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Hay personas que son inclasificables, más allá de “ser” aquello a lo que se dedican. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de personas que hacen varias cosas distintas en simultáneo. El caso del diseñador de videojuegos Gonzalo Frasca parece ser uno de esos. Es verdad, Frasca se dedica a su tarea en cuerpo y alma. Pero al mismo tiempo, decir que es un mero diseñador de videojuegos es quedarse corto, porque también escribe, investiga, da clases y emprende. Justamente sobre esas cosa que escribe es sobre lo que versa esta nota/reseña.
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Nacido en Montevideo en 1972, Gonzalo Frasca es diseñador de videojuegos didácticos. A lo largo de su vida ha residido y trabajado en media docena de países, algo que se ve reflejado de manera clara en los textos reunidos en su libro Uruguay y las galletitas danesas. El título viene, así es explicado en el libro, de la idea de que si bien los daneses creen ser conocidos por un montón de cosas, en realidad se los conoce por sus latas de galletitas de manteca (usadas como costureros) y poca cosa más. En los textos reunidos en el libro, Frasca juega con esa idea y la aplica al Uruguay, señalando aquellos equívocos locales sobre eso que creemos ser y aquello que en realidad somos.
Esos equívocos no son siempre negativos. A veces, dice Frasca, somos mejores de lo que pensamos. En esa suerte de optimismo profundo y humano que aparece en los textos, es en donde reside su mirada “humanizante”: es capaz de reconocer lo mejor de nosotros incluso cuando eso no es evidente en la anécdota narrada. Esa tendencia es la que explica, seguramente, que Frasca se dedique a los temas educativos aplicando siempre una mirada de futuro. Y es que es imposible dedicarse a la didáctica si no se cree que existe un mañana susceptible de ser mejorado. En ese sentido, la mirada de Frasca logra ubicarse en el incierto y no siempre sencillo punto medio que existe entre apocalípticos e integrados. Algo así como que no hace falta creer que se vive en el peor de los mundos para querer cambiar lo que no nos gusta de este.
Si insisto en usar la palabra textos es por una buena razón: el material que compone Uruguay y las galletitas danesas se resiste a entrar dentro de alguno de los géneros literarios convencionales. Por momentos recuerda (salvando las obvias distancias) al material que Julio Cortázar reunió en su libro de 1967, La vuelta al día en ochenta mundos. Se trata de un formato casi siempre muy breve, con visos de crónica, que también exploraría Eduardo Galeano en su Libro de los abrazos y en sus contratapas para el semanario Brecha. La diferencia entre este último y lo de Frasca es que, en los dedos del diseñador de videojuegos, la conclusión de la anécdota está siempre en manos del lector. Esto es que, a pesar de su pasión por lo educativo, nunca nos dice de manera didáctica qué cosas tenemos que extraer de sus textos.
Frasca expone y apela a lo emotivo, cierto, pero jamás alecciona. O por lo menos no lo hace de manera obvia, alejado de esa didáctica más bien compulsiva tan cara a la generación de nuestros padres, los míos y los suyos. En ese sentido, se concentra en la anécdota mínima, en el personaje pequeño y no se interesa demasiado por la gran narrativa ni por la explicación total que resuelve de un plumazo todos los problemas del mundo.
Esa mirada puesta en lo chico y en lo cotidiano resulta bastante típica de la generación X a la que Frasca pertenece. Su evidente sospecha hacia la “gran solución” es la de quien vio en primera persona algunos de los desastres provocados por esa fe en lo absoluto. Y es que vivió su infancia y parte de su adolescencia bajo una dictadura. De ahí que las “lecciones” que se extraen de sus textos son muchas veces políticas, pero casi nunca partidarias. La política en estos textos breves es una forma de la moral colectiva, pero no un choque constante entre antagonistas que combaten in aeternum. En ese sentido a Frasca le interesa mucho más lo incierto del gris que lo absoluto del blanco o el negro.
Otra característica del material es que, si bien los textos hablan de y desde distintas geografías, la mirada siempre parte de algún punto interior y, por ende, la geografía afectiva termina siendo casi siempre la misma. Los paisajes que cuenta Frasca cambian, los detalles que él recoge de la gente con que se cruzó en esos paisajes, en cambio, son casi siempre iguales. Puede ser un autobús en República Dominicana (país en el que se cruza con la futura reina de España), Hiroshima (uno de los textos más logrados y potentes), Oslo, París o Montevideo. El paisaje cambia, lo que mira el corazón no.
En sus textos inclasificables, mezcla de viñeta, memoria y (casi) aforismos, Frasca no esquiva narrar el conflicto, pero lo hace siempre desde una perspectiva irreductiblemente optimista. El autor sabe que a pesar de los horrores que nos toque atravesar en esta vida, nuestra tarea en tanto humanos es intentar salir al otro lado limpios y, cuando eso sea posible, incluso mejores.