Un planeta.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUn planeta sin ningún punto de tierra firme en su superficie.
Un planeta con un único habitante: un océano que cambia de textura y de intensidades.
A veces los destellos que emite son metálicos, a veces rosados, a veces amarillos, verdes y púrpura, conteniendo una calma de paisaje apacible, denso, aceitoso. Pero sus tormentas y convulsiones son imprevistas y generan olas monstruosas y enormes burbujas que se elevan al cielo pretendiendo expandir su masa o autorregenerarla, un movimiento que es un espectáculo en sí mismo y al que han llamado simetriada. Un océano —a esa conclusión llegaron los científicos— pensante, capaz de devolver materialmente figuras similares a las que sus aguas han captado. Similares, es importante aclararlo.
Y a una prudente distancia se encuentra todavía, luego de muchos años, la estación espacial de los humanos, un disco de 200 metros de diámetro y cuatro pisos, cuya finalidad es investigar la extraña forma de vida, configuración y funcionamiento de ese misterioso océano-planeta.
Los humanos, que decidieron emprender viajes hacia otros mundos y sus posibles civilizaciones extraterrestres sin haber podido responder a las preguntas básicas sobre su propia naturaleza y oscuros recovecos, invirtieron años de estudio en este fenómeno. Enviaron expediciones científicas. Escrutaron de todas las formas concebibles al océano y las conclusiones —o intentos de explicación— se publicaron en cientos de libros y tratados. Hubo cantidad de debates y opiniones disímiles, y a ese cúmulo especulativo se le llamó solarística. En la investigación murieron 718 científicos y astronautas, entre la niebla, las tormentas y cataclismos producidos por el océano. Pero ahora que ha pasado el tiempo y los humanos han seguido su camino hacia otros puntos del universo de mayor interés, Solaris, el planeta o el océano, quedó relegado casi al olvido y la estación cuenta con solo tres tripulantes, y uno de ellos se ha suicidado. Los dos científicos restantes, Snaut y Sartorius, tienen comportamientos erráticos, siguen realizando pruebas o tal vez esperan el relevo. Con la finalidad de saber qué ocurre en la estación y qué pasos seguir —pasos que podrían incluir el envío de radiaciones al océano y suprimir de una vez por todas la solarística— llega el psicólogo Kris Kelvin. Y para su sorpresa verá que en la estación hay más tripulantes que los mencionados.
Solaris, la novela del polaco Stanislaw Lem (Lvov, 1921-Cracovia, 2006), se publicó en 1961 y fue un éxito en el campo de la ciencia ficción. Es la novela más leída de Lem. En 2016 la editorial Impedimenta lanzó al mercado por primera vez una traducción al español directa del polaco. Lem ya había escrito otras novelas y no necesariamente de ciencia ficción, como El hospital de la transfiguración (su debut literario, varios años prohibido por la censura comunista) y La investigación. En el primer caso se trata de un psiquiátrico apartado de las ciudades en el que impera la confusión entre pacientes y médicos y dentro de muy poco estará ocupado por los nazis que acechan en los bosques circundantes. En el segundo tenemos una historia policial sobre los extraños sucesos provocados por cadáveres que han sido supuestamente manipulados. En ambas novelas, además de una escritura prístina y seductora que trasciende cualquier género, impera la sensación de misterio, que resulta tan intensa como el basamento científico, la psicología de los personajes involucrados y la sugestiva ambientación.
Hijo de un médico del imperio austrohúngaro, Lem también estudió medicina y estuvo a punto de recibirse, pero el estallido de la II Guerra Mundial lo obligó a buscar otros menesteres, por ejemplo, mecánico y soldador, un oficio que le permitió como miembro de la resistencia (su familia era católica pero de origen judío) boicotear los coches alemanes. Se definía como un ateo no fundamentalista. Diseñar algo que no existe es el primer paso para dar cabida a su posibilidad de existencia. En cierta forma es el mecanismo de la ficción.
En sus novelas y cuentos no se pueden separar su vasta cultura y conocimientos científicos de la especulación filosófica e incluso mística. La lectura nos lleva de las narices a terrenos especulativos que tienen la hondura racional y metafísica de un pensador de primer calibre, cosa realmente infrecuente en los escritores. Por eso ocurre lo que ocurre con este océano pensante, que es una forma de vida tan extraña como abarcativa y donde los personajes, reales o materializados, se preguntan por su esencia y condición, de dónde vienen y a dónde van.
La primera parte de la novela la escribió de un tirón, lo más rápido posible para no olvidar las ideas que tenía en mente. Pero la segunda mitad recién pudo concebirla un año después. Esa larga pausa debe haber operado como si el océano mismo le dictase las señales, que necesitan un tiempo prudente de sedimentación. No sabía a ciencia cierta qué iba a suceder, ni tenía una idea completa del comportamiento de sus personajes. Escribía como cualquier artista, con el empuje intuitivo de la creación y no a partir de un sistema de ideas o estructuras. Nunca le interesó ahondar en conclusiones sobre sus trabajos ni agotar los significados. Eso lo dejaba para los lectores. También dijo haber leído cantidad de teorías y reseñas (una “solarística” periodística) sobre el sentido de esa conciencia acuosa, desde las disparatadas y ridículas hasta las clásicas interpretaciones freudianas, sin olvidar a un crítico británico que creyó ver en el océano una inobjetable alusión a la URSS.
No le agradaba que lo encasillasen en la ciencia ficción. La fiebre del heno es un policial alucinado pero de un realismo riguroso e implacable y Memorias encontradas en una bañera un thriller burocrático, kafkiano, por momentos de opereta, mientras que Vacío perfecto es inclasificable, una especie de juego borgiano, un catálogo de reseñas de libros inexistentes, a cuál más loco. Lem decía que la ciencia ficción está llena de basura con algunas excepciones, una de ellas Philip K. Dick y la otra los hermanos Arkadi y Boris Strugatsky. También tenía en buena estima a H. G. Wells y a Arthur C. Clarke. En materia literaria a secas, no daba referencias ni reconocía influencias. Kafka le resultaba demasiado neurótico. De Conrad prefería sus historias cortas a sus novelas. Alguna cosa de Thomas Mann, la poesía de Rilke, también Schopenhauer. Y con Dostoievski se detenía en Memorias del subsuelo y Crimen y castigo. Tipo brillante y muy exigente este Lem. Estaba familiarizado con las traducciones de sus libros al ruso, alemán, inglés y francés. Tenía sus traductores preferidos. Y en otros casos recalcaba que había giros, juegos de palabras y neologismos polacos que no terminaban de alcanzar la claridad deseada en otros idiomas.
En cuanto a la versión cinematográfica de Tarkovski, no era de su agrado. Tenía claro que el cineasta ya venía con un bagaje personal, con una búsqueda propia y un alma “rusófila”, y que el solo hecho de llevar a la pantalla una historia “idealista, subjetiva y metafísica” lo metería en problemas con las autoridades soviéticas, como finalmente ocurrió. Lem era partidario —así está en el desenlace de su novela— de una indeclinable curiosidad científica de su personaje, y no de la nostalgia y el retorno a las raíces como fue la opción de Tarkovski. Menos todavía soportaba el rollo familiar en la casa de campo que el ruso introduce al principio de su película. Según Lem, en las discusiones sobre la esencia de la novela y su posible adaptación, él y el director discutieron como “dos caballos llevando la misma carga, pero a puntos diametralmente opuestos”. Diferentes y con similitudes, lo extraordinario es que ambas son obras maestras de la literatura y del cine. El océano que los distanciaba en cierta forma también los acercó.
Solaris, la película de Andrei Tarkovski (1932-1986), se concluyó en 1972. Fue un proceso desgastante. Si bien había sido exitoso su primer largometraje La infancia de Iván (1962, León de Oro en Venecia), ya con el segundo, Andrei Rublev (1966), las autoridades comunistas le habían hecho la vida imposible. Y esta tercera obra tampoco se salvaría de las negativas, los ataques y las censuras de la productora Mosfilm y de otros organismos oficiales. La fotografía era de Vadim Yusov, hasta aquí colaborador habitual de Tarkovski (luego se pelearían), y la música —aparte del Preludio coral en fa menor de Bach— responsabilidad del gran Eduard Artemiev, que más adelante estaría en El espejo (1974) y luego en la imponente Stalker (1979). Hay que ver la minucia expresiva, la riqueza de la banda sonora, que hace un fino bordado alrededor de las imágenes y las dota de un cuerpo tridimensional. En Qubit se pueden ver copias impecables de todas sus películas, menos El sacrificio, que está en Mubi. Conocer a Tarkovski es un momento iniciático.
La secuencia de las autopistas, que no está en la novela de Lem, fue filmada en Japón y al día de hoy resulta sorprendente para ambientar una ciudad del futuro. Autos y más autos que viajan sin conductor (¡no se ve a nadie al volante!) hasta llegar a un nudo que parece ser el centro del mundo industrial. Tarkovski debió esperar meses de trámites para los visados. Su vida dedicada en cuerpo y alma al séptimo arte sufría la incertidumbre e inactividad, le destrozaba los nervios. En la Unión Soviética cada paso debía darse con el consentimiento del aparato regulatorio estatal. Cada burócrata de cada oficina de cada dependencia del partido esperaba con su sello gorila para aprobar o rechazar tal o cual emprendimiento, desde el visto bueno del guion hasta la autorización de los metros de celuloide para filmar, desde la confección de un simple decorado hasta los permisos para viajar al extranjero. Y a Tarkovski le daban largas y lo trancaban porque estaba clasificado como un artista místico, alejado de los temas caros al colectivismo patriótico, al hombre nuevo y al realismo socialista. Tan es así que en sus diarios Martirologio (Ediciones Sígueme, 2011, 608 páginas, un título más que justificado) anota en la entrada del 7 de setiembre de 1970: “Quisiera que Solaris hubiera terminado ya, y aún no ha empezado. ¡Queda un año entero! Un año de sufrimientos… No tengo a nadie con quien trabajar”. Necesitaba dinero para pagar su casa y comprar cosas como “un sofá, algunos muebles, una máquina de escribir”. Uno de los más grandes directores de todos los tiempos y no tenía una máquina de escribir…
En la primera toma vemos unos juncos moverse en el agua. Inmediatamente atraviesa la pantalla como si fuese una nave espacial una hoja dorada. La naturaleza de tonos verdes, azulados y grises, la lluvia y el fuego, tan característicos en su cine, están presentes como un remanso de nuestro cosmos, más allá de la ciencia, más allá de los vuelos espaciales. El viaje de la Tierra a la estación se resuelve con una luz que se nos viene encima y unos ojos en primer plano, nada más. Y la estadía en la órbita del planeta es un tiempo que puede incluir meses o quizá años. En color, sepia y blanco y negro, Tarkovski transita la densidad de la conciencia. Vaya propuesta: transitar la densidad de la conciencia. ¿Alguien se anima a semejante desafío? Casi medio siglo después de filmada, una obra que emociona y estremece.
La secuencia de ingravidez en la biblioteca de la estación tampoco está en la novela. Rinde homenaje a las pinturas de Brueghel y en particular a Los cazadores en la nieve, metiéndose en el cuadro, fijando detalles y dotándolos de movimiento. Junto a los cuerpos de los amantes que levitan, flota un libro (El Quijote, con grabados de Gustavo Doré), un candelabro y vibran levemente los cristales de una lámpara. El mejor ejemplo de lo que el director pretendía como la variación rítmica de la presión del tiempo en el plano, que para él consistía en la esencia del cine con respecto a las otras artes, y no el montaje, como enseñaba la escuela clásica soviética con Sergei M. Eisenstein a la cabeza. No es el cambio de las escenas ni el concatenado de las imágenes lo que caracteriza al séptimo arte, sino una forma de esculpir el tiempo, de encerrarlo y liberarlo en cada plano.
Obsesivo, sensible en extremo y genial, era hijo de un poeta muy conocido, Arseni, quien seguramente le enseñó cómo apreciar el viento, la música y los libros de pintura. Tarkovski era un hombre profundamente espiritual, una palabra sublime que prácticamente ha caído en desuso, tal vez porque no se puede medir, como la inteligencia. Tal vez porque evoca épocas religiosas y remotas en estos tiempos tan convulsionados y materialistas, digitales y pixelados, donde apenas hay lugar para dirigir la mirada y contemplar lo que nos rodea.
Le preocupaban los actores. A veces era muy duro con ellos. Su método era que los intérpretes nunca debían trabajar de acuerdo a la idea global que tiene el director de la película. Lo adecuado consistía en que abordasen los personajes de un modo intuitivo, no intelectual. Sartorius fue encarnado por Anatoli Solonitsin, quien siempre estuvo junto con Tarkovski durante su período en la Unión Soviética. Como un presagio, y también como una despedida a su amigo, Solonitsin murió precisamente en 1982, cuando el director decidió abandonar la URSS y seguir la carrera en el exilio, en Italia primero (Nostalgia, 1983) y en Suecia después (El sacrificio, 1986). El Sartorius de Solonitsin es un científico pesado, irónico. Cuando se refiere a un colega de la estación que quería ser enterrado en la Tierra, apunta con ironía: “Prefirió los gusanos al cosmos”.
Un hallazgo de Larisa Tarkovskaya, ayudante de dirección y la segunda esposa de Tarkovski, fue la inclusión del estonio Yuri Yarvet para el papel de Snaut. En una de las tantas tomas que el director mandó repetir, le pidió que actuara un poquito más “triste”. Yarvet siguió las indicaciones. “Lo hizo exactamente tal y como se lo pedíamos”, anota Tarkovski. “Una vez rodada la escena, me preguntó en su horripilante ruso: ¿Y qué significa un poquito más triste?”.
El papel de Hari, la esposa del psicólogo Kris Kelvin, en un principio sería para la sueca Bibi Andersson, que estaba dispuesta a trabajar por un sueldo simbólico. La burocracia dijo no. Luego Tarkovski pensó en su primera esposa, la actriz Irma Raush. Finalmente lo hizo Natalia Bondarchuk, que tenía… 20 años, y resultó un tremendo acierto. Todo el elenco es soberbio, no podía ser de otro modo. Incluso Donatas Banionis (Kelvin), quien necesitaba saber el porqué de cada cosa en todo momento y hartaba con preguntas y clarificaciones al director.
Una vez terminada la película, el 30 de diciembre de 1971, fue presa del pánico. Tenía enemigos claros: el Comité del Cine, la Dirección General de Cultura, el Comité Central. Tarkovski esperaba ataques de todos lados y así fue. Llegaron 35 objeciones. Algunas de ellas: a) Hay que mostrar los paisajes del futuro; b) ¿De qué sistema político viene Kelvin? ¿Del socialismo, el comunismo o el capitalismo?; c) Suprimir el concepto de Dios (!?); d) El encefalograma se debe mostrar entero; e) Suprimir el concepto de Cristianismo (!?); f) La asamblea. Suprimir los figurantes extranjeros; g) Sartorius como científico es inhumano; h) No es necesario que Hari se covierta en persona; i) Suprimir los planos donde Kris va sin pantalones; j) ¿Qué es Solaris? ¿Y los visitantes?
La lista es textual, incluyendo los signos de admiración y exclamación agregados por el propio Tarkovski, y continua con puntualizaciones, supresiones y preguntas propias de un sistema tan autoritario como idiota. Por supuesto, el director no hizo nada, porque hacer caso a semejantes objeciones sería tirar la película a la basura y filmar una nueva. Su prestigio fuera de la Unión Soviética (“Tarkovski es el mejor de todos”) y la viveza de algún pez muy gordo en un lugar clave del poder que hizo caso omiso a los ridículos reparos operaron como un milagro para que la película no se tocara y se pudiera presentar en Cannes, donde ganó el Gran Premio del Jurado y el Fipresci.
“Cuanto más escondidos estén los puntos de vista del autor, mejor para el arte”, lo dijo Friedrich Engels, lo cita Tarkovski en Atrapad la vida: lecciones de cine para escultores del tiempo (Errata Naturae, 2017, 181 págs.) y se lo pasaron por el forro los burócratas o no lo entendieron o nunca lo leyeron ni supieron de su existencia.
A pesar de tener restricciones en las salas y pocas exhibiciones en su país, la película se mostró en el extranjero. En Uruguay se estrenó en el Cine Rex en marzo de 1974 en plena dictadura militar. Las tres primeras filas estaban ocupadas por simpatizantes del Partido Comunista que aplaudieron a rabiar una vez finalizada la función, obviamente sin tener la más mínima idea de los martirios que padeció el realizador ni de las opiniones negativas de las autoridades soviéticas con respecto a su obra. Aplaudieron la procedencia de la película, el logo de Mosfilm con los obreros y la hoz y el martillo, y no la película en sí, que les debe haber resultado completamente críptica.
Es una prueba más de que las propuestas artísticas están muy por encima de las ideologías políticas.
Es la prueba de un océano complejo.
Un océano pensante.