“Esta familia es adorable”, dice mientras desenrolla en el piso uno de sus enormes dibujos a carbonilla sobre papel. Entonces aparecen seres de rostros serios e inquietantes, con una matrona que se impone en el centro con su figura cuadrada y enorme. En esa familia hasta los niños dan miedo. Esta obra, que se llama Los muertos, pertenece a la última etapa del dibujante Álvaro Amengual (Montevideo, 1957), que tiene como modelos a figuras y situaciones de fotografías antiguas. Con ellas crea retratos donde prima la simetría y la profundidad. “Me gustan mucho las formas opulentas”, explica, y muestra un dibujo con el perfil de Toulouse Lautrec que casi rosa la figura voluminosa de una bailarina, o el de tres mujeres vascas instaladas en un bosque lúgubre. Ese es el mundo en blanco y negro de Amengual, pero también está el de colores pastel con figuras circenses o con Carlota Ferreira regordeta y colorida, casi aplastando un caballito de madera. Entre el grotesco y el humor, también aparece el autorretrato del dibujante con orejas de Mickey Mouse o en la playa con un salvavidas de patito. Amengual comenzó su formación en el dibujo y la pintura con Clever Lara, que dirigía un taller en el Instituto de Bellas Artes San Francisco de Asís. En ese instituto, que funcionó cuando la Escuela de Bellas Artes de la Udelar estaba cerrada por la dictadura, también estudió escultura con Freddie Faux, e Historia del Arte con Amadeo De Caro. Con la vuelta a la democracia y la explosión de la prensa escrita, incursionó en la historieta y fue ilustrador en el semanario Alternativa Socialista, en la Revista Zeta y en el diario El Día. Luego vino su etapa docente que continúa hasta hoy en su taller y en la Universidad ORT. Durante cinco años, Amengual estuvo preparando una muestra con sus dibujos en carbonilla y en pastel que se iba a exponer en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), pero un desacuerdo con el director del museo frustró la exposición. “Fue algo personal y no tiene nada que ver con la gestión del museo, que ha sido muy buena”, le aclara a Búsqueda mientras en su taller suena jazz como música de fondo.
—Todo lo creado por los seres humanos fue en el origen un dibujo. La ropa, el mobiliario, los autos. En la ORT doy clase de diseño gráfico y me cuesta mucho que los estudiantes tengan pasión por el dibujo. Creen que todo se puede solucionar con una computadora y manejando programas. Pero la computadora no te va a dar la idea. La primera instancia de un diseñador, cualquiera sea, es empezar a tirar líneas, a hacer croquis, a tratar de capturar la idea que tiene de forma brumosa en su cabeza. Al principio son unas rayas, pero, si no se hicieran esas dos o tres torpes rayas, el cerebro no recibiría ningún estímulo. Bocetar tiene mucho que ver con el azar, con lo inesperado. No es un acto voluntario. Si uno boceta con una línea limpia y depurada nunca va a poder concebir algo interesante.
—¿Usás programas digitales para tus obras?
—No descarto la computadora, para nada. Hay programas de dibujo que son fantásticos y que emulan muy bien los medios tradicionales: acuarelas, carbonilla, óleos. Los utilizo sobre todo como entretenimiento y para bocetar. Lo que tiene de bueno es que podés redimensionar la imagen, trasladarla, cortar partes. Claro que todo eso se puede hacer en un papel, pero yo me he salvado con una tablet de varias horas en salas de espera.
—Algunos de tus dibujos se inspiran en personas que ves en esas esperas, como el de la empleada pública desgarbada…
—En lo que estoy haciendo desde los últimos seis años, la figura humana tiene un papel protagónico. Me gusta mucho observar a la gente y sacar lo más característico. Esa empleada pública fue real y me dio bastantes dolores de cabeza. Me saqué las ganas de dibujarla, es una forma sana de quitarse la rabia.
—Tu dibujo Malicia parece una versión macabra de la Alicia de Lewis Carroll. ¿Cómo surgió?
—En mis últimos dibujos hay un componente narrativo importante. Malicia nació de casualidad, no me propuse hacer una versión de Alicia. Encontré un modelo en una fotografía antigua que me parecía muy adecuado. Cuando empecé a bocetar, que para mí es la parte más caliente del acto creativo y la disfruto mucho, fui agregándole otras imágenes a la de la niña. De pronto vi que aparecía algo parecido a Alicia, pero como la actitud facial del personaje era tan adusto, la vi como una niña cruel. Por eso el nombre.
—¿Por qué fotos antiguas?
—La foto antigua tiene un aura de misterio, algo oscuro que me resulta atractivo. A la vez son muy cuidadas porque muchos fotógrafos provenían de la pintura, tenían formación artística. Era excepcional en el siglo XIX o principios del XX sacarse una foto, por eso tenían tanto cuidado en su composición. La foto era un evento que a veces ocurría tres veces en la vida de una familia y eran atesoradas. También la ausencia de color tiene su atractivo. Ahora nosotros nos sacamos fotos a cada rato y por cualquier situación.
—¿Te preguntaste por qué en esas fotos la gente siempre está seria? Algunas teorías dicen que la gente quería trascender y optaban por una pose solemne.
—Tal vez podía ser algo técnico porque no se podía sacar una foto instantánea. El modelo tenía que posar unos minutos y es difícil mantener la sonrisa unos minutos. Pero es cierto que la seriedad podía venir de esa búsqueda de eternidad.
—El humor y el grotesco es parte importante en tu obra. ¿Estuvo siempre?
—El humor siempre lo tuve y creo que es una forma de comunicarme con la gente. No lo había trasladado al mundo de la pintura porque me parecía que era como rebajarla. Pero desde hace unos años estoy dejando entrar el humor. Antes me molestaba que la gente se riera de uno de mis cuadros, ahora me encanta y lo busco. Llegué a la conclusión de que ahora el arte es tan hermético que el hecho de que una persona se ría frente a un dibujo no es poca cosa. Por lo menos transmite una emoción.
—¿Cuánto hay de caricatura en estos dibujos?
—La lógica viene de la caricatura, de cuando empecé a trabajar como ilustrador en la prensa escrita a mediados de los 80. Ahí empecé a mezclar las artes populares, como la caricatura y el dibujo animado, con el llamado “gran arte”. Hice algunas cosas en las décadas de los 80 y 90. Ahora lo retomé hace unos seis años. Pero no lo llamaría caricatura porque no soy caricaturista, sino que coqueteo con el género. No tengo la capacidad de dar en el clavo, como lo hacen Hogue, Ombú o Arotxa, de captar una situación humorística y a la vez crítica. Eso no lo tengo, pero conozco la lógica.
—¿Qué clásicos de la pintura te han inspirado?
—Mi primer gran asombro a los 14 años fue Rembrandt, y lo sigo admirando. Después vino Paul Klee y tantos otros artistas que me han interesado. No tengo solo uno que me inspire.
—En Facebook expresaste tu enojo por la muestra que ibas a hacer en el MNAV y que no se concretó. ¿Qué sucedió?
—Tuve un problema personal con el director del MNAV, Enrique Aguerre. Quiero enfatizar que no estoy en contra de su administración. Es más, considero que ha hecho una magnífica gestión. El museo se ha transformado en un lugar vivo y le ha dado muchas posibilidades a los artistas uruguayos. No tengo nada en contra de esa gestión. Fue un tema personal, un desencuentro, y eso llevó a que no vaya a hacer la exposición.
—¿Ibas a exponer tus retratos?
—Sí, estaba todo pronto, trabajé durante cinco años y disfruté de todo el proceso. Son trabajos grandes en general. Tal vez en algún momento los exponga, pero nunca podré hacer la muestra entera. No sé si conseguiré una sala con las dimensiones que ofrece la Sala 5 del MNAV, que tiene unos 600 metros cuadrados. Tengo trabajos que fueron especialmente pensados para una determinada pared de esa sala. Tal vez pueda hacer una muestra fragmentada, pero tampoco quiero complicarme ahora. Si no se puede exponer, no se expone. En última instancia está Facebook. Me ha asombrado la cantidad de gente que ve mis dibujos cuando los subo.
—Los costos de una exposición deben ser importantes…
—Entre las obras iba a exponer cinco pasteles de 1.50 m por 1.50 m. El enmarcado de cada pastel sale unos $ 20.000, por lo tanto iba a gastar $ 100.000 solo en esas obras. Una ventaja de exponer en el MNAV es que se ocupan del enmarcado y pagan el catálogo, que es muy bueno. Las exposiciones son muy cuidadas, muy profesionales. Eso no se puede hacer por cuenta propia. Y yo no sirvo para conseguir sponsors.
—¿Qué opinión te merece el arte contemporáneo?
—Es parte del paisaje de esta época, me resultan atractivas algunas instalaciones o algo del videoarte, aunque no tiene nada que ver con lo que yo hago. Pero a veces siento que se están burlando de uno. Por ejemplo, ahora apareció esta banana pegada con cinta a la pared (se vendió en la feria de arte Art Basel de Miami por 120.000 dólares). Yo qué sé, es una ocurrencia divertida, pero para mí el arte es otra cosa, tiene que tener metáfora, poesía, emoción. Se pueden argumentar una cantidad de cosas con respecto a la banana pegada a la pared, porque con palabras se pueden construir largos textos. Pero el texto de estas obras no siempre es comprensible, y no es lo mismo complejo que complicado. Cuando uno no tiene nada que decir acude a lo complicado, a alusiones en otros idiomas, a citaciones. En cambio, cuando uno tiene algo con densidad y contenido no necesita lo complicado, puede decirlo en forma lineal.
—¿Por qué no te gusta llamarte artista?
—El artista ahora se ha transformado en un dios muy petulante y despreciativo hacia la comunicación con la gente. Incluso creo que disfrutan del hermetismo de sus obras porque crean el binomio incomprensible-intelectual. El artista ahora se impone como una especie de mesías que viene a redimir la torpeza de la gente. Todo eso me empezó a resultar desagradable. Me molesta esa actitud de “ser mágico”, de tener el poder de transformar un vaso en arte. Por eso no me gusta llamarme artista.