Lo que sigue es un resumen de la entrevista de Magro con Búsqueda.
—La “transformación educativa” que se lleva adelante en Uruguay encuentra fuertes resistencias en sectores políticos y en gremios docentes y estudiantiles. ¿Qué similitudes y diferencias ve entre este proceso de cambio que procesa Uruguay y los que se dan en España?
—Bueno, estamos en las mismas. Hay procesos mundiales, ya no se quedan en el eje Uruguay-España, que se parecen mucho, no solo en los procesos educativos. Hay procesos de polarización extrema que nos llevan a no ser capaces de encontrar espacios de consenso, que prácticamente invalidan cualquier posicionamiento de un partido o gremio. Últimamente se utiliza casi todo para segmentar votos, para polarizar, para enfrentar, y la educación es uno de los ámbitos que mejor segmenta votos.
—¿Qué quiere decir que la educación “segmenta votos”?
—Que en nuestros países la educación ha sido utilizada sistemáticamente para polarizar, para dividir. No ha habido capacidad para generar un pacto, un espacio donde decir: “Esto es importante para todos, discutamos lo que sea necesario, enfrentemos posiciones, pero vamos a darnos el tiempo y el espacio para ponernos de acuerdo”. Eso es lo que genera posiciones conservadoras, reaccionarias. Y este es el problema que tenemos con las reformas educativas, sobre lo que hay mucha literatura internacional, mucha investigación, de por qué fracasan.
—¿Y por qué fracasan?
—Casi siempre por lo mismo: fracasan por ser políticas, en muchos casos, de arriba hacia abajo. Por no tener realmente en cuenta lo que opinan y sienten las personas que las llevan a cabo, y por eso enseguida generan polarización. Cualquier transformación provoca incertidumbre, riesgos, miedos. Entonces no podemos lanzarnos al océano oscuro sin más, y las reformas políticas muchas veces son eso para muchos docentes y directivos: “Lánzate al océano que te prometo que luego te daré algo o ya encontrarás un barco o una isla”. Eso genera oposiciones, que responden al miedo a lo desconocido y también al miedo utilizado, ideológico. Las reformas sobre el papel suelen ser buenas conceptualmente, no son disparatadas, el problema es el tiempo político y de gestión, de formación y de comprensión, porque los cambios educativos no se decretan y algunos requieren décadas.
—Dentro de los sistemas educativos públicos también hay desigualdades que tienen que ver ya no con la calidad de su oferta sino con las diferencias socioeconómicas y de capital cultural de las familias.
—Exactamente, y eso se refleja en lo que se llama “abandono educativo temprano”, que tanto en Uruguay como en España es muy alto. España es el segundo país de la Unión Europea con la tasa de abandono temprano más alta; los chicos estudian hasta la secundaria obligatoria pero no continúan con la secundaria superior.
—¿Por qué desertan? En Uruguay la mayor desvinculación se da incluso antes de completar la enseñanza obligatoria.
—Responde a muchos factores; entre otros, a la falta de sentido para los alumnos de lo que ocurre dentro de los centros educativos. Muchos se desvinculan del sistema porque lo que sucede ahí no tiene nada que ver con lo que les pasa en sus vidas. No le ven sentido; es otro lenguaje, otro idioma, otros códigos. Es un problema doble, porque la enseñanza obligatoria hoy tampoco garantiza la capacidad de aprender a lo largo de la vida ni la inserción laboral ni las competencias mínimas para salir al mundo.
—¿En qué medida la suspensión de las clases durante la pandemia del Covid-19 afectó el abandono temprano?
—La pandemia fue un experimento sociológico que desgraciadamente no podíamos haber imaginado y que nos mostró, para empezar, lo importante que son las escuelas. Porque la escuela estaba muy cuestionada, y sigue estándolo por no ser capaz de revertir muchos destinos. Pero cuando nos faltaron vimos lo importante que son, que sin ellas las brechas se acrecientan. Vimos que la escuela no solo es un lugar para ir a aprender, adquirir saberes, habilidades o competencias, sino que también es un lugar de cuidados, de protección, de alimentación y de seguridad. Y vimos cómo las desigualdades de origen socioeconómico y de capital cultural impactan muchísimo en la desvinculación.

—En Uruguay, seis de cada 10 alumnos no terminan el liceo o UTU.
—La desvinculación es un problema de enorme relevancia. Probablemente sea el gran reto del sistema educativo uruguayo. Si como país hay que pensar en un reto educativo: no puede permitirse que seis de cada 10 estudiantes no terminen o no continúen sus estudios. Eso no se puede sostener como país, porque un porcentaje alto de la población tendrá unas competencias y unos conocimientos por debajo del mínimo para poder vivir, producir y relacionarse de una manera digna. Por lo que si tengo que enfocar todos mis esfuerzos como país sería para reducir esa pérdida.
—¿Cómo se reduce esa pérdida?
—No hay una bala de plata ni única. Hay que repensar el sistema para que los adolescentes sigan conectados a él, para que no lo sientan como algo forzoso y ajeno. Esto también tiene que ver con la estructura del sistema: qué caminos me posibilita para seguir, qué opciones de segunda oportunidad tengo. Hay que saber por qué salen tantos alumnos y cuánto trabajamos para recuperarlos, qué opciones reales les damos. O si ya una vez que se han salido los damos por perdidos porque no tenemos capacidad para reincorporarlos.
—¿Qué papel cumple el entorno escolar?
—El abandono tiene que ver con la falta de orientación. En nuestras escuelas se orienta muy poco desde el punto de vista socioemocional. No hay casi profesionales que acompañen en las edades de finales de la secundaria, de la adolescencia. Tampoco hay suficiente orientación profesional para mostrarle al alumno qué posibilidades de futuro tiene, qué itinerarios puede hacer. Esa orientación es tremendamente importante en las etapas de cambio, en las transiciones educativas: entre primaria y secundaria, cuando se entra al liceo, y en tercero y cuarto año de media. Y en todo esto es clave el rol docente, porque con el profesor desconectado de la cultura en que está inmerso el alumno pierde sentido. No es responder solo a las necesidades de los adolescentes, sino que lo que hagamos le dé sentido a su vida, para que sea un poco menos oscura.
—Ahora, los docentes tienen que enseñar, formar y formarse, estimular y acompañar a los alumnos, acoplarse a las tecnologías, coordinar con la dirección, las familias... ¿No se los está sobrecargando de tareas?
—Cierto. Hay mucha presión sobre el sistema educativo y mucha presión sobre los docentes. Y parte de ese malestar tiene que ver con esa presión social sobre el sistema. Y esto no va a ir a mejor, va a aumentar el nivel de presión. La salida pasa por sumar a otras figuras profesionales con nuevos perfiles dentro de los centros, más allá de los docentes: orientadores, educadores socioeducativos, psicólogos. Todas son importantísimas tanto en los liceos como en las escuelas para trabajar con una cultura más colaborativa y junto con políticas educativas que no afecten solo a la enseñanza, que aproximen al centro educativo al barrio, a los municipios, a la asistencia social, al ocio, al deporte, a la salud, a todo lo que pasa después de la institución, los espacios que tienen los adolescentes para estar, para aprender. Todas esas políticas socioeducativas y socioculturales son políticas educativas necesarias porque si no solo metemos más presión al sistema y así el sistema va a reventar.
—La suspensión de las clases presenciales en Uruguay durante la pandemia también ensanchó esas brechas socioemocionales de las que hablaba y muchos niños quedaron rezagados.
—Cuando la escuela tiene que suceder en el hogar la desigualdad se incrementa muchísimo. Al suspender las clases muchos niños quedaron varados y en ese tiempo-espacio el contacto socioafectivo-amoroso quedó por fuera del cuerpo físico, de proximidad y de acompañamiento. La pandemia también demostró que teníamos muchas fragilidades, que nuestros sistemas estaban débiles. Incluso sistemas robustos, con una larga tradición en digitalización, como Uruguay o España, que llevaba más de 20 años digitalizando escuelas, docentes y personal, donde se suponía que todo el mundo tenía ya dispositivos y conectividad. De repente nos dimos cuenta de que no eran tan así, que la brecha digital, vinculada a la socioeconómica y cultural, era más grande y tenía más incidencia de lo que pensábamos en nuestros países. A pesar de que teníamos sistemas que creíamos que eran para todos, resulta que no todo el mundo accede igual. Pero pongamos en contexto también lo que hubiera pasado si no hubiéramos tenido las fortalezas digitales que permitieron la continuidad en la mayor parte del sistema. ¿Qué hubiera pasado si en vez de en 2020 la pandemia hubiese llegado hace 20 años a España o a Uruguay? No quiero ni imaginarlo.