“Me interesa contar las historias de los últimos de la clase, de los que no son queridos, de los que son olvidados y abandonados”, dice Antonio Manzini (Roma, 7 de agosto de 1964), actor, guionista y director de cine y televisión, también dramaturgo, intérprete de teatro y escritor de ficción. Es autor de las novelas Sangue marcio, La giostra dei criceti y Sull’orlo del precipizio. Ha publicado narrativa breve y un par de libros de relatos escritos a cuatro manos junto con Niccolò Ammaniti. “Quiero acercarme a la peor parte de los personajes”, continúa. Ese interés lo condujo a Rocco Schiavone, policía romano, agresivo, corrupto, mala onda, cultor del sarcasmo, el garroneo y la puteada fácil. Especialmente duro en los interrogatorios y con algunos colegas, superiores y subordinados, Schiavone es naturalmente un cretino. Y un cretino astuto, intuitivo, dueño de una prodigiosa destreza para detectar con muy poco lo mejor y lo peor de las personas. Con un pasado turbio y un presente tormentoso, por motivos disciplinarios es trasladado, de manera rápida y silenciosa, a Valle de Aosta, toda una postal alpina, es un paraíso nevado. Y Schiavone, bicho romano, citadino, lo considera prácticamente un infierno. Aunque en realidad es su purgatorio.
Años atrás, Manzini había leído Escoria, de Irvine Welsh, protagonizada por un policía corrupto de Edimburgo, misántropo, violento, machista, homófobo y racista, con sarpullidos en los genitales y un parásito en sus intestinos. El oficial está tan solo que termina hablando con el parásito, convertido en la voz de su conciencia. Sin saberlo, el impacto que le produjo Escoria derivaría en la gestación de Schiavone: “Quería hacer un personaje terrible, negro, probablemente porque estoy bastante cansado de los policías bonachones, sin manchas, sin pecados: no me parecen verosímiles”. En la primera versión, el subjefe era considerablemente más violento, “más ilegal”, más cercano al repulsivo personaje de Welsh. “Mi mujer leyó el primer manuscrito y quiso llamar a un abogado con la amenaza del divorcio”, bromea. “Me di cuenta de que tenía que aflojar un poco”.
Con sus ojeras, sus párpados enrojecidos y su estado emocional tendiente a la irritabilidad, Schiavone necesita fumar marihuana para empezar el día. “Me abren los centros nerviosos”, dice: “Me dan fuerzas para vivir”. Y con su ropa decididamente urbana, sus Clarks de ante, contraproducentes e incluso perjudiciales, detesta el aburrimiento disfrazado de bienestar y tranquilidad de Aosta. Para empezar, porque es peligroso. Detrás de esa máscara apacible palpita un entramado de emociones y acciones complicadas. En Pista negra, la atenta observación de un accidente con una máquina pisanieves puede revelar un asesinato. En La costilla de Adán, la muerte como consecuencia de un robo es la plataforma hacia otros misterios y miserias. En Una primavera de perros, un accidente en la carretera y la desaparición de la hija de una familia adinerada ocultan una oscura conexión. Y en Sol de mayo, publicada en español este año, una muerte violenta —alguien recibe las ochos balas que eran para Schiavone— llevan al subjefe a enfrentarse con su pasado.
—¿Por qué una novela negra?
—Porque creo que a través del policial es más fácil contar un país; en este caso, mi país. El homicidio, el crimen, la rapiña, entran directamente en las casas, en las escuelas, en los hospitales, en la sociedad. Y el trabajo de la policía es como una cámara sobre el mundo y la sociedad.
—¿Por qué cree que Schiavone resulta atractivo?
—No tengo ni la más pálida idea. De hecho, estoy asombrado con todo lo que pasó, con todo lo que pasa, de verdad no entiendo mucho. Tampoco me lo cuestiono tanto. Lo que sí quiero es seguir divirtiéndome escribiendo. El día que me aburra, que navegue en piloto automático, creo que el lector se va a dar cuenta.
Desde su aparición, el subjefe de policía ha provocado temblores en tierras del noir, dominada por un puñado de autores consagrados. Hoy, cuando se habla de Manzini, se habla del sucesor de Andrea Camilleri, creador del comisario Salvo Montalbano, policía y sibarita protagonista de más de 20 novelas. “La comparación me halaga mucho”, comentó Manzini durante la presentación de sus novelas en la última Feria del Libro. “Fui su alumno en la Accademia Nazionale d’Arte Drammatica. Y me ha ayudado mucho. Cuando estaba escribiendo el segundo libro de la saga estaba muy preocupado, no quería aburrir, quería saber cómo evitar que muchos futuros lectores se aburrieran con Schiavone. Entonces lo llamé y él me dio un gran consejo: ‘Esto es problema tuyo. Arreglate’”.
—¿Qué le aportó la experiencia como actor en la construcción narrativa?
—Han sido 25 años de trabajo con la palabra, con el diálogo, y es algo que entró en el libro. Me ha ayudado a desarrollar las escenas, a detectar los puntos fuertes y los puntos débiles del relato, a ver lo que es más importante decir o lo que es mejor no decir.
—¿Cómo es el trabajo que no se ve en la novela, el trabajo con las líneas argumentales, los escenarios donde se despliega la acción, con la biografía de los personajes?
—Lo tengo todo en la cabeza. A veces me confundo, me equivoco, especialmente con los nombres. Mi editor me ayuda, pero sabe menos que yo. Entonces nos equivocamos los dos. En la primera novela, el jefe se llama Andrea Corsi. A partir del segundo libro, Andrea Costa. Desde Salamandra se dieron cuenta del cambio. “Ah, es un nuevo personaje, cambió el jefe”. Y no, les tuve que explicar que me había equivocado. Ahora soy un poco más precavido.
—¿Lee los diálogos en voz alta?
—Todo lo que escribo lo leo en voz alta. Y actúo, de alguna manera, los diálogos. Hacerlo me ayuda mucho para encontrar el ritmo. Me gustaría escuchar el texto en español, no entendería el significado pero podría captar la musicalidad de las palabras.
La ironía es parte del gusto y del sello Manzini. Y también de su personaje. “La ironía es, para mí, un filtro para mirar la realidad. Los romanos somos muy irónicos, a veces demasiado, y eso es porque el romano siente que está de vuelta de todo, que ya vio todo, sencillamente porque todo ya pasó en Roma: pasaron los cristianos, los judíos, los japoneses. Es un peligro, puede volvernos perezosos. A veces me gustaría que nos tomáramos las cosas más en serio”, dice. No hay nada de él en Rocco ni de Rocco en él, asegura, “con excepción del listado de lo que le molesta”. Es que el subjefe tiene una escala arbitraria con la que cuantifica del uno al diez el grado de “tocada de cojones” que produce su trabajo (o un suceso o una persona o un lugar o una conducta determinada). Igual, reconoce: “Me gustaría ser un poco más como Rocco. Decir siempre la verdad, ser fuerte con los fuertes y más flexible y dócil con los débiles”. De todos modos, en la vida real, no confiaría en Rocco. No lo tendría como amigo. “Es una persona pesada”, agrega, ahora en la conferencia. “Lo veo más bien como un conocido al que se lo puede llamar por teléfono si se precisa algo. Lo quiero mucho, pero lejos. Es una presencia muy fuerte, muy intensa en mi casa: vivimos mi esposa y yo... Y Rocco”.
—Para Schiavone todos los días son iguales. ¿Es por eso que estructura las novelas siguiendo los días de la semana?
—Tiene una doble utilidad. Por un lado, me parece importante decir que Rocco no se cristaliza en el tiempo, como Maigret o como Poirot, es alguien que crece, envejece, tiene experiencias que lo hacen cambiar. El hincar los días le recuerda al lector que para Rocco el tiempo cambia, a pesar del hecho de que para él todo es igual y que incluso no le serviría nombrar los días. Además, en una investigación policial cada día cuenta.
El Valle de Aosta es un lugar encantador. Un destino turístico de montañas de piedra lávica, florestas, lagos alpinos y glaciares. Pero Rocco odia estar ahí. “No es que tuviera nada contra Aosta”, escribe el narrador en Pista negra. “Es más, era una ciudad bonita, civilizada, con gente educada. Pero habría sido igual si lo hubieran mandado a Salerno, Mantua o Venecia. El resultado no habría cambiado. No era el destino lo que lo afligía. Lo que añoraba era la casa madre, su recinto existencial, su nido”. Además, el oficial aborrece el frío y todo lo relacionado con el frío: esquiar, pasear por el hielo, la lluvia helada, los kilos de ropa, las botas de nieve. Desde que está en Aosta habita una casa sin vida, sin cuadros, sin libros, sin discos. Solo hay un sofá, una tele, una cocina que no usa, y poco más. O bastante más: porque el subjefe vive en compañía de una pérdida, una sombra fantasmal que quiere marcharse y que él se niega a abandonar. “¿Duele la ausencia?”, se pregunta en Una primavera de perros. “Lo que duele es la pérdida. Que no es lo mismo que la ausencia”, se responde a sí mismo. “En la pérdida se sabe lo que se ha perdido. La ausencia puede ser un barrunto indefinido, una emoción sin cuerpo ni sonido de algo que falta y que no tienes, pero que no sabes lo que es. Pérdida es lo que yo siento, porque lo sé. Y es peor que la ausencia. Porque lo que yo conocía y tenía entre los dedos ya no está. Ni volverá a estar. Es la misma diferencia que hay entre Ray Charles y Stevie Wonder: el primero perdió la vista y el segundo es ciego de nacimiento. Ray sabía lo que era ver y Stevie no. Ray experimentó la pérdida. Stevie, la ausencia. Stevie lo lleva mejor que Ray. Pongo la mano en el fuego”. Los diálogos con esa figura espectral, esa ausencia, llegan a ser conmovedores.
—Hay algo particular en la historia de amor: prácticamente es una historia de fantasmas. Ciertamente es algo arriesgado.
—Me gustaba la idea de una esposa que ya no estaba. Como el primer libro nació para ser un libro solo, no me pareció arriesgado. El asunto es que debí continuar con esa línea y se hizo más difícil y más compleja de sostener, pero bueno, seguí. Para que un personaje sea interesante tiene que encontrarse en una situación incómoda, como Rocco en Aosta. Como escritor, necesito meterme en situaciones desafiantes; de lo contrario, corro el riesgo de escribir historias aburridas.
—¿Cómo surgen los crímenes, de dónde vienen?
—En general se me ocurre algo, un detalle, un problema humano, y ese es el disparador, el punto de partida. El crimen en sí siempre es banal, no existe el crimen genial a lo Sherlock Holmes. Se hace por pasión, por locura, por plata. Lo que no es banal es la descripción del porqué, el asunto de la condición humana. Quizás sea muy tedioso describir la historia de alguien a quien le prestaron plata con un interés muy alto y no pudo pagarla. Pero si metemos el acto criminal, esto se hace mucho más interesante. Es, creo, lo que mantiene vivo al noir: que utiliza situaciones en las que se detectan problemas sociales que a su vez potencian al género.
—Para Rocco, llegar a Aosta fue el principio del fin. ¿Qué significa Aosta para usted?
—Amo Aosta. Ubicando ahí la novela esperaba que me regalaran una casa o algo. No lo hicieron. No todavía.