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    Un profeta

    A 200 años del nacimiento de Fiódor Dostoievski

    Hoy jueves 11 de noviembre hubiese cumplido 200 años. Fiódor Dostoievski nació en Moscú en un hospital de pobres. Su padre, un noble venido a menos, era médico militar. Mal carácter tenía el doctor, y lo sufrían su esposa y principalmente dos de sus hijos: Mijail y Fiódor. Vivían en una habitación del hospital hacinados y soportando dificultades económicas. La familia arrastraba un árbol genealógico pesado, con algunas muertes violentas en su legajo. Fiódor se encargó de que el apellido Dostoievski pasara de la órbita de las páginas amarillas a la galería de los grandes genios literarios. Una obra monumental, diversa e inigualable. Tal vez más universal que ninguna. Y una vida convulsa, acorde a la de sus personajes. Cuando su madre murió, los hermanos se fueron a estudiar a San Petersburgo, mientras el padre se dedicaba a la bebida y provocaba irritación en su entorno. Fiódor es admitido pero Mijail es rechazado en la Escuela Militar de Ingenieros. Por las noches, en el castillo, Fiódor escribe cartas, al padre pidiendo unos rublos, al hermano hablando de sus lecturas. Comienza la vida de escritor entre las sombras del castillo y la luz de un farol al costado de la cama. Lee a Pushkin, a Balzac, a Shakespeare. Su hermano devuelve las misivas: “¿No leíste al Cid? ¡Pues léelo, miserable, y arrodíllate!”. Muere el padre en su finca reventado a palos por sus súbditos. El cadáver es arrojado a un costado del camino. Cuando Fiódor se entera de la notica tiene su primera crisis epiléptica. Freud escribirá más tarde un famoso ensayo sobre el inconsciente de Dostoievski y la muerte del padre, que es una liberación. Realidad y fantasía se confunden en el parricidio. Luego de seis años de disciplina marcial, Fiódor abandona el castillo. Deambula por las calles de San Petersburgo. Frecuenta tabernas populares. Se hace amigo de los borrachos y de los vagabundos. Se detiene en plazas y observa. Así nace la novela Pobres gentes, que tiene un caluroso recibimiento. “Un gran cuadro social”, dice el crítico Belinski, a quien todos temen. El genio solo tiene 23 años y ahora también frecuenta a la burguesía y a la nobleza. Se adentra en el círculo rojo. La máquina productiva se acelera: El doble, sobre las identidades, el tema del Otro y los interminables despachos de los burócratas, La patrona y El señor Projarchin. Esta vez Belinski, el guardián del vagón literario, el hombre que detesta el arte por el arte si no hay verdad, baja el pulgar y dice no: son una porquería, demasiado extravagantes. De tener una gran cuchilla de carnicero, Fiódor mataría al engreído crítico y tiraría sus partes a los cerdos. Pero se reprime, sufre, vuelve a ocupar su lugar con las pobres gentes y los desconsolados de las tabernas y las zonas más miserables de San Petersburgo. Se pelea con el editor pero sigue adelante con otra novela corta: Noches blancas, sobre el amor ligeramente amargo, ligeramente infeliz. Hay un fastidio innato en su alma, un malestar que no puede silenciar. En esa vibración inestable se juega el arte auténtico. Se rebela sin saber bien contra qué, algo común en los eslavos. Se emborracha. Discute con sus interlocutores y llegado el caso se pelea. Comienza a frecuentar figuras oscuras del socialismo, anarquistas, nihilistas. Hombres que visten de negro y piensan en negro. En esas brumosas reuniones se habla de terminar con los privilegios de la aristocracia y de la burguesía, de acabar de una buena vez por todas con la familia y sus leyes, de disolver el Estado. Hay que romper todo. Nadie sospecha que entre los conspiradores hay un traidor. Cuando la reunión parece llegar a su punto máximo de agitación, cae la policía. Feo momento para estos punks que filosofan a los martillazos y han entrado en la ratonera: todos van a prisión. También el escritor, que en ese momento estaba en su casa y lo van a buscar las fuerzas del orden. Los demonios son condenados a muerte por conspirar contra el Estado y el zar. Estamos a mediados del siglo XIX y en Rusia. Quizá no sea tan importante el siglo pero sí la geografía: allá no se andan con vueltas, siempre lo supimos. Ahora en el patio, los postes que esperan, los condenados que lloran y el pelotón de fusilamiento. Minutos antes, seamos más dramáticos: segundos antes, a Fiódor le retiran la venda. Los fusiles que apuntaban a su cabeza, declinan la actitud. Ha llegado un sorpresivo perdón: “En su inefable clemencia, su majestad el zar os hace gracia de la vida”. Dostoievski, que ya desprendía fluidos y él mismo era un fluido, vuelve a estar encarnado y conectado con el mundo, vuelve a ver el cielo, las cúpulas y los campanarios, vuelve a escuchar el canto de los pájaros en los árboles cercanos. Un flash de ese momento, un fogonazo de su propia vida en forma de anécdota, se colará en El idiota. Siente su propio olor de preso terminal, nauseabundo, las ropas mugrientas, pero ama ese olor más que nunca. Por delante tendrá cuatro años de trabajos forzados en Siberia, pero seguirá con vida y podrá escribir más adelante, por ejemplo, Los demonios, una imponente novela precisamente sobre los grupos nihilistas (que además tiene un furibundo humor, aunque no lo crean), o La casa de los muertos, sobre los años de grilletes, picar piedras, leer la Biblia, dormir en barracones con un frío bajo cero y tomar como única comida diaria un caldo sucio con un pedazo de pan duro. Le han perdonado la vida y soportará la esencial dualidad del ser humano. Duro aprendizaje. Asiste a una función de títeres que hace estremecer a los niños y a él lo desacomoda. “La realidad es nauseabunda y no la podrás cambiar; acostúmbrate a ella y muéstrala”, le aconseja uno de los muñecos, que está disfrazado de tonelero, con pelo blanco, rostro colorado y sonrisa desdentada. El buen Fédor será el escritor, el esposo, el hermano comprensivo que edita revistas literarias; el Fédor malo será pura literatura, la neblina que corroe el alma y genera esos apasionados y tortuosos personajes. “Soy un hombre enfermo… Soy malo. No tengo nada de simpático”. Tal es el comienzo de Memorias del subsuelo. Es necesario dejar que la nieve se derrita y nos queden los huesos a la vista. Los títeres han dado en el clavo: describe tu alma fea y describirás el mundo. Debemos agradecer a Max Brod que no haya quemado la obra de Kafka, tal era la voluntad del escritor checo. Al zar debemos agradecerle la clemencia, porque gracias a ella nos llegó la obra de Dostoievski. Se casa con María Dimitrievna, viuda de un maestro. La noche de bodas sufre un ataque de epilepsia. No volverán a estar juntos. Al tiempo muere su esposa y también su hermano Mijail. La negrura de Siberia no se apaga nunca. Fiódor, el bueno, llora a sus seres queridos; el malo escribe sobre presos moribundos, asesinos rapados, idiotas peligrosos y todo lo que hay entremedio, que es mucho, demasiado. Se siente atraído por mujeres muy jóvenes. Según los críticos, ahora se abre el período de novelas psicológicas, como Crimen y castigo, que podría ser el policial más importante de todos los tiempos. O también un certero diagnóstico sobre el bien y el mal, que siempre están más allá de toda consideración precisa, balanceada, justa. El atormentado estudiante Raskólnikov, de vida miserable, ha descuartizado a hachazos a una anciana. Una escena dantesca. Después de la masacre, el silencio absoluto. Y un moscardón pegando contra un espejo. Si fuera cine, sería una de las mejores secuencias de la historia. Dicho sea de paso, Andrei Tarkovski soñó toda su vida con filmar algo sobre Dostoievski. A saber qué maravilla hubiese hecho. Raskólnikov no sabe bien por qué asesinó a la vieja, tal vez haya varias razones, tal vez ninguna. El detective que le sigue los pasos tampoco puede aseverar cuáles son los motivos del homicida. Lo peor del mal es cuando no tiene explicación. Algo parecido le ocurría al personaje de El extranjero, de Albert Camus. ¿Por qué mató al moro? Pues… por la forma en que pegaba el sol ese mediodía. Camus, dicho sea de paso, dijo que el verdadero profeta del siglo XIX no fue Marx sino Dostoievski. Digamos que un escritor que puede aventajar a un avezado psicoanalista en el funcionamiento de las emociones, a un experimentado político en la construcción del poder y a un científico de los mejores en lo que refiere a la certeza de lo material, es más que un escritor: es Dostoievski, que ahora ha salido de la madre Rusia y viaja por Europa. Ante sus ojos desfilan los paisajes de Alemania, Francia, Inglaterra, Italia, Suiza y Austria. Son diferentes y no tan diferentes a la Rusia imperial. Nuestro genio lo escribe y lo prueba. Conoce la ruleta en París y se enamora de la forma en que gira. Gana dinero, disfruta de breves instantes con la ilusoria opulencia que lo rodea, pero sobre todo pierde hasta endeudarse. Desde el infierno le envían una novia, una admiradora, una groupie de 21 años, Polina, que le hará la vida imposible. Ruleta y mujer fatal, qué más se puede pedir para una pesadilla. Como un yonqui o un pastabasero arruinado, apela a su talento para saldar las deudas y escribe El jugador en menos de un mes. En realidad se lo dicta a su secretaria, que en breve se convertirá en su nueva esposa y con quien tendrá una hija. La vida de Dostoievski está signada por novelas de años y novelas de días. En un caso y en otro, no hay desperdicio alguno. Aquel títere de mierda tenía razón: si tienes adicciones, habla de ellas. Pero la novela tampoco alcanza para solucionar nada: el escritor y su esposa-secretaria deben huir al extranjero. Un genio como Dostoievski debe huir: qué mundo repugnante. Más nubes negras: en Ginebra, a los pocos meses del nacimiento, muere su hija. No podrán conmigo, dice Fiódor. Y escribe otra oceánica novela: El idiota, sobre el príncipe Mishkin, un sujeto enfermizo, cándido, con la mentalidad de un niño y sin embargo un maravilloso narrador. La historia encierra todos los matices, desde la desesperación de un condenado a muerte ante la guillotina, hasta la bondad de los niños. ¿Cómo es posible que un hombre que ha vivido brutales contrastes en su vida sea capaz en su literatura de ofrecer tantos y tantos colores que no conocíamos? Resulta gracioso, irónico y estremecedor el momento en que el príncipe, cuya única virtud en la vida es tener una buena caligrafía, hipnotiza al general Epanchín con los diferentes firuletes, óvalos y rasgueos (“¡El rasgueo es una cosa peligrosísima!”) que puede contener una frase tan insípida como “El humilde abad Pafnuti firmó de su puño y letra”. Además de los cuentos, además de sus trabajos periodísticos para ganarse la vida, Dostoievski todavía es capaz de parir en 1880 otra pieza gigante: Los hermanos Karamázov, la novela preferida de Albert Einstein, quien dijo haber aprendido con este escritor más que con cualquier científico. Vaya elogio de la ciencia a la literatura. Por alguna razón que se nos escapa, Dostoievski cerró los ojos y no dijo más nada el 9 de febrero de 1881 en San Petersburgo.

    La vida es muy corta.

    Lean a Dostoievski.