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Periodista, dramaturgo, historiador, realizador cinematográfico, ensayista, abogado, empresario, libretista de radio, docente y hasta letrista de canciones. Cuando estaba por cumplir 40, Carlos Maggi, al que naturalmente seguían llamando El Pibe, se presentó así en el programa impreso de su obra teatral La Gran Viuda: “No creo que nada de esta ciudad me sea ajeno. También trasnoché en el Café Metro, en rueda de intelectuales inéditos y fui titulero, cronista y redactor de Acción. Me ocupé de historia, leí algo de filosofía, publiqué dos o tres libros, gané concursos, van tres épocas en que colaboro con Marcha. Fui jugador de divisiones inferiores del club Atenas aunque me hubiera gustado más ser Juan Alberto Schiaffino y como todos, estudié abogacía. Escribí audiciones de radio y por los libretos de los Risatómicos, cobré veinte veces más de lo que establecía el laudo… Me conformo con recibir un décimo de los honorarios que marca el arancel del abogado, estando en el Banco República y en el uso de ese privilegio, me fueron quedando ganas de escribir La trastienda, La biblioteca y La noche de los ángeles inciertos, que se estrenaron en los últimos tres años. También esta Gran Viuda y algunas otras que están a la sombra de alguna carpeta”.
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Para ese entonces, 1961, cuando la obra se estrenó en el Teatro Solís bajo la dirección de José Estruch, El Pibe Maggi ya había pasado por la muy productiva etapa de las décadas de 1940 y 1950 con las revistas Asir y Escritura, en las que se debatía sobre ensayo, crítica, poesía, cine, novelas, música e ainda mais, desde una perspectiva diferente a la que concebía las cosas Emir Rodríguez Monegal en Marcha.
Recién a los 32 se había recibido de abogado, entre otras cosas porque al morir su padre de un infarto tuvo que interrumpir los estudios. Para entonces hacía unos años que se había casado con María Inés Silva Vila, a quien había conocido a través de su hermana María Zulema, novia de su amigo y compañero de la generación del 45, Manuel Flores Mora, al que todos conocían como Maneco.
El frenético biógrafo Miguel Ángel Campodónico, que publicó su trabajo a poco de que Maggi muriera con 92 años, cuenta que El Pibe conoció a su futura esposa en la famosa y hace años desaparecida confitería Conaprole, en la rambla de Pocitos, un lugar que entonces frecuentaban parejas y barras de amigos.
Campodónico relata que cuando se conocieron, en diciembre de 1945, María Inés quedó fascinada con el amigo de Maneco, un muchacho encantador que hablaba de literatura con frases hermosas. El caso es que, sin que ella lo descubriera entonces, él se había ingeniado para intercalar en su interesante charla algunos versos de Pablo Neruda, dichos como quien no quiere la cosa.
Maggi, por su parte, directamente “había quedado hipnotizado” y no le importó volver a verse con la joven en Conaprole, aun cuando contaba las monedas para pagar una modesta soda Belgrano con limón, que costaba un centésimo menos que el café.
Pocha Silva Vila y Maggi comenzaron una larga vida en común que incluyó pronto una visita al rincón de la Plaza Libertad donde estaba el Café Metro, cuartel general de los escritores éditos e inéditos, que a la muchacha resultó una peña a la vez “insoportable y fascinante”, a la que a menudo concurría el pope de todos ellos, Juan Carlos Onetti, que trabajaba en los alrededores.
Ya casados, antes de tener dos hijos, compartieron techo y amistad con otra nueva pareja de escritores sin grandes recursos económicos: Ida Vitale y Ángel Rama, con quienes alquilaron una casa en la calle Martí.
Ambas parejas, más los también escritores José Pedro Díaz y Amanda Berenguer, se encontraban a menudo en la casa de estos últimos, en la calle Mangaripé (hoy María Espínola), en Punta Gorda.
Igual que en el Café Metro, los sábados se discutía de literatura, incluida marginalmente la china, porque por aquellos días había llegado al Uruguay una gran biblioteca con 45.000 volúmenes que buscaba asilo de las nuevas autoridades.
Colaborador del diario de Luis Batlle, Acción, desde su fundación, Maggi, como uno de los llamados “jóvenes turcos”, vivió el proceso de crisis del país como abogado del República y luego del Banco Central, del que lo sacó la dictadura quizás por haber integrado el centenar de intelectuales que adhirieron al Frente Amplio en 1971, que pronto dejó, no sin antes haber elaborado un proyecto de nacionalización de la banca junto con el también abogado destituido del BCU José Korzeniak.
Con la precisión que caracteriza a Campodónico, el libro repasa también las etapas más recientes de la larga vida del Pibe: los proyectos editoriales, incluido el Club del Libro como medio de vida durante la dictadura; su pasaje como empresario de la construcción, cuando no podía escribir y se dormía en el Estadio (llevaba a su hijo a ver a Peñarol); su original defensa de los tupamaros; la vuelta al banco para apoyar al nuevo gobierno colorado encabezado por Julio Sanguinetti y el breve pasaje por la televisión nacional, la cual abandonó una vez que comprobó que el jefe de Estado, a pesar de haberlo designado, no estaba en condiciones de presentar batalla a los canales privados.
Una vez que confirmó que en este asunto era “un disfrazado sin Carnaval”, Maggi se fue a Las Toscas, donde vivía desde hacía unos años, escribió su renuncia y la envió por correo.
Manteniendo opiniones independientes y fuertes, como cuando demolió un texto inédito de su amigo Rama, al punto de que este recogió los papeles que había leído, se fue a su casa y los quemó, Maggi aceptó la propuesta de Washington Beltrán y comenzó a escribir una columna en El País, en la cual pudo “decir lo que se me antoja”.
Más tarde volvió a su viejo amor en Radio El Espectador, para la tertulia de los viernes, aquella a la que no faltó salvo por causa mayor, como su muerte, la que obligó al periodista Emiliano Cotelo a improvisar un programa especial sin El Pibe, que de manera acertada llamó “Celebrando la vida”.
Maggi, de Miguel Ángel Campodónico. Fin de Siglo, 2015, 238 páginas.