palacio Legislativo una orden de la Armada según la cual sus buques no podían detener a barcos extranjeros que estuvieran realizando actividades prohibidas en aguas jurisdiccionales uruguayas, si una autoridad argentina iba a bordo. La persecución de Bordaberry y de los militares contra Ferreira Aldunate continuaría sin parar hasta el final de la dictadura, en 1985.

    Lo mismo podría decirse del general Líber Seregni, líder del novel Frente Amplio, que había conseguido en 1971 menos del 20% de los votos. El autor evoca un famoso discurso que Seregni pronunció en 8 de Octubre y Comercio para pedir la renuncia de Bordaberry: “Es un imprescindible acto patriótico, idóneo, necesario para insinuar un camino que conduzca a la reunificación de todos los orientales honestos. La presencia del señor Bordaberry entorpece las posibilidades de diálogo. La renuncia del señor Bordaberry abriría una perspectiva de diálogo”. Como Seregni, el resto de los dirigentes de la izquierda —con la honrosísima excepción de Carlos Quijano, director del semanario “Marcha”— hacían fila para volcar el golpe de Estado a su favor. El Partido Comunista, el Partido Socialista, el Partido Demócrata Cristiano, los tupamaros y la central sindical CNT (ya entonces, un sector político más del Frente Amplio) enviaban un día sí y otro también señales de respaldo a los militares sublevados, a condición de que aplicaran, ya en dictadura, al menos algunas de sus principales reivindicaciones. O sea: los militares se proponían violar la Constitución a como diere lugar y la izquierda no tenía inconvenientes en que la Constitución fuera violada en tanto eso fuera útil a la concreción de sus postulados.

    Con desparpajo anti republicano y con una visión completamente errada sobre el futuro, tal como se comprobaría después, el jefe del Partido Socialista, Vivian Trías, escribía por esos días en “El Oriental”: “Las Fuerzas Armadas no quedan al amparo del torbellino. Al aproximarse las fases del desenlace (revolucionario), cuando las contradicciones se agudizan, aquéllas, depositarias, precisamente, de las más avanzadas técnicas de la violencia, son presionadas, solicitadas, acuciadas por las clases en pugna (…). Hoy es más verdadera que nunca la afirmación del marxista alemán W. Liebknecht: ‘la revolución no se hace contra el ejército, ni sin el ejército, sino con el ejército’”.

    Sin embargo, como en el caso de Ferreira Aldunate, las cosas tampoco eran tan sencillas ni diáfanas. Los tupamaros habían declarado la guerra y estaban sujetos a la ley de la guerra: se mata y se muere. Y quien se mete a dilucidar los problemas a balazos y a violar los “derechos humanos” de los demás no tiene derecho, luego, a reclamar por sus “derechos humanos” violados por los otros combatientes. Pero los militares estaban haciendo “tabla rasa” con todo aquel sospechoso de simpatías izquierdistas y estaban torturando y matando a militantes frenteamplistas, pero no tupamaros, bajo el mando de Bordaberry. ¿Cómo podía entonces el jefe del Frente Amplio sentir alguna simpatía por aquel presidente?

    ¿Y los colorados, que eran el partido del presidente?

    Pues habían declarado su “irrevocable” apoyo a las instituciones y a las autoridades legítimas. Pero habían hecho oídos sordos al llamado del presidente a defenderlas en la calle, cuando las papas quemaban.

    Vasconcellos fue decididamente claro en aquel momento de zozobra: “O defendemos las instituciones contra quien sea, subversión de donde venga y cualquiera sea el pretexto que adopte y el nombre o condición del subversor, o dejamos, los gobernantes electos por el pueblo, de cumplir con nuestra obligación y entregamos el país al caos, a la dictadura, que siempre lleva consigo todas las corrupciones, todas las arbitrariedades y todos los latrocinios”.

    Pero el segundo líder colorado en importancia, Jorge Batlle, había sido arrestado por orden de Bordaberry, en acuerdo con los futuros golpistas Esteban Cristi y Gregorio Álvarez, el 27 de octubre de 1972 por haber denunciado una verdad, entonces ocultada y hoy conocida por todo el Uruguay: que los militares estaban negociando en los cuarteles con los tupamaros la demolición de la democracia republicana para que ambos —militares y tupamaros— instituyeran un régimen antiliberal que, por supuesto, dirigirían de consuno, ignorando al soberano. Batlle fue llevado en un camión del Ejército acusado por la justicia militar de “ataque a la fuerza moral de las Fuerzas Armadas”. Naturalmente, los tres ministros de la Lista 15 que integraban el gabinete de Bordaberry presentaron inmediata renuncia: Francisco Forteza (Economía), Julio María Sanguinetti (Educación y Cultura) y Walter Pintos Risso (Obras Públicas).

    Y aun antes, el 4 de julio de 1972, 559 militares —en actividad y retirados— habían emitido en el Centro Militar una declaración en la que, sin mencionarlo explícitamente, hacían referencia a un reclamo del 22 de junio de la Cámara de Diputados, que pidió a las Fuerzas Armadas cumplir con la Constitución y con la ley, respetar la dignidad de la persona humana e investigar y castigar a los culpables de la muerte de un militante democristiano que había sido sometido a torturas en un cuartel de Treinta y Tres.

    La respuesta de los militares —y hablamos de julio de 1972— prefiguraba lo que sería después el golpe de Estado. “Toda acción o manifestación corporativa o individual que tienda a menoscabar u objetar maliciosamente los procedimientos de los integrantes de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión, o lo que es lo mismo, traición a la patria, constituye una complicidad embozada con los enemigos del régimen republicano democrático que la ciudadanía ha elegido y reafirmado”.

    ¡Qué curioso! Los militares decían defender al “régimen republicano democrático” mientras acusaban de cómplices con los “traidores de la patria” a un poder del Estado al que, en cualquier circunstancia normal, debían estar subordinados.

    Desde ese momento, los mandos militares solo avanzaron contra las instituciones y contra el poder político legítimo.

    Este ensayo de Ricardo Lombardo es una nueva contribución para entender un poco más aquel período sombrío de la historia uruguaya. El período durante el cual la república fue herida de muerte.