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    Vietnam

    Por E.A.L.

    N° 1694 - 27 de Diciembre de 2012 al 02 de Enero de 2013

    Un amigo me llama por teléfono la víspera de Nochebuena y me dice, desesperado, que se encuentra en una heladería congestionada, con la gente enloquecida haciendo sus pedidos navideños y un calor insufrible. “Es el infierno”, me dice, “tengo el número 47 y recién van por el 6”.

    Imagino la escena.

    Mi amigo, a quien llamaremos A, casi no puede moverse. Lleva el uniforme de verano, pero la cantimplora, el rifle, las balas y el casco se le pegan al cuerpo y lo convierten en un muñeco excedido de peso. La mochila es un incordio. La radio es un incordio. Las botas sudorosas son un incordio. A su lado cientos de vietnamitas esgrimen un número en la mano y gritan como si fuese el fin del mundo: ¡Quiero mi casata! ¡Quiero mi postre helado! Con total dificultad, A gira su cuello y contempla una imagen que le devuelve su propia miseria como si fuese un espejo deformante: todos sudan apretujados, todos se quejan, todos quieren largarse de allí pero no lo pueden hacer. Estamos en el mismo bote a punto de irse a pique. Nadie elige las guerras, pero las guerras allí están, con sus bandos y sus trincheras, con sus oficiales que dan órdenes absurdas, con sus héroes, sus banderas y sus muertos.

    El sudor se concentra en la frente de A y cae como si fuese una catarata de bolas de mercurio; peor aún: como si fuese una sola bola, pero de bowling y en bajada. Y A es el conjunto de bolos a punto de ser derribados. Como puede, apretando los dientes, tensando los músculos, A se mantiene de pie. Si hay que morir, allí morirá, esperando su helado junto a otros vietnamitas que también esperan sus helados.

    Del techo de la heladería cuelga un ventilador destartalado y sucio que apenas tiene fuerza para dar vueltas: no hay otro medio de refrigeración. A lo mira con la intención de huir del infierno por unos breves segundos. Viaja hacia playas soleadas con agua cristalina, corales de colores y atardeceres soñados. Pero el bullicio ensordecedor de la heladería lo vuelve a la realidad. Todavía falta mucho para que lo atiendan. Las espaldas de los vietnamitas están ensopadas y las ropas se les pegan al cuerpo como si recién hubiesen salido de una piscina o mejor aún de una ciénaga inmunda. A conoce bien esa ciénaga: tuvo que esconderse en ella varias veces ante los ataques enemigos. Y también tuvo que meterse en los hoyos claustrofóbicos cavados por el Vietcong. A mantiene a raya la psicosis de guerra que lleva en sus entrañas; sabe que en cualquier momento puede explotar y arremeter contra los sucios amarillos que quieren sus casatas y sus postres helados de mierda. Intenta abrirse camino con su rifle de asalto pero apenas puede moverse: le pesan las piernas, está mareado, el calor es agobiante. La humedad de la jungla, con sus mosquitos y demás bichos asquerosos, ha hecho mella en su cuerpo. A desea estar a quilómetros de allí. Desea volver a su casa, a la placidez del hogar donde lo esperan su mujer y su gata. Pero esa placidez ahora parece una postal lejana.

    Las empleadas despachan como pueden los pedidos y también están ensopadas, consumidas, destruidas. En esta agobiante jornada adelgazaron varios quilos. Apenas contienen el llanto en sus rostros: ellas también están lejos de casa y de sus seres queridos. Reciben números y devuelven cajas y paquetes con la mayor destreza posible. Pero nada alcanza ni nada es suficiente. Los helados comienzan a derretirse por debajo de los envoltorios: es la sangre que se cuela más allá de los uniformes y de los chalecos antibalas y de la inútil protección. El napalm ha hecho estragos. A observa los rostros a su alrededor, rostros arrugados, desencajados. Solo son bocas balbuceantes que chillan y se quejan: ¡Encargué una casata especial para doce personas!, ¡Por favor, atiéndame a mí primero que tengo que volver a Saigón! ¿¡Y mi postre helado, dónde está mi postre helado!?

    Afuera de la heladería también se ha desatado el infierno. Bocinazos, tráfico congestionado, cohetes, insultos y desafíos a pelear. En una palabra: la ciénaga humana. Los conductores de los ómnibus desean terminar su turno y volver a casa. Y debido a eso practican maniobras temerarias. Los taxistas tocan bocina a los autos estacionados en doble fila y también realizan giros al volante y aceleradas imprudentes. De los autos en doble fila entran y salen heridos con paquetes.

    A es consciente de que no aguantará mucho más: está sitiado, rodeado, a punto de ser aniquilado. Ha pedido refuerzos por la radio. La vista se le nubla; los ruidos circundantes parecen tener la reverberación interna que precede al desmayo. A su lado los vietnamitas siguen mostrando números y gritando. De pronto, A es atendido o cree ser atendido: ya no puede tener certidumbre de nada. Balbucea su pedido y le dan un paquete. Está a punto de caer pero siente el sonido de unas aspas que se acercan: es el helicóptero de rescate que ha venido por él. Los vietnamitas miran aterrados cómo sobrevuela el helicóptero a unos pocos metros de sus cabezas. Del helicóptero desciende una camilla y A es rescatado. Es el único elegido en la marea humana. Unos enfermeros lo sujetan a la camilla y dan la orden de subida.

    Abrazando el helado contra su cuerpo, A contempla cómo se eleva poco a poco y se aleja de la heladería, del gentío, del infierno. Finalmente, el buen soldado podrá retornar a casa sano y salvo.