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    Unamuno y el almanaque

    El almanaque se inventó para llenarlo de fechas y poder así celebrar aniversarios y reflexionar largo y tendido sobre hechos habidos y otros que pudieron haber sucedido. El 12 de octubre, por ejemplo, es día de grandes rememoraciones. El más importante en esa jornada es, sin duda alguna, el festejo por el descubrimiento de un nuevo mundo, cuando un brillante almirante completó el planeta. Lo redondeó.

    Pero veamos un hecho menos apabullante sucedido ese mismo día hace 80 años. España, Salamanca, Paraninfo de la Universidad. Un mundo de gente llena el local con la alteración propia que los sucesos imponen: la sublevación contra el gobierno republicano va para casi tres meses, el país entero lucha, sangra y muere y Franco lleva doce días vestido de Generalísimo de los ejércitos nacionales.

    Además del rector del ilustre centro de estudios, Miguel de Unamuno, el vasco más español que se encontrará si uno se pone a buscar, está allí Carmen Polo, mujer de Francisco Franco, el obispo y, sobre todo, el siniestro general José Millán-Astray, fundador de la Legión Española, ídolo e inspirador de su coterráneo gallego devenido en caudillo del pueblo español por la gracia de Dios y la desidia del gobierno republicano.

    Era Millán-Astray un fanático. No conocía otro estado del espíritu. Quizás justamente por eso se negaba a morir a pesar de todas las partes del cuerpo que había perdido en los campos de batalla. Cuatro veces fue herido de gravedad mortal; las cuatro sobrevivió. Dejó en el terreno el brazo izquierdo y el ojo derecho y conservó tajos, huesos quebrados y pérdida de trozos de carne.

    Su lema, que lo hizo tenebrosamente famoso, era “¡Viva la muerte!”.

    A poco de comenzar el acto en Salamanca el 12 de octubre, jóvenes fascistas empezaron con sus conocidos gritos. Millán-Astray —no podía ser de otra manera— los entusiasmaba aún más. “¡España!”, les gritaba. “¡Una!”, respondían. “¡España!”, repetía. “¡Libre!”, vociferaban.

    Y así una y otra vez, cada vez más fuerte, más alto, más histérico. Como le gustaba al lisiado general. En el revuelo alguien gritó: “¡Viva la muerte!”. Docenas de fascistas se volvieron ante una foto enorme de Franco y levantaron eléctricamente el brazo.

    Unamuno podía hacer muchas cosas, pero no permanecer callado. Y menos en una situación en donde un orador anterior había exigido la extirpación de los vascos y los catalanes, “cáncer en el cuerpo español”. El rector, con su figura de Quijote, se paró y ese gesto generó un silencio compacto en la abarrotada sala.

    “Acabo de oír el necrófilo e insensato grito ‘¡Viva la muerte!’”, dijo. Y agregó: “Esto me suena lo mismo que ‘¡Muera la vida!’”.

    Millán-Astray comenzó a gritar e insultar. Unamuno, sin inmutarse, lo acusó de pretender una España mutilada a imagen y semejanza suya... Mutilado, lo llamó, y aclaró: “Pero a diferencia de Cervantes, mutilado sin grandeza”.

    En ese momento, el mundo (o la parte del mundo que cabía en el Paraninfo universitario) se vino abajo. Se vociferaron barbaridades. Se lanzaron amenazas de muerte. Una bestia vestida de humano gritó: “¡Muera la inteligencia!”.

    Sin amedrentarse, Unamuno lanzó su célebre frase: “Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho”.

    Sin lugar a dudas, Unamuno tenía los minutos contados. El obispo, a su lado, estaba congelado de miedo. Las hordas capitaneadas por un histérico Millán-Astray exigían sangre. Nadie contenía a nadie, y eso era justamente lo que se perseguía.

    Fue en ese instante realmente histórico y decisivo que Carmen Polo hizo lo más importante que realizó en toda su vida: tomó a Unamuno del brazo y, como un ángel protector, lo sacó del recinto mientras las hordas pretendían matarlo a golpes. La escolta militar de la esposa del Generalísimo fue la última garantía de vida.

    Franco expulsó a Unamuno de todos sus cargos y el pensador quedó atrincherado en su casa. Dos meses permaneció allí. El último día de ese fatídico 1936, murió sin que nadie lo matara. Y le dejó a la posteridad un ejemplo de coraje civil que la enorme mayoría de nosotros no es capaz de tener por más almanaques que se inventen.