Se taparon sus rostros con pasamontañas coloridos y entraron a la Catedral de Cristo Salvador en Moscú a la hora de la ceremonia religiosa. Las cinco integrantes del grupo punk Pussy Riot lucían vestidos cortos con medias de colores y se movían y saltaban al ritmo del tema que habían compuesto para la ocasión: Virgen María, llévate a Putin. Era el 21 de febrero de 2012 y las jóvenes querían acompañar su canto con movimientos rápidos de boxeo y posturas propias de la oración religiosa, pero los guardias de seguridad de la catedral, perteneciente a la Iglesia ortodoxa rusa, las echaron a los pocos minutos del altar reservado a los clérigos.
Tres de ellas, Masha, Katia y Nadia, marcharon a prisión y fueron sometidas a un juicio de meses acusadas de “vandalismo e incitación al odio religioso”. A Masha y Nadia, veinteañeras con hijos pequeños, las declararon culpables y cumplieron una condena de casi dos años en una colonia penal.
“Pussy Riot es un colectivo artístico ruso cuyo nombre podríamos traducir como ‘disturbio vaginal’ o ‘motín de las vulvas’ si nos adentrásemos en un terreno tan escabroso”, dice una pequeña aclaración de la editorial al inicio del libro Desorden púbico. Una plegaria punk por la libertad (Malpaso, 2013), que acaba de publicarse en su edición al español, y cuenta la travesía que llevó a las integrantes del grupo tras las rejas.
El libro está contado a varias voces porque incluye los alegatos de las acusadas y de sus defensores, las cartas que enviaron desde la cárcel y las letras de canciones y poemas que escribieron. También aparecen las cartas que recibieron en solidaridad, porque lo que comenzó siendo un grupo de protesta marginal, se convirtió en un movimiento con repercusiones internacionales. Es que la reclusión de las jóvenes dejó en evidencia la situación de los derechos humanos en Rusia y los límites a la libertad de expresión del gobierno de Vladimir Putin.
Las acciones de las Pussy Riot habían comenzado tiempo atrás con actuaciones improvisadas en centros comerciales, en el tejado de una cárcel, en plazas públicas.
El primer texto del libro es una carta impulsada por Amnistía Internacional, dirigida al fiscal general, para pedir la liberación de Masha y Nadia a un año del juicio. En ese momento, a Katia le habían dado la “libertad condicional”, un estado intermedio que también preocupa a los firmantes.
“En primer lugar, los tres miembros de Pussy Riot no deberían haber sido procesadas sin garantías y sin un proceso justo. Ruego a usted y a todas las autoridades que respeten y defiendan el derecho a la libertad de expresión en la Federación de Rusia, y que, en tan noble y necesario empeño, pongan inmediatamente fin al muy injusto trato al que están siendo sometidas estas jóvenes mujeres”, dice hacia el final la carta firmada por más de cien músicos de todo el mundo, entre ellos, Adele, Bryan Adams, Joan Manuel Serrat, Joan Baez, Rubén Blades, Tracy Chapman, Billy Joel, Elton John, Paul McCartney, Annie Lennox, Yoko Ono, Cat Power, Paul Simon, Patti Smith, Sting, U2, Radiohead y Coldplay.
Las acciones de las Pussy Riot habían comenzado tiempo atrás con actuaciones improvisadas en centros comerciales, en el tejado de una cárcel, en plazas públicas. Sus canciones reivindican el derecho de los homosexuales, el derecho de las mujeres, el cuidado del medio ambiente. Son feministas y ecologistas, audaces, provocadoras y de una increíble valentía. La calidad musical o artística no importa. Ellas no cantan: gritan y les dan fuerte a las guitarras de las que sale estruendo más que música. Pero es un estruendo que pegó fuerte y después de su actuación en la catedral el mundo las conoció.
Algunas repercusiones son significativas: cuando aún estaban presas, Madonna dio un recital en Estados Unidos y dejó ver su espalda desnuda con el nombre Pussy Riot pintado, y en la última temporada de la exitosa serie House of Cards, Nadia y Masha aparecen como actrices en uno de los mejores episodios, que por cierto deja muy mal parado al presidente ruso.
Lo que sorprende en el libro es la profundidad y madurez de los escritos que las jóvenes elaboraron en la cárcel, que contrastan con las consignas que gritaban en sus canciones. Por el contrario, el libro vale la pena por sus elaborados y contundentes argumentos, en los que nunca negaron sus ideas para ser perdonadas. “Nuestra actuación en la Catedral de Cristo Salvador fue un gesto político que tenía por objeto abordar el problema de la perversa comunión entre el gobierno de Putin y la Iglesia ortodoxa rusa. El patriarca Cirilo ha pronunciado numerosos sermones ensalzando la figura política de Putin —que, evidentemente, no es ningún santo— y se empeña en disuadir a sus feligreses de participar en actos de protesta”, escribieron en una de sus primeras declaraciones.
Las jóvenes siempre rechazaron haber “incitado al odio religioso”, que fue una de las acusaciones para condenarlas. Así lo dice Masha en su primer alegato: “Queríamos llamar la atención del padre Cirilo porque necesitábamos averiguar qué pudo motivar su decisión de pedir el voto para Vladimir Putin. Soy cristiana ortodoxa, pero tengo otras opiniones políticas, y mi pregunta es: ¿Qué debo hacer? (…) Creía que la Iglesia amaba a sus hijos, pero parece que a este respecto también hay un doble rasero: la Iglesia solo ama a los hijos que creen en Putin”.
Por su parte, Nadia, una rubia de mirada dura y penetrante, considera que el error que ellas cometieron pudo haber sido “ético”, pero no penal: “No creíamos que nuestras acciones pudieran ofender a alguien. De hecho, hemos actuado en varios sitios de Moscú desde octubre de 2011 y en todos ellos (…) la gente ha recibido nuestras acciones con humor, alegría, o, cuando menos, con un sentido de ironía (…). No concebíamos que nuestra actuación punk pudiera dañar u ofender a alguien”.
Sus canciones reivindican el derecho de los homosexuales, el derecho de las mujeres, el cuidado del medio ambiente. Son feministas y ecologistas, audaces, provocadoras y de una increíble valentía.
Sin embargo, en el juicio algunos testimonios fueron extremos y sorprendentes porque hablan de una situación casi primitiva en cuanto a la concepción de la libertad en la sociedad rusa. “Eso no fue una actuación. Eso fue un ritual de brujería (…) No vendría mal que se pusieran unos grilletes y se metieran a monjas”, dijo el electricista de la catedral. Mientras que el guardia del lugar alegó que quedó “traumatizado” luego de la actuación. “Fui incapaz de ir a trabajar durante dos meses”, agregó. A una de las testigos “afectadas” por la actuación, les preguntan en el juicio: “¿Es ‘feminista’ un insulto?”, y la respuesta fue: “Lo es si se dice en la Iglesia”.
Se podrá discrepar con los medios que usaron las Pussy Riot para expresar sus opiniones, pero el castigo “ejemplarizante” que recibieron va contra toda lógica de la justicia. A esto se sumó el trato inhumano que les dieron en la cárcel, por lo menos antes de que se volvieran celebridades. “Mi única compañera de celda, Nina, y yo dormimos en camas metálicas, con ropa de calle (…). Hace tanto frío en la celda que tenemos la nariz roja y los pies helados, pero no nos permiten meternos en la cama ni taparnos con las mantas antes de que suene el aviso para dormir”, contó en una carta Masha cuando le dejaron mantener correspondencia.
Como complemento del libro, se puede mirar el documental Pussy Riot: una plegaria punk, que muestra las imágenes del juicio y los testimonios de los familiares de las jóvenes y de los sacerdotes ortodoxos, así como las reacciones callejeras. Tanto el libro como el documental muestran lo difícil que es ser opositor en Rusia. Y lo doblemente difícil que es ser joven.