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    Vivir en islotes cotidianos

    Libertad y profesionalismo en los hombros de un gran dominio técnico es lo que define el trabajo del dibujante tacuaremboense Domingo Ferreira. A fines de 2015 ganó la edición XX del Premio Figari, otorgado por el Banco Central. El reconocimiento a su trayectoria, dotado de U$S 20.000, fue dirimido por un jurado integrado por Patricia Bentancur, Haroldo González y Gabriel Peluffo, quienes valoraron “la larga y proficua trayectoria personal desde los inicios de la década de 1960, la calidad y la inserción popular de su obra en periódicos y revistas culturales rioplatenses”.

    El premio originó a su vez la exposición retrospectiva que está en el Museo Figari (Carlos Gómez 1427), abierta hasta el 27 de agosto. Además, a comienzos de 2016 y gracias a un Fondo Concursable, Ferreira editó el libro Imaginaria, que reúne 20 obras que dialogan con textos breves, intensos y oníricos.

    Exiliado en Argentina en la década de 1970, nació en Tacuarembó en 1940 y consolidó una carrera como ilustrador, diseñador gráfico y artista visual. Se formó con Miguel Ángel Pareja y Luis Camnitzer en la Escuela Nacional de Bellas Artes, con Carlos Fossati y Leonilda González en el Club de Grabado de Montevideo y con Pompeyo Audivert en el taller de Grabado de Buenos Aires. Fue ilustrador en editoriales como Minotauro, Sudamericana y Centro Editor de América Latina, e integró el staff del semanario Marcha. Su trabajo se publicó además en Opinar, Jaque, El País Cultural y El Observador. En 1996 fue nombrado editor gráfico de revista Tres.

    Ferreira contó a Búsqueda que el libro surgió de manera casual y dijo que “de alguna manera el germen estaba en mi inconsciente”. La lectura de una entrevista al director de cine alemán Wim Wenders, que también es fotógrafo, terminó de definir que los dibujos podían ser el punto de partida de un relato.

    —Cuando definió la idea, ¿cómo empezaron a surgir los relatos?

    —Empecé a enfrentarme a las ilustraciones como punto de partida de un relato que de entrada se planteó tan libre como las ilustraciones. Quería que me permitiera tener espacio para agarrar para cualquier lado, con un sentido creativo pero también cuidando mucho el estilo y la forma. Si bien para mí escribir es un territorio nuevo, me considero un muy buen lector. Me da un placer enorme leer a autores que me transmiten cosas. Hace unos meses leí Lento en la sombra, un libro de ensayos literarios de Peter Handke, con una intención de mucha subjetividad, porque no solamente habla de los autores sino que más bien habla de él mismo. Además, tiene un ritmo muy diferente del que vivimos actualmente. Está el placer del detenerse y gozar, casi diría, de la belleza de lo efímero.

    —¿En qué se relaciona su libro con lo que propone Handke?

    —En mi libro empezó a reflejarse una intención casi de detener el tiempo y crear una ficción que de alguna manera generara una película interna para abrir caminos y dejar lugar a una sensación poética. Algunos textos dan la sensación de imágenes fuertes, arquetípicas, que tocan al inconsciente de todos. Cuando seguí el trabajo me di cuenta de que estaba escribiendo cosas que sentía necesarias y que venían de una especie de inconsciente más allá de mí. Las imágenes aparecían casi solas, como cuando aparecen en un grabado. Empecé a trabajar con esa conjunción de búsqueda y de azar inesperado. Iba armando el libro a medida que encontraba imágenes que me convocaran para escribir, y en algunos casos se generó un metarrelato donde escribo sobre lo que estoy escribiendo. Ha sido un ejercicio que me dio trabajo, pero también una gran sensación de libertad.

    —Está describiendo un trabajo moroso, con un tiempo diluido. ¿Cómo se siente con la fragmentación de la comunicación y la aceleración actual de los tiempos?

    —Tengo que refugiarme en islotes cotidianos: ir de isla en isla, que me permitan recuperar una identidad, tablas de salvación con las que voy atravesando lo cotidiano, que son la lectura, escuchar música o contemplar una exposición. Pero sobre todo el tema de la lectura y la relectura: descubrir autores nuevos, que pueden ser del siglo XIX o principios del XX, algún clásico, descubrir la maravilla que la cultura ha producido, que son espacios de calidad en todas las artes.

    —Cuando se refugia en esas actividades, ¿de qué está huyendo?

    —No huyo. Vuelvo a lo que de alguna manera nos sigue tendiendo un puente. Para poner un ejemplo, un poema escrito por un autor chino 500 a. C., es increíble que llegue hasta nosotros como la luz de una estrella que noche a noche está alumbrándonos: atravesó los siglos y estás frente a ese fenómeno maravilloso. Es tan milagroso como toda la tecnología que nos rodea. Con la tecnología tengo una relación de la cual me sirvo hasta donde me da el espacio y el tiempo. Hay espacios muy interesantes, sobre todo en lo que tiene que ver con el área digital, por la amplitud que abre y las posibilidades de acercarse a una información que antes llevaba más tiempo, no al conocimiento.

    —¿El conocimiento está en otro lado?

    —Sí, el verdadero conocimiento está en el trabajo interno de cada uno de nosotros, y en lo que hacemos con lo que nos entra y cómo devolvemos algo de eso.

    —¿Hasta cuándo vivió en Tacuarembó?

    —Hasta los 20 años. Vivíamos en la ciudad pero mis padres provenían del campo. Nacieron en el campo cuando era otra historia. Inmigraron a la ciudad por la situación económica. Mi padre debe haber nacido... no lo tengo claro, pero poco después de la guerra de Saravia, por 1910. El campo que yo conocí cuando viajaba a la casa de mis abuelos era casi el mismo que el de Saravia. Por las fotos que veo de esa época, era la misma gente, con la misma ropa. Yo soy hijo de inmigrantes internos. Se habla mucho de la inmigración que llegó por el puerto, pero está toda esa otra emigración que no ha sido estudiada. En el campo, en ese momento, se hablaba portugués, no portuñol. Yo soy Ferreira Almeida. La mayoría de la gente de campo hablaba portugués no porque estuviera cerca de la frontera sino porque eran hijos de brasileños. La frontera era una cosa móvil. Aprender portugués y español simultáneamente me pareció al mismo tiempo muy extraño y muy natural.

    —¿Qué recuerdos tiene de sus abuelos, que también vivían en el campo?

    —Vivían en un minifundio que le habían dado a mi abuelo porque había peleado en la guerra de 1904, no sé de qué lado, porque nadie quería hablar de la guerra. El tema ese era top secret, no se preguntaba ni se hablaba.

    —¿Sería porque los enfrentamientos dejaron una impronta muy angustiante que no se quería recordar?

    —Debe haber sido muy crudo. Evidentemente había heridas no cerradas en todo sentido. Además, en el campo se habla muy poco, incluso hay más espacios de silencio cuando se habla. Se crean espacios de reposo en el diálogo, que son tan necesarios como las palabras. Y se dicen frases como “Y bueno, qué vamos a hacer”, y se empieza de vuelta. Vine a Montevideo siguiendo naturalmente la trashumancia. Como mis padres se fueron del campo a Tacuarembó y económicamente no les fue bien, yo como hijo tuve que irme de Tacuarembó, para ver qué iba a ser de mí en Montevideo.

    — ¿Cómo llegó a trabajar en la primera redacción?

    —En mi casa, curiosamente, mis padres leían mucho y no habían ido a la escuela. Les habían enseñado a leer y escribir las familias que los habían criado en Tacuarembó. Fueron a parar a casas de familia como empleados, eran muchachos mantenidos por esas personas... Eso pienso yo, porque mis padres nunca me hablaron de eso. Después mi padre aprendió el oficio de zapatero. Y leían, increíblemente. Un día, curioseando en mi casa, me di cuenta de que había una biblioteca chiquita con libros que cuando empecé a ir al liceo me pregunté cómo podían estar en mi casa. Se dieron casualidades o causalidades, como la de que mi madre fue criada por una familia en la que los hijos tenían su misma edad y estudiaban, entonces le prestaban libros. Mi madre era muy lectora. En la biblioteca de mi casa estaban Rainer María Rilke, León Tolstoi, Víctor Hugo, un escritor turco de la década del 30 que se llama Panait Istrati, algún escritor argentino y uruguayos como Silva Valdés. No sé si los habrán leído, pero ahí estaban. Algo más que influyó en que buscara contacto con la redacción de un periódico en Montevideo, fue cómo me maravillaban los diarios. En mi casa se recibía un diario todos los días, y algunos días uno a la mañana y otro a la tarde. Cuando llegué a Montevideo ya sabía que quería dibujar y hacerlo en un diario.

    —¿Siempre se destacó para dibujar?

    —Sí, de chico era el que mejor dibujaba en la clase, despegado desde primer año. Me estimulaban mucho en mi casa para que hiciera dibujos y le mostrara a la maestra. En Montevideo me conecté con gente del semanario El Sol, de Garabed Arakelian. Colaboré haciendo algunos dibujos porque en ese momento era militante socialista. También me reunía con un grupo de periodistas que se juntaban en el Sorocabana, entre quienes estaba la persona que me contactó con Marcha. Fui con una carpeta de dibujos y me recibió Quijano. Era un personaje muy impresionante, para mí era como si estuviera frente al dueño de la Metro Goldwyn Mayer (risas). Miró los trabajos, era muy parco y yo esperaba que él hablara. De pronto se abrió la puerta y apareció alguien de casualidad y le dijo: “¿Sobre qué es la nota que vas a publicar? Después le das una copia a Mingo porque él va a hacer el dibujo”. Quedó entablada la relación y estuve hasta que tuve que irme, meses antes de que cerrara por el golpe de Estado.

    —¿Cómo fue el juego que se dio entre la libertad creativa y su parte crítica interna que le pedía excelencia?

    —Mi primer maestro crítico interno fue muy exigente durante muchos años. Me exigía: no, por ahí no es, rompé y empezá de vuelta, era radical. También estaba el tiempo: no podía seguir dibujando infinitamente porque llegaba el momento de entregar el trabajo. Era muy desgastante y terminaba agotado. Eso me duró mucho tiempo. Hasta que un día me di cuenta de que tenía que limitar el trabajo, adquirir una capacidad tal que me permitiera decir que en un par de horas estaría pronto. Había adquirido destrezas, tenía más conocimiento de técnicas. Aprendí de observar trabajos de otros dibujantes, tanto nacionales como extranjeros. Cuando estás más seguro, aparece lo que los materiales te van dando, sorpresivamente. Es como si estuvieras dialogando con el material, que tiene su propio lenguaje y te muestra cosas. Hay algo que te va guiando, no lo podés racionalizar y es intuitivo, como si estuvieras bailando. La ilustración más libre no es razonada, es como si te la hubieras encontrado.

    —Conoció a Eduardo Galeano, ¿cómo fue trabajar con él?

    —Trabajé con él en el diario Época, en la década de los 60, pero no dibujando. Era cronista de fútbol, cubría notas que me interesaban y armaba la página de internacionales. Era un grupo muy distendido. La relación con él era buena. Era una persona muy difícil de tratar, de carácter inesperado, no sabías si estaba bien o si estaba de mal humor. En esa época se trabajaba por militancia, lo que importaba era aportar algo. Sabías que formabas parte de un todo y no importaba la forma que tuviera.

    —En este punto de su carrera, ¿qué le sugeriría a alguien con condiciones que quiere crecer como artista visual?

    —Lo primero que tiene que tener es una mente muy abierta. Ser humilde: ser consciente de que tiene mucho más para aprender de lo que él cree y saber que de lo que va a aprender, hay mucho más que nunca aprenderá y que es tan valioso como lo que aprendió. No creérsela: no hiciste la torta perfecta. Trabajar mucho, ser curioso o mejor dicho tomar el buen hábito de sorprenderse, sobre todo de lo cotidiano que está delante de tu sensibilidad concreta.