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En estas historias la gente cae, a veces desde lo alto, en un salto terrible, o a veces con un derrumbe más lento y silencioso, provocado por el hastío o la rutina o por un miedo nuevo que puede tener el nombre de una enfermedad o el de una adolescente desaparecida en Valizas. También hay caídas oníricas y otras menos traumáticas y hasta divertidas, como las que provoca un negocio clandestino en un edificio de apartamentos o tocarle la puntita del gorro de lana a un escritor de culto.
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Quien siempre cae y vuelve a levantarse es Koch, o alguna de sus versiones, porque este es un personaje camaleónico. Él es el protagonista de Nueve formas de caer (Alfaguara, 2018), nuevo libro de cuentos de Manuel Soriano (Buenos Aires, 1977), quien regresa con este viejo amigo al que no para de reinventar. Porque el mismo personaje fue el protagonista de Variaciones de Koch (2011), libro de relatos que ganó el Premio Nacional Narradores de Banda Oriental.
Desde 2005, Soriano reside en Montevideo, donde dirige la editorial para niños Topito Ediciones. En 2015 ganó el Premio Clarín de Novela con ¿Qué se sabe de Patricia Lukastic?
En los cuentos de Nueve formas de caer hay retazos de vidas, momentos que atraviesan los personajes cuyo destino es incierto. Por allí deambula Koch, que a veces es un niño, otras un hombre hipocondríaco o un amante del cine o del fútbol o un tipo irónico y curioso como un gato. O todo eso junto. Koch es tan tangible que podría ser ese vecino que ahora mismo está comprando pañales en el supermercado o ese compañero de trabajo que sabe de películas e inventa juegos con títulos y actores. Pero a no engañarse: nada es sencillo ni lineal en las vidas de Koch.
En el primer cuento, que se llama Uno porque los títulos son solo números, el protagonista es padre de un bebé de pocos meses y está casado con Carla, una joven malagueña atractiva y dulce que canta canciones de cuna aspirando las eses. Koch disfruta de su bebé y de las vacaciones de balneario con su esposa, pero está obsesionado con las enfermedades y piensa que puede contagiar a su hijo: “No le gustaba tocarlo demasiado, por temor a las enfermedades y a emputecerlo. Le daban asco los padres que besaban a sus hijos en la boca”.
Además piensa que él mismo está enfermo, entonces toma unas pastillas verdes mientras se pone el termómetro bajo el brazo. Y entre obsesiones, pastillas y celos, Koch siente que algo raro está pasando a su alrededor, y en el esfuerzo por descubrirlo, él también empieza a actuar raro, al borde de la caída, aunque lleve a su hijo en brazos. Y eso es inquietante.
Es que los cuentos que involucran niños y caídas suelen ser los más dolorosos. “Tenía siete años cuando descubrí un pequeño bulto en el lóbulo de mi oreja izquierda”, dice el narrador del cuento Siete. Esa bolita “del tamaño de una semilla de uva”, le provoca un irrefrenable deseo de tocarlo, a pesar de las advertencias de los médicos. En el colegio, los otros niños se contagian del mismo deseo, pero rápidamente pasan del toque suave al golpe violento y doloroso que llega inesperado y cruel como una burla. Y justamente de bromas pesadas, de niños que las sufren y de amistades extrañas trata este relato.
También hay historias con personajes reales, como el cuento Dos, cuyo protagonista es Rodolfo Fogwill, escritor argentino que murió poco después de su pasaje por Montevideo un invierno gélido de 2011. Lo original del relato es que su narrador se siente más atraído por el gorro supuestamente de lana que luce Fogwill que por el contenido de su conferencia. “Empieza a hablar de él y puedo mantener mi atención en sus palabras y en las reacciones del público durante cinco minutos antes de volver a pensar en el gorro. Si pudiera tocarlo, sentirlo entre la yema del índice y el pulgar, podría saber de qué material se trata”, piensa el personaje, que también es escritor. Hay mucha ironía hacia el mundillo literario y hacia los organizadores de festivales, además de un homenaje cariñoso al maestro Fogwill.
“Me estoy afeitando los pelos de la espalda cuando mi mujer me dice, a través de la puerta del baño, que todavía no encontraron a la chica argentina”. Así comienza el cuento Ocho, que se desarrolla en Valizas y sigue el caso de Lola Chomnalez, la adolescente argentina que desapareció de ese balneario el 28 de diciembre de 2014 y dos días después apareció muerta. Soriano retoma esta historia pero a través de las conversaciones y teorías que sobre este hecho intercambian un grupo de turistas en un hostal valicero. Es un cuento con días de sol, fútbol en la playa y juego de niños, porque la vida continúa a pesar del horror de la muerte.
Es este un libro con muchas menciones al cine y a las series. A Koch le gusta jugar con los eslabones que unen actores. Por ejemplo, el beso en alguna película. Él piensa que es un juego ideal para un viaje largo en auto: “Pierce Brosnan y Rene Russo”, dice alguien. “Rene Russo y Mel Gibson”, dice otro, y así hasta que alguien se equivoca o queda sin eslabón. Pero el juego es solo un recurso para conocer a Koch, porque la historia de sus viajes, como la de sus caídas, es otra.
La escritura de Soriano es tersa como sus tramas, que son aparentemente simples. Lo complejo está en las señales que pueden venir de lo más inesperado: las personas raras que entran al apartamento del vecino, unas mujeres con ramos de flores y vestidas de blanco que caminan en procesión por la rambla, el salto ninja que un niño enseña a otros y esas pastillas verdes que no dejan de aparecer.
En un cuento de Variaciones de Koch, un personaje se preguntaba: “¿Quién no ha imaginado su cuerpo cayendo desde un balcón?”. En Nueve formas de caer la posibilidad de balcones y de caídas vuelve a ser un símbolo de lo que acecha en silencio hasta que un día aparece para que le hagamos frente o, mucho mejor, para que alguien como Soriano lo pueda narrar.